AMANDA EN LA LUNA
Amanda nunca tuvo un marido, pero su historia con el hombre que la cobijó un tiempo y luego la soltó como si quemara fue intensa como un matrimonio.
Lo llamaba Saldívar porque su nombre era muy largo. Lo conoció después de un concierto, pero eso ella no lo cuenta porque lo da por dicho. No le gusta decir si su cabeza era lacia o con rizos, si su voz, la palma de sus manos. Eso mejor se lo calla, porque ha pasado demasiado tiempo entre canciones y no quiere permitirse cursilerías impropias de su edad. Sin embargo, asegura que ni las puntas de sus dedos, ni sus piernas desde arriba hasta abajo se le olvidaron un solo día.
Hace treinta años, ella pensaba con la deficiente suspicacia de los cincuenta que cargar con todo hasta la vejez le resultaría insoportable. Entonces el solo atisbo de un recuerdo la perdía en un desfiladero lejos de la mano de cualquier dios.
Saldívar era doctor en derecho penal, pero no importa lo que no es importante, hay cosas que elige la memoria por sobre todo lo demás. Al Saldívar de entonces, ella lo recuerda con tal precisión que unas veces lo maldice y otras podría besar el aire por el que lo ve pidiéndole que lo quiera.
Ni se detuvo a decidir si era correcto querer a tal señor, lo quiso porque hubo modo. Todavía cada junio, con las lluvias, a media tarde le brinca algo en la memoria y ahí están ellos dos, riéndose en un hotel cuya ventana se abre a las copas de los árboles bajo el agua: hasta las sábanas olían al verano de esta ciudad. Y todo era perfecto, así que él no lo pudo soportar.
A muchos la felicidad los empalaga y él era de estos. De repente le dio por tener miedo y se fue. Amanda nunca entendió de qué espanto se iba, porque no estaba en su ánimo pedirle nada. Ella sabía cantar con una voz que filtraba la pesadumbre, era inasible como la luna en el día y nunca le faltó dinero para vivir contenta. No le disgustaba estar sola, tenía amigos y más mundo en sus narices que el de la legalidad conyugal. Sólo quería una intensidad a media semana, pero sobran quienes le temen a esa música. Así que cuando, después de cinco lunas, un día que llovió con sol, él se abismó en un discurso declarándole un amor irrebatible del que derivó la urgencia de una despedida, Amanda oyó su alegato y enmudeció. Contra semejante acopio de pretextos sólo aceptar que la condición veleidosa es un asunto de hombres y no, como se dice siempre, de mujeres.
Lo dejó ir porque ni modo de amarrarlo. Extendió la mano y lo empujó hacia la puerta. Antes de verlo abrirla giró sobre la redondez de sus talones y le dio la espalda. Ni una lágrima frente a ese cabrón, pero entró a su cuarto llorando como una plañidera y así anduvo durante meses. La música y el temblor de los boleros en que vivía de noche eran un buen pretexto para llorar sin necesidad de explicaciones. En la mañana, cuando se convertía otra vez en una profesional administrando sus ensayos, sus discos, sus viajes y su ropa, era la reina de ese mundo. No estaba la vida como para llorar por todas partes. En todas partes Amanda era una mujer capaz de ordenar un escenario con una seña. Y nadie hubiera podido pensar que lloraba de verdad en alguna parte.
La única en el secreto era Dolores, una empresaria de teatro con quien comía los lunes y con la que lo iba maldiciendo mientras las dos se emborrachaban en el último piso de un edificio sobre la mejor calle de la ciudad.
Aún hay quien cree que a las mujeres no se les da la organización, pero desde entonces no había más que verlas para cerciorarse de lo contrario. Verlas trabajando, porque si alguien las miraba en un día de asueto no las hubiera creído capaces ni de cerrar la puerta.
Amanda creía que esas cosas estaban decididas en otra parte. En cambio Dolores estaba segura de que en todos esos líos se mete cada quien.
