TENTAR AL DIABLO

Una noche de junio, Claudia Cobián salió temprano a tentar al diablo con sus maromas.

Nunca fue sosegada, ni triste, ni capaz de estar ociosa más de veinte minutos. Por todo esto se había casado ya dos veces, tenía cinco hijos, un ex marido borracho y agresivo, un marido de apariencia tan apacible y dócil como aceite de oliva en una alcuza.

En herencia su madre le dejó la maestría para dibujar con la que Claudia conseguía una mitad de los gastos de su casa, diseñando y haciendo muebles. Aún era la dueña de un cuerpo alargado, con la cintura breve, pero no mucho más que las caderas. Tenía los pechos pequeños y estables, la boca con los pliegues hacia arriba, como si sonriera siempre. Tenía dos canicas azules cercadas por unas pestañas brillantes y unas cejas altas y precisas, como si toda ella estuviera pulida a mano.

Su segundo marido tenía el pelo canoso desde la adolescencia, las cejas cruzándole la frente amplia, una boca de labios delgados y la punta de la nariz buscando el cielo. Era quince años mayor que ella y desde que lo conoció era doctor en el hospital Inglés. Cardiólogo para mejor información. Era también y quizá sobre todo, un hombre bueno, para efectos padre, como ella madre, de los cinco hijos que tenían entre ambos. Dos de ella con su primer marido, dos de él con su primera mujer y una que procrearon juntos en su época de oro.

Vivieron en amores más de una década. Cuando se les acabó la euforia se habían hecho al ánimo y se entendían mil veces mejor que la mayoría de los matrimonios que los rodeaban.

Habían crecido sus hijos. La última niña tenía doce años y más actividades que un ejecutivo de empresa trasnacional. Entonces Claudia les ganó a las tardes un rato para estar sola, que disfrutó por meses haciendo planos en su estudio, mientras oía música sacra de todos los estilos: de Mozart a Manzanero, pasando por Vivaldi y Agustín Lara. Incluso volvió al piano y recuperó la destreza con que alguna vez tocó bien a Schubert.

Había en su casa dos mujeres excepcionales trabajando durante las mañanas. Una cocinaba delicias, la otra pasaba su mano de ángel por el caos en que despertaban las recámaras. Ella gastaba buena parte de sus ganancias laborales en pagarles. Ningún salario mejor compartido. Claudia nunca les dijo qué hacer y todo estaba siempre muy bien hecho. Tuvo suerte al dar con ellas. Quizá su madre había atado esos lazos desde otro mundo. Y estaban bien atados, se querían.

En las tardes cada quien vivía en su casa y algo como el Espíritu Santo en la de todas. Nadie tenía la rara sensación de estar preso de alguien.

Durante un tiempo y a pesar de la calma chicha en que según ella vivían el alma y el lacio cuerpo de su marido, Claudia estuvo casi en paz. Sólo la ponía en guerra, de vez en cuando, la evocación de otro hombre.

Lo conocía de años yendo y viniendo por los mismos rumbos, sin más rumbo que verse por azar. Otro doctor. Mismo hospital que su marido, distinta especialidad, más congresos fuera de México, menos tiempo libre, más urgencia de reconocimientos y dinero.

Como lo que se busca se encuentra, los tenía. Iba por el mundo dictando conferencias y describiendo casos de excepción para los que él había encontrado remedios de excepción. Cirujano plástico, enderezaba pechos y componía frentes como algo que no necesitaba comentarios. En cambio rehacía paladares, dedos, pies y talones con tal destreza que ni en Boston ni en Taipei, ni en Barcelona ni en Brasilia había quien se perdiera su descripción precisa de cómo trabajaba. Eugenio Menéndez. Qué complicado saberlo en el mundo. Qué triste hubiera sido no saberlo. Le gustaban sus ojos. Los ojos y la voz cuentan a una persona. El tipo era soberbio y alegre. Tenía el pelo negro y la piel de un médico que todas las mañanas contradecía sus indicaciones. Decía que el sol era malísimo, pero nunca tomó unas vacaciones a la sombra. Se reía como quien bendice al mundo nada más con verlo. A ella no podía sino fascinarla.

Imposible contar la historia de todas las conversaciones que ellos habían tenido a trozos en los últimos diecinueve años. Cuando lo conoció a él, que aún andaba soltero, ella estaba casada con su primer marido. Luego se divorció cuando él llevaba seis meses de casado y se volvió a casar cuando él tuvo a su cuarto hijo.

Toda la vida de no verse viéndose.

—Un día nos hemos de ver como se debe —le dijo él cuando se la encontró en el hospital después de la noche en que nació la única hija de ella con su segundo marido.

—Un viernes —le dijo Claudia, tomada por la luz de quien acaba de parir.

