SAL

Era sábado en la mañana, Elisa estaba en el jardín removiendo la tierra de unas macetas, empeñada en hacer que reverdecieran las flores a las que no había regado durante la semana. Mil plantas resisten seis días sin riego, pero las azaleas se ofenden con poco, así que ella estaba concentradísima en el asunto cuando su marido apareció por ahí y la miró con la serenidad de quien contempla lo infalible, pero sin poner en su voz lo que había en su mirada. A veces así se contradicen las emociones en el cuerpo. Elisa le preguntó qué le pasaba y él dijo que saldría un momento a ver no sé qué cosas. Las enumeró con enorme dedicación, pero ella no le hizo mucho caso porque creyó saber perfectamente a dónde iba y prefería no enterarse de a dónde decía que iba. Mil años de vida juntos conducen a una comprensión del otro que a veces parece idiotez, pero que muchas otras es entendimiento de que la vida dura demasiado como para resistirse a sazonar la mejor de las comidas trayendo a la casa un poco de la sal que tiene lo prohibido. Ella sabía perfectamente el sabor de esa sal y a veces lo echaba tanto de menos que le gustaba llorar para comerse las lágrimas, que algo de salado tienen.

Le tiró un beso con la mano ceniza de hurgar entre las plantas, y le deseó que le fuera bien. Quedaron de verse a la hora de la comida. Algo de grave tendría el caso de aquella sal, que su marido tenía que atenderlo esa mañana. Quienes saben del asunto, piensan que la convivencia de los sábados es decisiva para mantener la estabilidad conyugal. Es más, cuando el éxtasis de los amores alternos empieza a desvanecerse, a nadie se le ocurre usar un fin de semana para dirimir asuntos que normalmente pertenecen al tratado que va de los lunes a los viernes.

Al rato de verlo salir, Elisa dejó las macetas, regó el pasto mientras cantaba una canción de cuna y entró en la casa y a la regadera. Llevaba el sol en la cabeza, sintió un cansancio de esos que se bendicen porque auguran el gusto con que se meterá uno en la cama cuando termine el día. Durante toda la semana trabajaba en la dirección de un centro cultural. Su viernes había terminado con una cena tardía y en la madrugada, aunque la posible novia de su marido no estaría nunca al tanto, Elisa se había enlazado con él durante más de una hora de ir y venir por la cama buscando el alimento básico de sus vidas. No le faltó ni un punto de sal a semejante encuentro, así que de verdad ella tenía motivos para estar intrigada con la razón que movía a su cónyuge a la calle, en horario de fútbol, tequila y conversación.

Se vistió con un traje amarillo. Sintió el grato calor de marzo. Irían con amigos a una fonda de comida picante y tortillas saliendo del comal. Miró el reloj. Se iba haciendo tarde. A las tres y veinte su marido no había regresado y las cosas empezaron a ponerse de otro color. Semejante tardanza no podía decir sino una cosa: del otro lado había un divorcio, una viudez reciente, una soltería insoportable o las tres cosas. Quien así invade un sábado no puede estar sino sola como un perro de carnicería. ¿No tenía hijos el personaje aquel? Nada más faltaba que su marido estuviera teniendo problemas para despedirse de la conversación. Porque a Elisa no le cupo duda de que ahí no habría esa mañana sino un trozo de mal o bien tenida conversación. Tal vez algún reproche. A veces las novias se ponen reprochadoras. Con tener más de cinco amigas basta para saberlo. Nunca falta una que pase por semejante situación y quien ha vivido una situación semejante imagina de qué tamaño puede ser el lío. Quién sabe, pensó. Cortó una hoja de la libreta que había siempre en su cocina y le dejó al marido un recado para avisarle que se adelantaba.

Llegó a la fonda con las mejillas aún encendidas y un ligero temblor entre los labios. Tendría que explicar la ausencia de su cónyuge. Quería un tequila, chuparse un limón y soltar una risa larga como su espanto. Qué tal si sus amores de esa mañana habían sido una despedida, una cortesía de última hora. Qué tal si no volvía el marido aquel, si la dejaba ahí esperando, entre personas a las que juntas no podía decirles ni media palabra, porque con media tendría para arruinar la fiesta, para ponerlos a mirarla con piedad, y eso sí que le resultaría insoportable. La vida privada tiene sus delirios y sólo cada quien lleva las cuentas como se debe. Ningún grupo puede juzgar con tino los entresijos de una pareja si no está dentro de ella. Así las cosas, se bebería un tequila a la salud de su marido, que entre más ausente más presente se haría.

—Ya la están esperando —dijo el mesero que la conocía de verla tantos sábados como pueden caber en diez años de ir al mismo lugar al menos cada tres semanas.

Una mano se alzó entre las mesas y, temiendo no ser visto, su dueño levantó el cuerpo para llamar a su mujer que ahí estaba, mirándolo de lejos, asombrada de él y de sí misma.

—¿En dónde andabas, esposa? —le preguntó cuando la tuvo cerca.

—Esperándote —dijo Elisa con la sal de una lágrima a punto de brotarle.

—Quedamos que aquí —dijo el marido—. Te compré tus tijeras de podar.

—¿Mis tijeras de podar? —preguntó ella mirándolo como si hubiera vuelto del espacio infinito.

—¿Adónde fuiste?

—Te dije que a la ferretería, pero ni caso me hacías. Vives en la luna.

—Más lejos —dijo Elisa meneando la cabeza como si relinchara.

—Te pedí un tequila —acertó a decir su marido que, de pronto, había recobrado el aliento. Mientras la esperaba tuvo tiempo de imaginarla capaz de no llegar, de abandonarlo ahí mientras se iba en busca de su propia sal.

—Quiero tres —pidió ella, enamorada como nunca de las ferreterías.

Porque a un cuerpo le caben varias monogamias, pero una es más monogamia que las otras y ellos sabían eso tan bien como pregonaban lo otro.