—Ten cuidado. Esto pinta para desastre —dijo Dolores, cuya larga contumacia en el afán de buscar maridos le confería alguna autoridad.
Pero nadie oye consejos cuando tiene el cuerpo enardecido. Amanda lo sabe ahora que es al tiempo una vieja memoriosa y desmemoriada, segura de que cualquier reparo era inútil cuando ella se empeñó en viajar por primera vez con ese señor al que nunca había visto a solas y del que estaba presa como un perro, desde que él le escribió una carta poniéndose a sus pies. Ella le había contestado tres palabras y de ahí en adelante se mandaron cartas hablando intimidades como si ya las hubieran compartido. Al rato de jugar así, les urgió tocarse. Era un abril al principio de los años setenta. Se fueron a Madrid. Cada uno a un cuarto distinto en el mismo hotel. Los dos en la cama de Amanda desde que se encontraron.
Mientras lo esperaba, ella aún tenía puesto sobre los hombros el abrigo con el que viajó, empezaban a encenderse las luces de la ciudad, pegó la nariz al vidrio como si quisiera mirar el futuro. Había una gárgola de la iglesia, justo frente a su ventana, tenía un gesto horrible, pero era perfecta como todo el edificio. Amanda se quitó los zapatos, caminó hacia la puerta, lo dejó entrar y cerró en un segundo.
En cinco días no salieron de sus cuatro paredes y tras aquel encierro a ella no le quedó más remedio que vivir como si tuviera las horas contadas.
A veces todavía la cerca la nostalgia de lo preciosa que se sintió por unos meses. «Como bordada a mano», dice y en su gesto se monta la memoria que ha perdido para tanta otra cosa. Volvieron a México con semejante vuelo entre los ojos y pasaron tres meses como tres crestas. Luego llegó lo del adiós y el te adoro y con eso los diablos del abandono desvelándola en la madrugada.
Nunca cantó mejor que en esa época y nunca se creyó tanto sus lágrimas en el escenario. Al final de uno de esos domingos en que cantaba para un público grande, ella y Dolores se fueron a oír tríos en bares de quinta y siguieron cantando de todo, como quien de todo bebe. Se perdieron en Garibaldi y algo borrachas terminaron. Como a las cinco de la mañana salieron al aire de noviembre y caminaron rumbo a la casa de Amanda. Iban en la calle tarareando canciones y otra vez Amanda dio en recordar las cosas que él había sido capaz de escribirle.
—«Hoy vi la luna y te vi en ella» —dijo imitándolo—. Ya sé que suena ridículo, pero en la luna. Verme en la luna. Se necesitan tamaños para pensarlo —dirimió sorbiendo las palabras con aliento a tequila—, mucho más para decirlo después de los cincuenta.
—Un mentiroso como tantos —dijo Dolores cruzándose el chal como si se pusiera dobles cananas antes de subir a su coche.
—Eso, pero con más teorías —rumió Amanda entrando en su casa—. Los teóricos son más peligrosos que los toreros —dijo.
Mal llegó hasta la puerta de su departamento y en cuanto la cruzó se dejó caer en la alfombra un segundo antes de quedarse dormida. Habían pasado seis meses desde el jueves en que Saldívar se fue. Los perros se echaron junto a ella en el suelo. Uno muy viejo y el otro recién nacido. Desconocían sus penas y no les importaban en lo más mínimo. Dos horas después, en cuanto entró la luz por la ventana, empezaron a lamerle la cara.
