DESORDEN ELECTORAL

Después del trabajo, Alicia pasó por sus hijos al colegio, los llevó a comer y luego los tres volvieron a la casa para hacer cada quien su tarea.

En contra de cualquier precepto, los niños hacían la tarea echados en su cama. Ahí se acomodaron a estudiar el uso de las preposiciones en inglés.

Ponían la tele como música de fondo. Ella nunca se sintió capaz de oponerse a semejantes hábitos, sin embargo fingía que lo intentaba.

—Apáguenla y la prenden cuando acaben —dijo sabiendo que no le harían caso.

—Sí —dijo la niña.

—No te tardes con el artículo —pidió el niño.

Ella se fue al estudio. Dos horas después no había llegado a ninguna parte. Había ido y venido por la tarde sin conseguir nada. Buscó la música. Se acercó a su librero y se hizo de una orquesta de cámara saliendo del tocadiscos para decir: No te preocupes, el siglo XVIII también era difícil, y también memorable y se olvidó también.

Le hubiera gustado pintar como hacía su hermana. Ella no pintaba, ella era una desteñida reportera de la vida necia que es la política en el país de sus entrañas.

También pudo ser cantante, en el caso de que la providencia hubiera sido generosa con ella. Pero no, era redactora de notas periodísticas. Tenía un programa de noticias por radio y tres veces por semana hacía un artículo con sus opiniones. Se suponía que eso le daba algún reconocimiento y, por lo mismo, alegrías, pero la verdad es que no siempre, menos aún esa noche, confusa, en la que nadie sabía si a la mañana siguiente habría o no habría una catástrofe en el Congreso que reunía a unos legisladores incapaces de haber generado, en seis meses, ni el primer párrafo de alguna ley.

En cambio se dedicaban a estar en desacuerdo, a poner en vergüenza a quienes votaron por unos o por otros. La última semana los habían visto golpeándose como una pandilla de pandillas en litigio. Para el día 1.° de diciembre estaba anunciado el pico del problema y en su periódico esperaban que ella mandara uno de los análisis llenos de predicciones de los muchos que se publicaban cada día.

Estuvo frente a la máquina dos horas y no pudo hacer más que pasear por Internet de un sitio a otro. Los mexicanos tenían metida la cabeza en el hoyo de los diputados peleándose. Los periódicos del mundo vivían cada uno para su propio mundo. Pasear entre ellos era como andar en avión por campos que cambian de color en minutos.

¿Qué pasaría en México? ¿Podría el presidente, elegido por sólo medio punto más que el otro candidato, tomar su cargo frente a una cámara en la que una tercera parte de los representantes decía que la elección no había sido válida? Tanto trabajo para creerle a la democracia y de repente que no, que siempre no era creíble.

A ella la preocupaba y para su tristeza dos grandes amigos creían en la descreencia. Ni modo, se querían igual. A veces las diferencias acentúan los cariños. Se quiere a pesar de la descreencia de los unos en lo que creen los otros, y al revés. ¿Qué iba a pasar al día siguiente?

Los apacibles decían que no pasaría nada. Los desconfiados predecían catástrofes y destrozos que arruinarían de por vida el destino de la patria.

Ella era una escéptica escarmentada. Por lo mismo creía las dos cosas y ninguna. Algún desorden habría, algunos pesares, pero si el día 1.° fuera difícil, para el 2 ya habría pasado casi todo y los niños volverían a comprar dulces en las misceláneas, los adultos tomarían el metro y los viejos seguirían teniendo los setecientos pesos al mes que les daba el gobierno anterior.

Los periodistas, ella, harían sus tesis y sus contra tesis, dirían que sí y que no, que quién sabe y que hasta cuándo, pero de todos modos saldría el tibio sol del diciembre mexicano, y en las tardes todo el mundo hablaría del frío espantoso e inusual de ese preciso invierno tan distinto de todos los inviernos.

A casi todos los mexicanos los sorprende el invierno. «¿Pero por qué hace tanto frío? Antes no hacía tanto frío», dicen. Siempre ha hecho frío en las madrugadas de diciembre, lo que pasa es que al mediodía sale el sol y abismados en el presente todos pasan a creer que ha vuelto el calor. Hasta que otra vez anochece y vuelve el frío acarreando con él la misma estupefacción: pero qué frío hace, si ya no hacía frío, si nunca había hecho tanto frío.

Ni para recomendarle a nadie que se compre un calefactor, porque todos aseguran que si acaso el mal tiempo durará tres días y luego qué se hace con el estorbo. Lo mismo pasa con la política: medio mundo piensa que si acaso hay lío durará tres tardes. Así que es cosa de abrigarse, pensar en algo entretenido y esperar a que se entibie el aire con que enfrían el mundo quienes predicen catástrofes.

Para bien de todos la tarde del 30 de noviembre no había pasado nada grave en el Congreso. A ella tampoco le había pasado nada. Tenía que ir a una cena, no iría.

No tenía marido, sus hijos veían caricaturas en la tele. Se le antojó ir a ver los Simpson junto a ellos. Se sentía incapaz de escribir nada. Tanta guerra por fuera la distraía de su guerra por dentro. Sintió de pronto la desventura de la calma. Tenía que escribir un artículo de opinión y no tenía opiniones. Estaba exhausta. Como si hubiera cargado las cien mil declaraciones que había leído en la semana en torno de si el Presidente electo debía ir o no debía ir a la Cámara a rendir su protesta frente a los diputados y los senadores. Que si debería ser valiente, que si prudente, que si enérgico, que si conciliador, que si importaban los símbolos, que si no importaban.