Estaba detenida en la puerta del cunero, preguntando a qué horas le llevarían a la niña. Él salía de revisar a un bebé al que le había formado un labio con el que no nació. Todavía no inventaban que en los hospitales la gente se vistiera de verde cuando operaba y de verde cuando la operaban. Él tenía una bata blanca y ella un camisón azul.

Se despidieron.

No resultó inaudito que sus hijos fueran al mismo colegio Montessori, porque sólo había uno en el norte de la ciudad. Así que ahí se encontraron a cada tanto durante los varios años que duró la primaria de los más chicos. Luego todo fue ir a las mismas bodas y a los mismos velorios, encontrarse con luz y sin almíbar, entre la dicha o la desgracia de otros. A veces les tocaba sentarse juntos en una cena grande de esas que ofrecía para quien fuera el amigo más fiestero de todos.

Entonces se decían cosas tontas y acumulaban ganas y desorden en el orden impreciso de la inmensa y al mismo tiempo pequeña ciudad en que vivían. Veinte millones de habitantes, pero cincuenta mil de conocidos y doscientos de amigos más o menos cercanos. Era igual, para efectos de encuentros y recuentos, lo mismo podían haber vivido en Avándaro. La misma vida les quedaba cerca, los mismos restoranes, las mismas playas, no más de tres puntos de vista, el mismo lío en todos los periódicos y la misma televisión con cien canales y ninguno. Siempre el viernes dormido entre los dos, como la promesa mejor tramada y más increíble de cuantas se prometan. ¿De dónde iban a creerla si era un juego, si tantos años fue y vino como el aire?

Mejor que nadie, todas estas preguntas de Claudia las conocía Teresa, la prima de su corazón, que las llevó con ella la mañana del lunes en que Claudia la acompañó a que él viera sus pechos y dijera si podía componerlos del destrozo que les había dejado un cáncer y un mal de hombre que, según ellas, fue la causa de semejante enfermedad.

Dijo él que lo del cáncer podía componerse con dos operaciones y paciencia.

Lo del mal hombre no se lo dijeron, así que no fue necesario que él diera su diagnóstico en contra de cualquiera que habiéndose encontrado a tiempo una mujer con la misma estirpe de Claudia, no la hubiera abrazado para siempre cuidándola del cáncer y del cielo.

—¿Cuánto le falta a la semana nuestra para que llegue el viernes? —le preguntó él a Claudia mientras su prima se vestía.

—Lo que tarde un desastre —le contestó ella, sabía de tanto saber que él ya vivía mitad del tiempo en México y la otra mitad en cualquier otra parte del mundo. Contenta de prometerse un viernes imposible—. ¿Qué día te vas al siguiente viaje?

Él le puso la palma de una mano en la mejilla y dijo que en cuanto consiguiera pasar por un día que por fin fuera viernes.

Se despidieron hasta entonces como parte del juego en que vivían.

Claudia corrió a comer en su casa. Eran las tres y cuarto. Pensó que su marido estaría esperándola mientras oía una parte de la ópera que habría escogido, para ese rato, la noche anterior.

Sin embargo, cuando abrió la puerta le cruzó por las narices la boruca de una música nueva. Nada más inexplicable podía haberse oído en aquella parte de la casa consagrada a la ópera del marido. Porque el rock de los hijos pasaba en los audífonos de los aparatos que se ataban al cinto y la variopinta colección suya sólo se oía en el último piso.

Aún más raro fue ver a su marido caminar hacia ella cantando algo sobre entregar su corazón en agonía. Llevaban catorce años viviendo juntos y los catorce había vivido con ellos María Callas. Por eso resultó tan notoria su ausencia repentina. Y tan extraña la irrupción en su casa de un disco con diez boleros en la voz encrespada de una muchacha ciega, que se volvió célebre en la época.

A partir de ese momento su marido oyó boleros, cantó boleros y una vivacidad como la que ella le conoció al principio se le instaló entre las cejas.

Tan drástica variante puso a Claudia confundida como nunca había estado confundida su, de suyo, confundida cabeza.

Así pasaron diez días. Él canta y canta. Ella piensa y piensa.

Era miércoles cuando un diluvio enterró a decenas de gorriones bajo el hielo y las hojas de los árboles. El caso había llegado hasta los noticiarios de la televisión. Una granizada que en media hora desbarató, con la ira inconstante de la naturaleza, el trabajo apacible y tenaz de la misma naturaleza. El lento hacer que crece los rizos de una araucaria, la pelambre de una enredadera, las cinco puntas en que termina cada hoja del liquidámbar y las cabezas todas distintas de los pájaros quedaron lastimadas con los treinta minutos que duró la tormenta.

