TODOS CANSADOS

Tenía ochenta y dos años cuando un saco naranja la detuvo frente a él seduciéndola como sólo seduce la ropa a las adolescentes. Así empezó para ella la navidad del año 2006. Andaba de compras con su hija, era el final de noviembre. Quiso tenerlo. Siempre es tiempo para vestirse de princesa. No lo dijo así, pero como nunca, lo sostuvo con su actitud. Había pasado la vida negándose las cosas para dárselas a otros. A sus hijos, ni decirlo. Primero porque eran niños, luego porque eran jóvenes, después porque la habían hecho abuela y porque el hábito de ceder la hizo ahorrativa y mesurada.

Se quedó viuda cuando era tan joven que le habría dado tiempo de casarse una o dos veces más. Pero no se le antojó volver a empezar. Había vivido en paz y guerra con un hombre de paz y guerra que tuvo a mal morirse a destiempo, dejándola con cinco hijos como cinco ruegos.

Ellos no querían sino crecer y pensar en sí mismos. No se dieron tiempo para tenerle compasión. Se habían quedado sin padre y no pensaron en lo que podía ser quedarse sin marido. Ella no los dejó pensarlo. La desolación la hizo quedarse en cama una mañana, luego se levantó a la primera misa de difuntos y de ahí a siempre no hizo sino moverse en pos de la existencia y sus azares.

En dos años había perdido a los dos amores de su vida: primero a su hermana, luego a su esposo. Volteó a ver a sus hijos y no quiso dejar de verlos para no morirse atraída por el pasado.

A los ochenta y dos años los había crecido a ellos, a sus cónyuges y a sus veinte nietos. Seguía siendo una mujer preciosa y precisa, idéntica a la luna de la noche en que compró el saco naranja como si se hubiera dado por fin el premio que merecía. Y estaba feliz. Se lo pondría en la Navidad para que la vieran sus nietos, pensó, y por lo pronto iría a la posada que hacían sus sobrinos en un rancho cercano al volcán. Desde ahí casi se tocaba la nieve y el saco naranja la cobijó toda una tarde de festejos, villancicos, piñatas y pastorela. Su nieta menor fue vestida de borrego y ella estuvo dichosa viéndola cantar bajo las orejas redondas que le habían puesto en la cabeza. Sintió que la Navidad sería generosa, pero no le dio gracias al cielo, porque ese año se había portado mal con ella. Primero enfermó a su amiga Machi, una mujer suave cuyos ojos invocaban todas las navidades, y detuvo su corazón sin dejarla llegar al mes que más le gustaba. Diciembre empezó sin ella y antes de cumplir la primera quincena había recogido a su cuñada Teresa, la mujer más buena que pudo pasar por su mundo. Nada le debía al año que tanto le debía y no encontró mejor alivio que usar, en honor de todas su pérdidas, el saco naranja que no pudo comprarse cuando era más joven.

«Mi abuelita está más fashion que nunca», dijo una de sus nietas mirándola sonreír junto a la chimenea. La noche del 24 habían cenado todos juntos en casa de su hija menor, un pavo tierno y un bacalao con jitomate y aceitunas. Uno lo bien compró su hija mayor en el restaurante de su amiga Paquita. El otro lo guisó ella en cuatro acuciosas tardes de freír y sazonar. Al mediodía del 25 volvieron a reunirse para comer, porque nada más pasa en la segunda quincena de diciembre además de comer y conversar. Había en el aire una fiesta y sobre la mesa hubo otra. Tras la comida los hijos y los nietos se habían dispersado por la casa y ella se había quedado junto a la chimenea mirando al fuego mientras sus tres hijas contaban una hilera de chismes.

Una mujer había dejado a su marido por el marido de otra y encima cuando pidió el divorcio pidió manutención. De que hay frescas, las hay. Una hermana le había quitado el marido a su hermana. Increíble. Unos concuños habían abandonado a sus cónyuges para irse a vivir juntos. Creíble. La chipileña a la que le pegaba el marido, cuya defensa había llevado la nieta mayor con riesgo incluso de su vida, había vuelto con él sin más explicaciones. En la tienda de Wiges vendían una perrita canela que estaba para comprarla. Wiges vendía de todo, desde un alfiler hasta un caballo y una de las nietas quería comprarse el caballo con el dinero que le habían dado a cambio del anillo de compromiso que su novio no había querido aceptar cuando ella le dijo que no estaba lista para casarse. Cómprate un caballo, le había dicho. Y ella iba a comprarlo y le pondría Compromiso. Hay gente buena, dijeron, y gente mala dieron fe mientras la leña ardía en la casa iluminada en mitad del campo y bajo las estrellas.

Los hijos y los yernos dieron en jugar brisca y un griterío de casino se instaló en la mesa del comedor.

Hacía ya un rato que había terminado la rifa de los regalos, un invento divertido con el que sus hijos le cambiaron la cara al intercambio navideño y lo convirtieron en un juego de dados. Ella sintió irse la rebeldía que le dieron las pérdidas del año y miró alrededor segura de que le daba gusto estar viva y bien. Tanto que su espíritu misántropo había resistido dos tertulias de treinta y varios parientes en sólo veinticuatro horas. Pensó que en su cocina se habían quedado sucios los trastes que usó para guisar la ensalada de brócoli del mediodía y de pronto le entró un cansancio de esos que duermen a los niños en el regazo de cualquier sillón, rendidos de tanto alboroto. Un cansancio que se puso a zumbar en sus oídos y se empeñaba en cerrarle los párpados.

Vio el árbol de Navidad reflejándose contra la ventana y atrás el campo iluminado por el espíritu de uno de sus incansables yernos. Se sintió parte de una danza ensimismada. A su alrededor todo eran hijos y nietos, podía decirse que ella había sido el hada de todo aquel jolgorio. Supo que la mezcla de cansancio y alegría cansa el doble.

—Sergio, vámonos —dijo llamando a su hijo menor que vivía junto a su casa y era el comprometido a llevarla de regreso.

—Una última mano —le pidió Sergio.

Ella le preguntó cuánto tardaba eso y él mintió: cinco minutos. Sus hijas siguieron platicando junto a ella, adormeciéndola con el canto de sus frases cortas. No se podía con tanta felicidad. Pasaron veinte minutos.

Era lindo su saco naranja y linda ella metida en él.

—Sergio —dijo la hermana mayor que había ido desde México—, llévate a mi mamá que está exhausta. ¿Verdad, mamá?

—Sí —dijo la madre y la fiesta se detuvo con ella diciéndola.

—¿No has estado contenta? —le preguntaron las hijas.

—Claro —dijo la madre—. Por eso quiero irme a mi cama. Para no echar a perder el día. Ya todos estamos cansados de todos.