ISAAC Y SU HIGUERA
Andando por Beirut, pobre como un zapato sin dueño, Isaac vio por primera vez la mujer más parecida a un ángel que había visto hombre alguno. Tenía los ojos oscuros rodeados de sombras, la nariz delgada como el filo de una navaja y la boca con dos pliegues en la orilla, como si sonriera hasta en sueños.
Pensó él que poner las manos sobre aquella cintura sería tocar el paraíso. La siguió de cerca durante meses, hasta que supo todo lo que fue posible saber de ella: que era la segunda de tres hermanas, que se llamaba Esther, que era judía como él, que pasaba muchas tardes bajo una higuera conversando con su hermana menor, que vivía con toda la familia en un barrio estrecho, que la primera de las hijas se había casado con un vendedor de aceitunas y que sus padres andaban buscándole a ella un marido con más horizontes.
Cuando se hizo de la historia completa decidió que no le quedaba más remedio que aceptar su destino de pobre y embarcarse rumbo a América, un lugar distante y seguro desde el cual Benjamín Segev, su amigo del alma, le había mandado instrucciones y dinero para seguirlo en el afán de escapar a la desventura del Oriente, que por esos años expulsó a tantos héroes.
Antes de irse volvió a pasar frente a la higuera bajo la que urdían su conversación las dos hermanas.
—Buenas tardes, señoritas —dijo quitándose un sombrero viejo, inclinando la cabeza como si al tiempo les dijera adiós y hasta siempre.
Esa misma noche se subió al primer barco de su vida. Tres semanas después llegó a México con los ojos más listos que llegaron entonces y recorrió las montañas hasta Puebla, donde encontró a su amigo, un hombre delgado, sonriente y brioso, trabajando en una tienda de alfombras que crecía de prisa y sin tropiezos. El dueño era un viejo huérfano de hijos que sin decir mucho quería a Benjamín como si fuera suyo. Tanto y tan bien lo ayudaba en el trabajo y la vida que decidió hacerlo su socio. Fue entonces cuando él le escribió a Isaac y entonces cuando Isaac aceptó arrancarse de El Líbano llevándose consigo la única desesperanza para la que no encontraría cura en país alguno: imposible casarse con la beldad que le tenía tomado el cuerpo. Si a los padres de tal joya les parecía un equívoco matrimonial el que habían cometido dándole la hermana a un vendedor de olivas, ni de chiste cometerían la barbaridad de entregarle su hija más perfecta a un perfecto dueño de nada. Así que por más que de tanto pasearle la calle y seguirle los pasos, él había conseguido que Esther lo mirara primero condescendiente, después curiosa y al final encantada, ambos tenían clarísimo que ella no era para él porque semejante alhaja necesitaba engarzarse con oro y no con baratijas.
Además de con un buen trabajo, su amigo lo esperaba con la urgencia de oírlo hablar de cómo estaba el mundo en aquel su otro mundo. Nada pudo él contarle al dichoso Benjamín que no acabara siempre en la preclara descripción de la boca o la cintura de Esther Masri.
—Tienes que ir tú por ella —le dijo un día—, porque a mí no me la van a dar ahora y no la vaya a conseguir otro. Si ha de ser de alguien que no sea yo, mejor tuya que la sabrás cuidar y me dejarás mirarla de cerca y ser tío de sus hijos y compañero de su marido.
Benjamín aceptó la sugerencia con la naturalidad de quien acepta comprar la obra de arte que le recomienda un experto sin posibles para conseguirla. No era una mala idea, de todos modos habría que ir a encargar alfombras y a hacerse con una mujer de las suyas, que guisara y quisiera como sólo querían y guisaban las mujeres de por allá. Así que tras unos meses de oír la cantinela de su enamorado amigo cediéndole la joya que él no pudo comprar, fue a buscarla al país y a la casa en que la había perdido Isaac.