Los lunes son el domingo de quien canta. Los lunes eran para dormir, aunque eso no parecía que lo supieran ni los perros ni quien trajinaba con unas llaves la cerradura de la entrada. Amanda volvió a perderse mientras al fondo los oía ladrar sobre una voz. Algo en el entresueño le dio alegría. Al rato una suavidad como de Schubert se instaló en el aire. Ella siguió durmiendo. Aún con las llaves en la mano, Saldívar vio su rostro y pensó que alguien debía tatuarlo en una moneda. Tenía el pelo en desorden, como si le pegara el aire y la pintura de los ojos tiñéndole el recorrido de las lágrimas. Tenía las facciones impávidas de una diosa lastimada. Sonó la siguiente Ave María. Amanda reconoció la secuencia lejana del disco que acompañaba sus noches. Abrió los ojos. Junto a su cara vio a Saldívar tirado en el suelo con todo y corbata, traje y libros. En día de trabajo.
—¿A qué vienes? —le preguntó.
—A tristear —dijo él acercándose.
—¿No podrías haber encontrado mejor rincón?
—No —respondió él.
Amanda seguía tirada en el suelo, boca abajo. ¿Qué remedio?, pensó. Era un lujo ese hombre. Aunque ni él lo supiera.
—Quién viviera contigo doscientos años —dijo Saldívar.
Amanda lo perdonó por haberse ido y lo dejó quedarse. Ese día hablaron tanta cosa que hasta los fundamentos del derecho romano pasaron por aquella cama. De todo hablaron, desde el alma de los perros y las paredes de la primera catedral hasta el amanecer y la tristeza de pensar en no verse.
Amanda tenía una vida irregular. Por esas épocas cantaba tres veces a la semana en un teatro pequeño que se quiso muy sofisticado y cuya vida fue corta, entre otras cosas, porque ella lo abandonó al poco tiempo. Volvió a irse de viaje con Saldívar que según su discurso había terminado de vivir con su esposa. Ni para averiguarlo: eso dijo él y eso le quiso creer Amanda.
Hay pedazos del cerebro que parecen desahuciados, con ellos Saldívar llegó a unas cursilerías indescifrables. Todo cuanto hubo para envolverse en mieles lo probaron. Anduvieron en góndola y fueron al Danubio azul y a Oaxaca, en donde Saldívar se emborrachó con mezcal de tal manera que Amanda volvió al hotel cargándolo y segura de que dejarlo ahí era lo menos que se merecía. No lo aventó a media calle porque le convinieron los extremos a los que llegó esa noche antes de quedarse dormido un día y medio.
¿Quién es este señor?, se preguntó cuando Saldívar, que era inmutable como testimonio juarista, se volvió versátil como un poema de Lope. Está como para quedárselo. Pero si los perros no son de uno, ¿de qué los hombres?
Cuando no estaban juntos escribían recados. Ella tenía su gracia, él firmaba tuyo al final de unas cartas imposibles. Igual que firmaba atentamente, al final de las que escribía en su trabajo. No se sabe. Lo del tuyo podía ser adivinanza, no certidumbre. Cualquiera se confunde.
Pasó un año de ir y venir. En septiembre fueron a Nueva York. Bebieron cuatro días seguidos con todo y sus consecuencias y llegaron al último atardecer como si los lastimara un rescoldo, pero les urgiera huir de lo que fueron.
Media hora antes de despedirse y una vez devastado el fuego de la semana, Saldívar le informó que sus hijos y su esposa volverían a vivir en México y él con ellos.
Amanda lo dejó hablar hasta que las palabras se trabaron en un silencio sin acotación, luego dio tres pasos rumbo a la puerta y se detuvo en un solo pie. Levantó el otro hasta sus manos, se quitó un zapato y lo aventó con tan buen tino que el tacón le pegó a Saldívar en la frente.