La mañana del jueves Claudia vio llegar a su terraza a los sobrevivientes del día anterior. Su desfalco se parecía al de ella. Los vio más bravos que antes. Defendiendo su pedazo de cornisa llena de alpiste como si fueran capaces de comérsela entera. La asustó el espíritu de uno rojo que fue a pararse junto a la bandeja con las semillas y no dejó que ningún otro se allegara. Cuando alguno se atrevía a poner sus patas cerca, él daba un brinco sostenido en sus alas y lo empujaba fuera. «Este debió perder algún amor en la tormenta», pensó Claudia para justificar su condición enervada. «Lo que pasó ayer fue un desastre».

También lo que pasó esa noche. Su marido volvió tardísimo y dijo que había estado en un bar oyendo boleros. ¿Con amigos? Sí, con amigos.

Ella había oído antes esa canción, era el pretexto predilecto de su primer marido. Un bar con amigos: el perfume dulce de una joven libre, en el caso de su cónyuge, una enfermera innombrable que de seguro tenía veinte años. Pobre criatura. Así se aprende a sumar las tres letras C que pasan siempre por la vida de una mujer. «Un cabrón, un casado y un cornudo», pensó Claudia. Podría haber más: un cobarde y un cretino. Pero generalmente vienen de tres en tres. Un jovial, un jodido y un jumento pueden ser las tres jotas. Un inteligente, un indefenso y un ingrato, las tres i. Haga cada quien su letra con tres de la misma: un bendito, un bienamado, un bienvenido. Un martirio, un mujeriego, un mentiroso.

A veces vienen todos en uno solo. Se da.

El viernes a la hora de la comida volvieron los hijos de las escuelas: los dos que ella tuvo con su primer marido, los dos que su segundo marido tuvo con su primera esposa, y la hija de ambos hablando sin cesar de su primer novio.

—Va a ser el amor de toda mi vida —les dijo.

—Con ese te vas a casar —profetizó una de sus hermanas.

—No, porque dice mi tía Ana que el amor de toda tu vida es con el que no te casas —dijo la otra.

—Cuánta sabiduría en una misma comida —opinó Claudia como una ironía que no fue tal.

La niña de doce años volvió a decir que nadie había querido nunca a nadie como ella quería al niño ese a partir de la hora del recreo.

—Tu marido se va a poner celoso —le avisó a Claudia su hijo mayor—. Esta los quiere hacer abuelos. Salió a ti corregida y aumentada.

—Sí, salí a ti. ¿En dónde está mi papá? —preguntó la niña levantándose tras el postre y sus hermanos, que habían huido en busca de sus vidas adolescentes y ocupadas.

¿Su papá? Justo eso se preguntaba Claudia, segura de que los boleros habían convertido a su marido en un extraño. Llevaba cinco días sin llegar a comer, él que era metódico y puntual, que odiaba los restoranes y no se daba nunca más de dos horas entre la última consulta de la mañana y la primera de la tarde. ¿Qué andaría haciendo? Él, con quien ella se casó un día para enmendar el espanto en que vivió con su primer marido, un señor que nunca se sabía en dónde estaba, nunca a qué horas podría llegar.

Los viernes no son buenos consejeros. Los viernes y la casa vacía pueden ser un silicio. Claudia lo sintió apretarla. Entre los veinte y los cuarenta y cinco años había tenido tres tipos de amores: los públicos, los privados y los indecibles. El médico Menéndez era de los terceros. De los que raspan. Porque algo alivia el dolor que se cuenta, pero no hay remedio para el que se guarda. Eugenio, pensó ella, era un nombre para decirlo en silencio. De verdad le gustaban sus ojos. Y habían pasado dos catástrofes desde el lunes en que se despidieron.

De camino a la puerta pasó por la cocina. En la pared había un pizarrón en el que todos dejaban recados para todos, escritos con un plumón morado. Ella escribió de prisa: «Fui a oír boleros».

Como nadie, Claudia sabía que quien aprende a estar solo aprende a saber lo que quiere. Ella sabía estar sola, sabía lo que quería. Se instaló en el décimo piso de un hotel y llamó al doctor Menéndez.

—Llegó tu viernes —dijo.

—Se había tardado —le contestó él y fue a buscarla.

Ella volvió a su casa muy tarde, cantando despacito «me sobra mucho, pero mucho, corazón». Había tentado al diablo y no se arrepentía de sus maromas.

A la mañana siguiente bajó a desayunar con un vestido claro, unas ojeras resplandecientes y una música por dentro. Su marido la miró como si oyera una opera mezclada con boleros. Los desórdenes a veces enmiendan el desorden. Nada como dar guerra para encontrar la paz, pensó Claudia mientras bebía despacio su primer café de la posguerra.