Quiso la fortuna que, en medio de la guerra, sus padres no hubieran encontrado aún alguien digno de llevársela y quiso también que Benjamín les pareciera el hombre correcto para ella. Se la dieron a cambio de una dote en dinero, de la promesa de enviarles algo cada vez que se pudiera, de tratarla mejor que a un camello y de no volver a El Líbano sino hasta que hubiera paz.
Esther aceptó sin tristeza el irrevocable pacto de sus padres, porque la curiosidad es la mejor consejera de quien enfrenta lo que no tiene remedio y ella era muy curiosa. La ilusionaba viajar, quería huir del cerco en que creció y conocer el secreto bajo la ropa de los hombres.
Sólo penó de sobra el separarse de su hermana menor, una criatura tenaz que había sido su compañera de juegos durante toda la vida, pero que para entonces ya era propiedad de un hombre de bien. Un muchacho que había aspirado a casarse con Esther y que se conformó cuando por menos precio le dieron a la hermana chica, quien, según el gusto de los tiempos, era menos hermosa porque le faltaban carnes y le sobraban huesos.
Aunque nadie se lo pidió jamás, Benjamín prometió que mandaría por ella y su marido en cuanto le fuera posible. Sin embargo, tras la pequeña ceremonia de la boda, las hermanas se abrazaron como quien pierde un paraíso y Esther se soltó de aquel abrazo con más desolación que si la arrancaran de sí misma. Sabía que las raíces de su hermana eran menos volubles que las suyas y que sacarla de su tierra sería tan imposible como hacerla volar.
—¿Y el hombre de la higuera? —le preguntó la hermana.
—En otra vida —dijo Esther.
Esa noche en el barco, Benjamín le descubrió los pechos y la besó como si toda ella estuviera tramada con nueces y dátil.
La primera semana de travesía la dedicaron a contarse quiénes eran y a investigar sus cuerpos con la timidez del principio. Habían empezado a conocerse y ella había aprendido algunas palabras de lo que sería su nuevo idioma, cuando él enfermó de algo raro y de un momento a otro sintió a la muerte cerca. No se sabía ni cómo la gente se enfermaba de pronto a medio viaje, ni se sabía por qué unos se curaban de milagro y otros no conseguían quedarse en el mundo aunque les encantara. Benjamín peleó, con todas las fuerzas que había puesto en vender alfombras, para ganarse la existencia, pero perdió la batalla.
—No te vayas —dijo Esther, que en tan poco tiempo había soñado tanto en torno de su vida con él en ese país de colores raros como su mismo nombre, que ya los quería a ambos, a él y a México, como si fueran eso: todo lo que tenía en la vida para hacer su presente y su futuro.
Él quiso darle gusto y no ir a ningún lado, mucho menos morirse, pero no hubo medicina que lo curara en los escasos días que duró su enfermedad. Antes de perderlo en el sueño tibio que se lo llevó, Esther le prometió que no se bajaría en cualquier puerto y que iría a México, buscaría al viejo socio y le llevaría la carta con sus últimos deseos.
Llorando sin escándalo, pero sin tregua, vio el cuerpo de su marido hundirse en el mar una mañana y ni por un segundo pensó en volver atrás.
Había oído de Benjamín que el puerto al que iban se llamaba Veracruz y que de ahí tendrían que seguir a Puebla, la ciudad más española de México y como tal desde hacía un tiempo, la última ciudad española que estaban por tomar los libaneses. Árabes o judíos, ahí se veían iguales aunque ellos se vieran tan distintos. Llegaban unos veinte cada año y todos llegaban para trabajar con tal tesón y ayudándose de tal modo que casi todos se hacían ricos y los que no conseguían tanto, sí lograban con mucho dejar de ser pobres. No era por desamor sino por necesidad que salían de El Líbano. Nadie traía consigo los mismos motivos y todos se ahorraban las explicaciones, entre otras cosas porque a nadie le importaba escucharlas. Los poblanos aceptaban su llegada y su presencia sin tomarlos en cuenta y viéndolos crecer con más indiferencia que temor, porque los poblanos no habían sido nunca previsores y ni se les ocurrió imaginar que un día los comerciantes de ropa en el mercado se harían de unas fábricas y de muchos negocios más grandes que los suyos. Mejor así, los dejaban vivir a su aire y no los miraban sino cuando querían detenerse a comprarles algo de todo lo que vendían.