—Por mí, muérete. Pero muérete ya —dijo desandando un tramo de alfombra en busca del zapato. Luego lo recogió, se lo puso y caminó hasta el elevador que abrió sus puertas casi al mismo tiempo en que ella apretó el botón para llamarlo. Era uno de esos elevadores Art Decó que la hizo sentir cobijada por algo mejor que su desgracia. Viajaban en él dos japoneses. Amanda los saludó con una sonrisa. Bajaron tres pisos, que ella contó con los ojos puestos en los números sobre la puerta y hasta entonces pudo aguantar su río de lágrimas. Los japoneses la miraron con toda la compasión de sus ojos rasgados. Luego, cuando llegaron al vestíbulo, Amanda quiso disculparse y no encontró mejor manera que abrazar a la mujer que se encogió abriendo los ojos. Cuando por fin la soltó, ella le regaló una sonrisa tan llena de piedad como aterrada.
Amanda no quería pensar. Sabía de qué cosas estaba hecho el apego de Saldívar. Y no quería pensar. Se consoló con unos sollozos como de zarzuela y viajó al aeropuerto segura de que tanto escándalo era explicable en ella por eso de que las cantantes son sensibleras. Sin embargo, el taxista mexicano, con el que sin remedio tuvo una conversación intensa, opinó que las penas se lloran sin distingo de profesión.
—Ni modo. La fidelidad es una virtud canina —decía ella en el taxi—. Él es hombre.
—Tiene usted razón —aceptó el taxista que llevaba veinte años viviendo en Nueva York y aún no hablaba inglés porque todos los días pensaba que se iría de regreso la mañana siguiente.
Al llegar al aeropuerto ya eran viejos amigos. Él era metiche y ella le dio paso a su intimidad en dos minutos. En la terminal, Amanda le pagó el viaje y el hombre se hizo cargo de consolarla con un abrazo para cerrar la perorata en torno de la lealtad iniciada al pasar el primer puente.
—No es lo mismo ser fiel que leal. Él está siendo leal con usted.
Amanda asintió sin mucha convicción. Se despidieron. El avión hizo el camino de regreso.
—¿Qué tal Nueva York? —le preguntó Dolores.
—A oscuras —dijo Amanda.
Con el tiempo se hizo al ánimo de creer que ella había sido fantasiosa y él ingrato, de donde no pudo derivarse sino lo que pasó: a él se le olvidó todo y ella inventó mucho más de lo que hubo. Sin embargo, treinta años después seguía guardando las cartas que Saldívar había sido capaz de escribirle cuando andaba preso del calor que lo hizo decir barbaridad y media. Las tenía en una caja sobre la mesa de centro de su estancia. De ahí las sacó una tarde para enseñárselas a una sobrina de Dolores, cuyo corazón estaba tan trajinado como llegó a estar el de Amanda.
—Cuéntale —pidió Dolores, que se había convertido en una vieja sonriente llena de premios y dueña de la misma hilaridad con que vio siempre todo amor heterosexual.
La sobrina llevaba un montón de correos electrónicos, impresos para que Amanda pudiera leerlos. Era una serie inacabable de te beso y te adoro, te cojo y te abrazo, te lamo y me muero, tras los cuales el ingrato novio escribía siempre: tuyo.
La memoria es distraída, pero sólo cuando se trata de encontrar los anteojos o recordar el nombre de alguien, nunca cuando se lee un tuyo como quien lee un falso testimonio guardado en el más arcaico de los recuerdos.
—A Saldívar también le daba por el tuyo y el te amo —dijo Amanda—. En 1970 vivía como dos siglos antes, pero yo no creí que en pleno siglo XXI pudiera darse otro igual.
—¿Verdad que huelen a lo mismo? —preguntó Dolores.
—Una buena parte del amor eterno huele igual y dura tres meses —dijo buscando la llave de su caja.
Luego sacó las cartas del viaje al mar que hizo Saldívar y que de tan leído ella creyó haber hecho con él. Extendió las diez cuartillas escritas en una máquina automática, con la pequeña letra tipo Courier. Eran varias cartas fechadas entre el 9 y el 14 de abril de 1971. Casi todas terminaban con la para ella inextinguible palabra tuyo.