El lunes ella creía que sí importaban, que eran lo más importante. Por ahí del miércoles ya no sabía. Leyó que su ex marido, celebrado entrevistador y comentarista del espanto, aseguraba que no era necesario jurar respeto a las leyes precisamente en donde se hacen, que daba igual si el Presidente se reunía con los suyos en un teatro lleno de aplausos. Otra vez volvió a estar en desacuerdo con él. Ojalá y esos hubieran sido sus desacuerdos de antes.

¿Por qué nos divorciamos? Se preguntó. Por la novia, claro. ¿Cómo se le había olvidado lo de la novia? De seguro porque a él le había ido tan mal con esa mujer tan corriente, que daba igual. Ahora ella lo sabía solo y más inerme que nadie.

Los hombres divorciados no saben a dónde comer los domingos y muchas veces no tienen en dónde cenar los jueves. Sobre todo si no les toca ver a los hijos. Se les acaban las comidas de negocios y un tedio raro les toma el día, porque lo tienen todo para ellos y no hay modo de quejarse contra nadie. Al menos ella sabía, por sus hijos, que algo así le sucedía a su marido. Hasta el fútbol lo aburría si al verlo no imaginaba que había dejado sola a su mujer por algo más entretenido que ella.

Le iba mejor cuando le tocaba llevarse a los niños. Entonces iban a comer sushi con queso Filadelfia y él les preguntaba cómo estaba su madre y ellos decían que bien y que cuándo volvería a vivir con ellos.

—Mamá, ¡los Simpson! —llamó su hija con la urgencia de los ocho años.

—Voy —dijo ella y apagó el tocadiscos.

Ya luego se sabría qué haría el Presidente, ya qué harían los diputados. Ya habría quien dijera qué estaba mal y qué bien, ya qué pasaba con la legalidad, los tambores y la bandera. Ella no escribió nada. Ella iba a ver los Simpson, a irse de pinta con sus hijos, a pintarse de risa, desinterés por la patria grande y fascinación por la pequeña patria que era su casa. Diría su amiga Margara que semejante actitud era irresponsable y vergonzosa. Ni modo. Diría el director de la página editorial que estaban frente a una fecha esencial para la Nación y que los Simpson eran propaganda gringa disfrazada de antigringa.

Que dijeran. Ella se iría de pinta, no haría ningún artículo. Homero y Bart se estaban yendo de campamento. El Presidente debería ir al Congreso. Que no, que ya estaba muy necio, decían otros. Y decía su marido. ¿Qué más daba? ¿De qué servía tener razón? Ella no quiso tener razón. Por fortuna tampoco presidencia. A Homero lo picó una abeja, la lancha se le hundió, estaban perdidos en el bosque. Sus hijos se morían de risa. Ella también.

Llamó su ex marido.

—¿En dónde estás? —le preguntó ella.

Él dijo que iba en el coche oyendo el radio, que había estado en el Congreso y que los diputados tenían dividida la tribuna en dos.

—Dile que venga a ver los Simpson —pidió su hijo de cinco años. Él vivía a tres edificios de distancia, porque no había querido irse más lejos cuando volvió de la aventura con la morena del permanente alborotado. Qué modo de ser vulgar.

No quiso perdonarlo. Y no es que ella no entendiera el desorden en que pueden caer los cónyuges de cualquier sexo, es que le costaba pensar en compartir el mismo espacio por el que había pasado la representante más conspicua de tanta vulgaridad.

Los diputados seguían de un lado unos y del otro, los otros.

—Dile que venga a ver los Simpson —volvió a pedir el hijo.

—¿Puedo ir? —le preguntó el marido al otro lado de la línea.

—Ven, claro —dijo ella.

Parecía que apenas lo había dicho y sonó el timbre. Llegó el ex marido.

Sus hijos lo invitaron a subirse a la cama. Habían hecho palomitas en el microondas. Ella tenía unos pantalones de ir a correr y el pelo desordenado y lacio sobre los ojos. Unos zapatos viejos y una camisa naranja.

—¿En dónde dejaron a Margie? —preguntó él cuando Bart y Homero caían por una cascada.

—Se quedó en su casa, pero al rato va a aparecer a rescatarlos —dijo la hija, a la que le encantaba prever desenlaces.

Ahí se estaba bien, pensó él. Quién sabe para qué se había ido tras la guerra.

Lo mandaron a reportear la guerra y se quedó en Huston con la del permanente. Los dejó el avión que iba a El Líbano. Así hacen los hombres cuando deciden irse. Quién sabe si lo deciden o se van.

Dicen que gobernar es decidir: ellos que todo lo gobiernan no deciden. Si acaso, se van. Esto a ella le pasó rápido por la cabeza y volvió a la tierra y a la cama con sus hijos y al interfecto ex cónyuge que tenían como visita.

Se hizo de noche. No habían cerrado las cortinas. Frente a la ventana, detrás de un árbol, apareció la luna. Una luz dibujó las ramas contra el cielo. Imposible imaginar mejores compañías. Él no quería irse. Ella no quiso escribir. Los niños se fueron quedando dormidos. Ellos fueron quedándose juntos. Al menos hasta el día siguiente, porque alguien, en alguna parte, por todas las razones, tenía que empezar bien el sexenio.