La mañana transparente en que Esther llegó a Veracruz, apoyada en la baranda para ver atracar el barco, oyó a alguien llamarla desde abajo mientras movía un sombrero y daba saltos. A sus pies, como quien mira por un hueco el pasado, ella vio a Isaac y reconoció en sus ojos al hombre que la había acostumbrado a saberse seguida y que de un día para otro desapareció sin haber dicho una palabra. ¿Qué hacía ahí y por qué la llamaba como si la estuviera esperando? Su marido nunca le dijo que tuviera un amigo joven, menos aún dijo que había llegado hasta ella enviado por sus ojos, su consejo y sus deseos. Tal vez no tuvo tiempo, tal vez no quiso hacerlo. Sin embargo, Benjamín Segev no hizo más que pensar en él durante los ratos de pensamiento que le dejaba la enfermedad. Y una tarde que ella necesitó salir al aire de la cubierta a llorar desde antes lo que preveía, él aprovechó para dictarle un recado al telegrafista del barco:
«Estaba en su destino ser tuya. Ve por ella y cuídala por los dos. Te abrazo como siempre, A».
Isaac había recibido el mensaje sin entenderlo demasiado. Por un instante imaginó que su amigo había preferido otra mujer y que le mandaba a Esther como un regalo que él no se merecía. Adivinar lo que ese hombre que era más que su hermano había querido decir con tal mensaje, pensó mientras andaba el camino que va de Puebla a Veracruz subiendo por unas cumbres nubladas de las que se baja, con el aliento entrecortado, a una llanura verde como las promesas que algunos esperan de la Santísima Trinidad.
Y ahí estaba, llamando al ángel aquel, que de sólo oír su nombre había pasado de la palidez a la sonrisa y de mirarlo al llanto y de oírlo a enmudecer, con la mezcla rara que hacen el recuerdo y la zozobra. Llevaba un vestido pálido y en el pecho un listón negro que fue lo único que pudo encontrar en su valija como señal de luto, porque su breve ajuar de recién casada era de colores claros como su rostro y su edad. Tenía diecisiete años cuando bajó a Veracruz y cayó en los brazos de Isaac como quien se tira sobre una red. Algo nuevo y extraño le revolvió el alma al dar con ese cuerpo. Nada que hubiera sentido antes sintió entonces. Se deshicieron en explicaciones. Cuando entendió las cosas y supo de la muerte de Benjamín, Isaac se echó al suelo a pegar de alaridos. Luego, como en un de repente, se hizo al ánimo de convertirse para siempre en la higuera de aquella mujer que le había tomado los ojos desde el primer día en que la vio.
Llegando a Puebla, la llevó antes que nada con el viejo socio que no pudo sino mirarla como a una hija enviada del mundo de hierbabuena y desastres que él había dejado atrás hacía como mil años. Él se haría cargo de ella y nada iba a faltarle ni mientras él viviera, ni nunca. Así lo dijo.
—Gracias —le repitió Esther al oído tantas veces como fue necesario para que la oyera suficiente aquel hombre que cada vez oía menos y olvidaba más. En español ya sólo hablaba lo suficiente para cobrar y vender, en hebreo hablaba a saltos como si pretendiera que alguien le llenara los huecos, entre una y otra palabra, con la sílaba o el adjetivo correctos. Luego le extendió la carta de Benjamín y se sentó junto a él y cerca de Isaac a ver cómo leía.
Al viejo le fueron cambiando los gestos de un extremo al otro mientras recorría las dos páginas en las que cupo el testamento de su hijo adoptivo. Cuando terminó de leerlas miró a Esther como si tratara de encontrar en ella algo más que una mujer. Luego vio a Isaac y soltó con la voz seca:
—Dice que pongamos todo lo suyo a nombre de ella y que tan pronto como quieras la hagas tu esposa.