—Un día me las supe de memoria, pero se me han ido olvidando. Te aseguro que se sobrevive al desfalco —dijo Amanda abriendo una sonrisa. Las invitó a cenar y les tocó el piano con unas manos que en cuanto se ponían sobre el teclado dejaban de tropezarse con la artritis. La reunión terminó como las de antes, por ahí de las tres de la mañana con tantos tequilas en el alma como se habían bebido a lo largo y ancho de la parranda.
Por una puerta se fueron las visitas y por la otra entró en casa de Amanda el fantasma de Saldívar de cuerpo completo. ¿En domingo?, se preguntó ella espantando el recuerdo con las dos manos. «Podrías darte días de tregua», quiso gritarle a su recuerdo pegajoso como la tonada de una canción que nunca nos aprendemos bien. No se lo había dicho a nadie, pero en los últimos tiempos se le aparecía a cada rato. A cualquier hora Saldívar, como haría treinta años, caminando de un lado a otro de su casa. «¿Qué te piensas?», le dijo al aire. «¿Que me vas a perseguir hasta la tumba? Mira que ya estoy cerca de la tumba. ¿Tú en dónde estás? ¿En qué puerto duermes?».
No sabía mucho de él. Oía a veces, leía a veces que en la universidad de no sé dónde le daban quién sabe qué medalla, que alguno hacía un artículo diciendo cómo sus ideas fueron cruciales para el proceso democrático del país. Ese tipo de cosas. En realidad, era tal el desorden. Los periódicos se la vivían viendo a quién mataban y la televisión mostrando cómo lo mataban. Ella oía música y no sabía mirar hacia atrás más tiempo del inevitable.
«Ni de tu sofisticado pensamiento político, ni de ningún otro pensamiento es que se hable mucho», le dijo a la ventana. «Y ni que a mí me interesara tanto. A mí de ti: los brazos, el olor, las piernas y los modos. ¿Para qué lo niego? Una cosa es que te hayas ido y otra que no tuvieras buenos modos».
Se había echado en un sillón, sin zapatos, tapada con un chal y aún sin quitarse los aretes. ¡Qué barbaridad!, pensó. ¿Qué hago hablando con este como si lo tuviera enfrente? Va mi locura de mal en peor. Volvió a mover las manos bajo sus ojos para espantarlo y se levantó del hueco en el que se había dejado conversar con su fantasma.
Aunque sigan vivos, con los muertos hay que terminar las historias o no se terminan nunca. Por eso no quería pensar en Saldívar, ni saber de él, pero cuando él irrumpía en su casa como si todo se mereciera, le revivía la furia y las pasiones. Nunca se sentía más lejos de la muerte que a la hora en que discutían frente a ella sus fantasmas.
«Tú que te fuiste».
«Tú que me dejaste ir».
Caminó hasta su cama. A las cinco de esa tarde tenía una cita con el doctor al que veía todos los meses para cuidar el equilibrio de los años, pero dormiría hasta entonces, si la ciudad no disponía otra cosa. Terminó la noche, empezó la madrugada y la respiración de todo en ese cuarto se oyó suave.
Amanda seguía durmiendo cuando un disturbio de pueblo que parece imposible en las ciudades interrumpió el aire: el cura de la iglesia de San Miguel Arcángel, justo a la vuelta de su casa, se había puesto a echar cohetes con motivo de la fiesta del santo.
El fantasma de Saldívar apareció de regreso. Como pocas cosas, hacía treinta años, lo irritaba el cura cohetero rompiendo el cielo en las madrugadas. Y todo en esa parroquia estaba intacto. El padre vicario seguía siendo el mismo de antes y su manía celebradora, en vez de disminuir con la edad, se había intensificado. Se quejó. «Cállate», dijo Amanda, «que estás de visita y sin invitación». El cuarto seguía oscuro. Volvió a sonar un cohete.
