SABINA, DE TODOS MODOS
A veces él sentía que su familia lo miraba vivir con un interés menos natural que el de siempre.
Así fue aquella semana en que el destino lo hizo volver a la contemplación de la mujer delgada y tímida, de pechos firmes y sentimientos vacilantes, en que se había convertido su novia de la infancia, su ya indescifrable novia de la adolescencia, su viajera, remota y omnipresente novia de todos los días.
Durante los últimos diez años, ella había ido y venido por el país y el mundo, con sus ojos azules, según le iba viniendo en gana o le iba dictando la brújula inconstante que la guiaba.
Él había empezado a quererla en quinto de primaria y la había perdido por primera vez cuando entraron a la secundaria y ella se fue con sus padres a vivir en provincia. Terminaron la escuela y nunca dejó de pensarla durante cada uno de los años en que sólo la veía llegar para irse tras dos días milagrosos, decir adiós antes de cosechar siquiera lo que sembraba con su paso. Se sabe que así hacen las golondrinas, quizás había que entenderla como tal, dejarla ir y volver mientras él tejía su vida viéndola a ratos como a una especie con alas que puede encantar cuando cruza el aire y que sin más desaparece.
De todos modos él la recordaba dándole la mano al andar por el tronco que cruzaba un arroyo. Se recordaba cargándola en el corredor iluminado de su casa pequeña. La recordaba durante la clase de geografía pasándole un papel doblado en dos que por fuera ordenaba: no lo abras hasta la salida.
Dentro leyó una pregunta manuscrita con su caligrafía inminente. Guardó el papel bajo su almohada y decidió que al despertar, como si nunca hubiera leído letra alguna, él haría de regreso la pregunta que según se mal sabe hacen antes los hombres que las mujeres.
Sabina, la niña de ojos vivaces y lengua inquieta dijo que sí y él salió al patio con las manos en las bolsas del pantalón y el ánimo encendido. De ahí en luego todos sus buenos sueños pasaron por ella.
Así, como creemos que sólo les sucede a las mujeres, con ese encanto y esa docilidad, él se enamoró de ella según parecía para toda la vida, aunque la vida de ambos caminara de modo tan distinto. Ella tenía una religión, él ninguna, ella era judía primero y mexicana después, él era incrédulo primero, mexicano después y taciturno casi siempre. A él le gustaba el campo, a ella los aviones. Ella se sabía preciosa, él se creía feo. Ella no tenía rumbo, pero eso le resultaba natural y hasta divertido. Él no encontraba el rumbo, pero eso lo afligía tanto como su amor desencantado. Él se enamoró otras veces, pero nunca se lo dijo a ella ninguna de las veces en que se la encontró al paso o por decisión de sus pasos. Ella se hizo de novios que adoraba o dejaba según se le ocurría y siempre se encargó de decírselo a él en cuanto lo veía. Conclusión: ese amor era como el canto de José Alfredo Jiménez: necio, nostálgico y emborrachador. Y como las canciones de José Alfredo tenía varias palomas que sólo eran una. A decir de su hermana una calamidad, a pensar de su madre un sin remedio, en resumen de su padre un jeroglífico cuya sola memoria le hacía daño y del que le convenía huir cuanto antes mejor. Los tres tenían razón, pero nada ganaba él con oírlos el domingo que siguió a la última semana de fiebre y encantos en que ella lo hizo creer, como casi nunca, eso de que las maravillas hay que beberlas íntegras cuando están cerca.
Se habían encontrado en un bar de Cholula, bajo el cerro escondido tras los volcanes y la luna menguante, al que los dos llegaron, por azar, como se llega a los mejores sitios. Al menos eso creyó él durante esos días en que dejó a un lado la lucidez y el futuro, clavado en lo que a su sentir duró un instante. ¿Qué hacía ella estudiando en Puebla y cómo era que él había decidido mudarse allá cuando la Ciudad de México se le hizo intolerable? Quién sabía, pero todo era como para creer en el destino. Hasta él, que estaba tan seguro de que todo es casual, se preguntaba a ratos quién sabía. Nunca se sintió tan en vilo, nunca tuvo tan clara la causa. Por eso cuando la oyó decir que entraría a estudiar quién sabe qué en quién sabía dónde no quiso saber más, puso en su cara un gesto que hablaba solo y que toda la familia descifró en un instante cuando lo vio entrar en su casa de México.
—Se va a ir otra vez —dijo la madre el viernes en la noche.
—Es una mujer calamidad —dijo su hermana el sábado en el desayuno.
—No es calamidad —alegó él—. Es andariega.
—Por eso es calamidad, porque se va —dijo Inés, que tenía experiencia en ella. Era de esas amigas que cuando entran iluminan el aire y de repente desaparecen sin pensar en que alguien podría quedarse a oscuras. No llamaba jamás, no escribía nunca, y así la habían aceptado sus compañeras de la primaria, como alguien tan querido como debía ser prescindible. Cuando se iba no les pasaba nada sino la memoria de su risa a ratos. Pero a su hermano le pasaba todo y eso a Inés la enojaba todo.
—Siempre que se va vuelve —dijo él.
—Hasta que se quede en Marruecos o en Beirut, en Kenia o en Tandamandaco —dijo Inés—. No te quiere para marido, porque no sabe querer a nadie que la quiera. Por eso es calamidad, no porque lo sea.
—No es una calamidad —dijo él y se levantó de la mesa del desayuno pensando que tenía razón su hermana, pero que él primero muerto que criticar a la golondrina de ojos claros, a la prohibida mezcla de Sefaradita y Ashkenazi que era Sabina Masri Goldberg, al huidizo amor de su primera vida.
El domingo la familia lo vio irse a la Universidad y su madre, que era cursi, lamentó que él no le hubiera dado un beso. Luego volvieron a hablar de Sabina con el amor contradicho que provocaba en toda la familia, porque tenía razón él: era una mujer adorable.
—Ya volverá —dijo la mamá, que era fantasiosa y romántica como pianista del siglo XIX.
—Nunca se sabe —dijo Inés, que en el fondo no quería otra cosa que verla de regreso.
—Ustedes dos dejen de opinar como si alguien les preguntara —dijo el padre, que lo único que hacía en la vida era opinar aunque nadie le preguntara—. Él sabrá qué hace.
Y en efecto, él supo lo que hizo. Volvió a buscar a Sabina como a su propia piedra filosofal. La encontró en el jardín de la Universidad con su sonrisa tibia y sus manos largas.
—Ya me voy —dijo al verlo acercarse.
—Me imaginé —contestó él sin preguntarle a dónde. No tenía caso. Cuando ella se iba tomaba un camino detrás del otro, errante como habían sido sus remotos antepasados. Y no había remedio. Sacó una cajita de la bolsa de su chamarra y se la extendió.
Dentro de ella encontró una cadena larga de la que colgaba una brújula que en la cara de atrás tenía grabado un jeroglífico.
—Para que no te pierdas —dijo él.
—Siempre regreso.
—Porque te trae el azar, no el deseo.
—¿Qué sabes tú? —le dijo ella jalando hacia su boca la brújula que ya se había colgado.
—Sé todo de ti —dijo él.
—Entonces sabes que regreso —contestó ella abrazándolo con la dejadez implacable de sus brazos.