Esther oyó semejante sentencia y no dejó que un solo gesto expresara lo que sentía.
—Tan pronto o tan nunca como ella quiera —decidió Isaac para acabar de sorprender al viejo.
Par de locos, pensó: no sólo uno pretendía que la mujer fuera dueña del dinero, sino que el otro la dejaba decidir si casarse o no, como si dueña de sí misma fuera.
—No estoy de acuerdo con ninguna de las dos cosas. Quién sabe lo que tienen detrás —dijo.
—Habrá que descubrirlo —opinó Isaac—. Si él quiso hacerla rica yo quiero hacerla libre.
—Quién sabe qué podrá salir de tal equívoco —dijo el viejo. No conocía mujer en semejante circunstancia, pero los años treinta del siglo XX lo tenían muy desconcertado. Así que no dijo más.
Entonces Esther le puso la mano en la cabeza y por primera vez lo llamó papá. Esos dos hombres serían su patria y su atadura. México estaba tan lejos y le gustaba tanto que le sería imposible irse a otra parte. Los miró como quien mira lo inaudito: Isaac alzó las cejas y abrió una sonrisa. El viejo meneó la cabeza.
También para entender la buenaventura se necesita sapiencia: Esther tenía libertad, tenía bienes, tenía el sol en el cuerpo.
—¿Qué más quiero? —dijo en voz alta como quien habla consigo misma.
—¿Podrías querer a este hombre que te piensa desde que te vio un martes hace no sé cuántos años? —le preguntó el viejo.
—Puedo —dijo Esther extendiendo la mirada hasta el gesto de asombro que Isaac no perdió nunca bajo sus ojos. Luego instaló sus cosas y tejió su mundo al de Isaac. Pasaron juntos un año y otro, una comida y otra, una fiesta y una ausencia, una pena y una dicha, la muerte del viejo y la circuncisión de sus hijos, la boda de su hija y el barmhitzbá de su primer nieto. Años y años se quisieron un día y el otro, pelearon a veces, se adoraron otras, tal vez se odiaron a ratos, pero nunca se fueron a la cama con ira en los labios y todo lo que entre ellos se dijo, en cualquiera de sus idiomas, estuvo tramado con los hilos de algo denso cuyo origen estaba muy lejos.
Una pena los acompañó siempre: quienes se quedaron en El Líbano vivían en un mundo tan distinto y distante que poco a poco fueron volviéndose sombras y cartas incomprensibles.
Al principio Esther escribía a su casa todas las semanas. Algunas veces alcanzó a tener respuesta, muchas otras los sobres se perdían en el camino o el cartero los regresaba como se los había llevado. Tenían noticias de la guerra, de la salida de los turcos y de la entrada de los franceses, de la siguiente guerra, del fin de la guerra, de la construcción de una república y hasta de una extraña era de paz. No sabían de los suyos, sino que poco sabían.
Durante todos esos años, Esther llevó un diario destinado a su hermana menor. Empezó haciéndolo con las cartas que le devolvía el correo y luego siguió escribiendo cartas que ni se molestó en enviar. Una frase o tres páginas por día, dos fotos o una crónica, la descripción de un paisaje o el recuento de cómo eran sus hijos. Todo lo registraba como si alguna vez fuera a encontrar destinatario. Empezó escribiendo en su lengua materna y con el tiempo mezcló los dos idiomas hasta que se hizo de una lengua propia. Un dialecto raro y redondo que se cerraba en sí mismo como si sólo de eso se tratara. Ni Isaac tenía acceso a esos cuadernos. Ella los escribía para la tenaz Abigaíl, la niña de quince años que perdió en un abrazo y cuya estampa tuvo sobre su mesa de noche desde la primera oscuridad que durmió en Puebla.