Dormía sola y de todas sus soledades esa era la única que a veces le disgustaba. Por eso al abrir los ojos daba un brinco y más tardaba en recordar que en levantarse. Sin embargo, ese día los cohetes en honor de San Miguel empezaron tan temprano que no pudo irse a ninguna parte. Aún estaba oscuro, afuera hacía frío y ella lo lamentó porque desde que se hizo de aquel martirio que era la irrupción de Saldívar, la espantaba el tiempo libre. Si lo dejaba andarle por el cuerpo temía que el hueco detenido ahí la fuera a volver loca. Sonó otro cohete.
Cuando era niña, cerca de su casa también había un cura cohetero. Desde entonces la divertía el escándalo y en vez de echarle una maldición lo bendijo. «Qué ingrato y qué burro mental y qué tarado anímico fuiste», le reprochó al calor de Saldívar metido en su cama. El ruido de la añoranza le fue desde los pies hasta la frente. Ya estaba vieja como para no permitirse los recuerdos. ¿Qué más daba? Si la sombra de Saldívar quería dormir junto a ella, que durmiera y ya. Tras tantos años de negársela, de pronto empezó a gustarle su presencia como un acertijo. Se la permitiría. Todo menos pelearse consigo misma a esas alturas. Los cohetes dejaron de tronar y ella volvió a dormir hasta que dieron las dos de la tarde.
A las cuatro la recogió su secretario de andanzas, un joven chapeado y moreno que la trataba como si corriera el riesgo de romperse con cada paso. Amanda se apoyaba en él fingiendo condescender, pero de sobra sabía que le hacía falta su brazo para andar de presumida sobre sus pequeños, pero inevitables, tacones.
Para ir al doctor se había puesto unos nuevos, como si eso le asegurara una mejoría en la salud. Seguía creyendo que en los pies se enseña el alma y quería ser de alma joven hasta la última de sus visitas al doctor. Llevaba un traje sastre azul, una blusa de seda clara, un collar de perlas. Tenía una melenita plateada haciéndole compañía a sus ojos tenues y su pequeña nariz impávida. Era una vieja bonita y caminaba como quien lo sabe.
El consultorio está en el piso once y el lugar tiene una vista que aturde. Amanda entró, dijo su nombre como quien dice el de una isla griega y caminó hacia la ventana a mirar el horizonte. Un día, pensó, esta ciudad que no se cansa de crecer se habrá comido lo que aún se ve del bosque, y todas las casas de aquí abajo estarán convertidas en edificios. ¿Será que entonces el cielo habrá vuelto a ser claro? Quién viera el día. Yo no veré quién lo vea.
Estaba en esos pensamientos que no le era fácil admitir, por más que se volvieron recurrentes, cuando la voz de Saldívar se acercó hasta sus hombros.
—¿Todavía sigues en la luna? —le preguntó como si hubieran dormido juntos.
—¿Tú en dónde me ves? —le contestó Amanda.
—En todas partes —dijo Saldívar.
—Mentiroso como en tus mejores momentos —dijo ella—. ¿Qué tal andas? —le preguntó.
—Extrañándote —contestó Saldívar.
—Igual que en tus mejores tiempos.
Fueron a sentarse uno al lado de otro, como si hubieran llegado juntos. El lugar es la inmensa antesala de diez consultorios. Estaba lleno.
—¿Cuándo volviste? —le preguntó Amanda mirándolo como si no le bastara el horizonte.
—Ayer.
—¿Y estás enfermo?
—Vengo a ver al cardiólogo.
—Siempre hizo falta que te revisaran el corazón.
—Sí —dijo él.
—¿Te duele?
—De nostalgia —dijo Saldívar.
—Ya estoy vieja para tonterías.
—La nostalgia la sé como supe tu cuerpo.
—Ni me hables de mi cuerpo. Lo extraño más que a ti.
—¿Me extrañas?
—Últimamente menos, porque apareces en mis sueños. Y también te veo idéntico.
—Mentirosa.
—Viejo, pero idéntico. Y vivo.
—Eso ya lo sabías.
—Cuando te mueras, voy a sentir un hoyo. Además, te falta para los doscientos años.
—Quiero vivir aquí —pidió Saldívar.
—Por mí como si nunca te hubieras ido —dijo Amanda.
—Extraño tus historias.
—Sigo contándoselas a quien quiere oírlas. Tú te fuiste.
—Tú me dejaste ir.
—Esta conversación, idéntica, la tuvimos el sábado —dijo Amanda.
—Yo no estaba.
—Tú siempre estás —dijo Amanda tocándole una mano. Reconoció con sus dedos las venas crecidas y duras, los nudillos gruesos, la palma tibia, el dorso lleno de pecas.
—Llevo seis meses tratando de encontrarte por casualidad. Déjame vivir contigo —pidió él.
—Ya no tenemos años.
—Tenerte cerca.
—¿En tu última hora? Con esa pregunta me hubieras matado antes. ¿Quieres pasar conmigo tu última hora? Chinga a tu madre —dijo con una voz que no había usado en largo rato. Con los años había perdido las palabras de la perdición y le gustó encontrar a la chingada.
—Piénsalo —dijo Saldívar como si no la hubiera oído.
—No te mueras —le pidió Amanda levantándose. Luego caminó concentrada en mantener la espalda erguida.
El doctor la vio entrar como si la oyera cantando. Había que tener su voz para caminar así. Lo asombraban sus ojos despiertos como si amanecieran. Le preguntó cómo se sentía y de cualquier modo le mandó a hacer un electrocardiograma.
También ella necesitaba que le revisaran el corazón, pensó Amanda camino al cubículo en que debía ponerse una bata y unos calcetines. La enfermera que la guiaba le preguntó si necesitaba ayuda. Amanda tenía en la mano uno de sus zapatos nuevos, dijo que sí.
—En la sala de espera está un señor Saldívar. Llévele esto —pidió.
La muchacha vio el zapato pequeño y fino.
—También el otro. ¿Verdad? —preguntó recogiendo el que Amanda había dejado en el suelo.
—No —le contestó Amanda—. El otro lo necesito para regresar a mi casa.
Como la edad no siempre ayuda a lucir cuerda, la enfermera tuvo a bien darle por su lado. Salió a buscar a Saldívar y le entregó el zapato. Él lo aceptó sin argumento en contra. No se había movido de la silla en que lo dejó Amanda y no tenía cita con nadie que no hubiera sido ella. Del corazón por fin se sentía bien.
Dos días después el asistente entró en la casa avisando que habría vecinos en el piso de abajo.
—Tienen perro —dijo.
—¿Y piano? —preguntó Amanda aún adormilada—. Ya nadie tiene piano en su casa.
—Quién sabe. Al que vi fue al señor. Subió por la escalera.
—¿Nueve pisos por la escalera?
—Y le mandaron a usted unos regalos —avisó.
Amanda se levantó despacio. Sobre la mesa del comedor había un ramo de flores. Buscó la tarjeta. No la firmaba nadie. «Atentamente», decía. En el centro del ramo iba el zapato de charol. Dentro había otra tarjeta y la maldición: Tuyo.
Una semana después, la casa despertó con un ruido de cohetes en honor a la Virgen de Guadalupe. Era la madrugada del 12 de diciembre y quién podía imaginarse que el cura no fuera a celebrar esa fiesta. Sólo Saldívar que había ido a cenar y se quedó dormido junto a Amanda en un sillón de la sala.
—Te advertí que no era buena idea mudarte a mi edificio —le dijo ella entre sueños.
—Pinche cura cohetero —dijo él—. Lo extrañé.
Amaneció temprano. Cuando volvieron a empezar la conversación todavía estaba oscuro. Así las cosas, esa mañana nadie, pero nadie en el mundo, fue más joven que ellos repensando la vida que a la larga de todos modos se hace corta.