Muy avanzado el siglo, El Líbano quedó en medio de una más de las guerras que lo han perseguido desde que se llamaba Fenicia. Una guerra en la que ellos no sabían qué partido tomar porque en su ausencia muchos judíos se habían mudado a Israel o al mundo, pero muchos se habían quedado en El Líbano y tenían una fe, pero dos patrias.
La televisión, los periódicos y una de sus nietas no hacían sino hablar de la tragedia. Esther oía todo eso como si hubiera preferido no saberlo.
—¿Y Abigaíl? —dio en preguntarse más que nunca—. ¿Cómo pude dejar ahí a mi hermana?
—No la dejaste, abuela, ella no pudo venir —le contestó su nieta, una muchacha de ojos tibios que llevaba tres años escribiendo una tesis en torno de las razones y destino de la migración judía del Oriente Medio a México y que lo sabía todo, o casi todo, porque de la familia de su abuela nadie sabía casi nada.
Desde niña había sido tan curiosa como Esther. Quería indagar en el pasado y estaba siempre imaginando el futuro. Para tales efectos su único defecto era ser optimista: las guerras siempre la tomaban por sorpresa. La de entonces la tenía más abrumada que si viviera en El Líbano o en Jerusalén. Todos los días llamaba a los abuelos con noticias y todos los días los abuelos esperaban su llamada como antes esperaban las cartas que nunca llegaron.
—Hay más de diecisiete millones de libaneses, entre judíos, árabes y católicos regados por el mundo. Cuatro veces más que los que viven en el país —comentó un día.
—No lo dudo —dijo Esther—. Tantos afuera y Abigaíl dentro. ¿O se habrá ido a Israel?
—No creo —dijo la nieta, que también daba en presentir como su abuela.
—Esta niña sabe de la historia de Oriente Medio y de la nuestra casi tanto como nosotros —sentenció Isaac.
Esther pensó que si nada más fuera eso no sería mucho saber. Porque ellos de El Líbano sólo tenían recuerdos. De su historia judía apenas un aroma. La nieta, en cambio, recogía datos y nombres, cunas y linajes, anécdotas y cifras, apellidos y cuentos, personas y personajes.
—Ahora hasta de un novio se ha hecho —contó Isaac.
—Tan judío-libanés como ella —dijo Esther.
—Mexicano —dijo Isaac.
—Lo que quieras. Se apellida Saba.
—Ya lo sé. Como el marido de Abigaíl —dijo Esther, que entre la edad y la guerra tenía nostalgia por primera vez.
Isaac llamó a la nieta para contárselo.
—Pregúntale a tu novio de quién es hijo.
La nieta sabía que hay tantos Saba en El Líbano como Pérez en México, pero nunca pensó que estuviera de más la pregunta.
Y de veras. Nunca está de más. Cuatro meses después entró en la casa de sus abuelos llevando de la mano a una vieja en cuyos ojos Esther vio los de su hermana. Ni para preguntar cómo y por qué, de dónde y hasta cuándo. Tenían un abrazo pendiente desde hacía tanto tiempo que una se trenzó en la otra y estuvieron así durante horas.
—Siempre supe que mandarías por mí —dijo Abigaíl como si hubieran pasado tres meses y no cincuenta años.
—Nunca se me olvidó —dijo Esther. Y sin soltarla de una mano extendió la otra para señalar a su marido—. Él es Isaac. ¿Te acuerdas?
—¿El de entonces? —preguntó la hermana menor con las nubes de una higuera sobre la cabeza.
—El de siempre —dijo Esther. Y trajo el primero de sus cuadernos. Los demás los leyeron durante todos los días de los siguientes cuatro meses.
Desde entonces pasan las mañanas conversando, tomadas de la mano como si aún temieran perderse. A Isaac, que hasta la fecha es un trabajador terco, le gusta volver del negocio y encontrarlas en el jardín, hablando, como si aún estuvieran bajo la higuera.
—Buenas tardes, señoritas —dice quitándose el sombrero. Luego se sienta a fumar y a mirarlas con la misma paciencia asidua de su primera juventud.