LO COMPADEZCO
El marido de su madre fue un cabrón de tal tamaño que Aurora no alcanzó a quererlo nunca bien a bien. Aunque fuera su padre.
Cuando ella era niña, él trabajaba de noche y dormía en el día. Así el horario, pobre de aquel entre sus hijos que hiciera un ruido durante las ocho horas de luz en que él dormía. Porque, como si saliera de un mundo en llamas, el padre se levantaba de un brinco y los dejaba a todos en el espanto frente a la decisión de convertirse en delatores o en golpeados.
«¿Quién habló? ¿Quién fue el hijo de la chingada cabrón chamaco que me despertó?», decía y se iba contra el primero que le pasaba cerca.
Su papá les pegaba por casi todo, y se consideraba un buen padre porque vivía en su casa, no como otros.
Él había crecido sin padres, golpeado por todo lo que hiciera o dejara de hacer y por todos los adultos con los que se encontró para su bien y su mal. Él había crecido sin que alguien trabajara para darle de comer, solo hasta que pudo hacerse de las cuatro paredes y el techo bajo el que vivía con su mujer y sus hijos.
Ninguna de estas desgracias eran para Aurora razón suficiente para que su padre fuera como fue. Ella sabía que por más de lo mismo había pasado su madre: huérfana de unos padres que murieron durante la peste de 1915 y a los que se llevaron de su casa, muertos y juntos, en la carreta que pasaba por los cadáveres a las casas como quien pasaba por la basura. Los padres de su madre también la dejaron sola, ella los había visto irse a la morgue hinchados, tiesos y con la piel acartonada, mientras la única tía que le quedó a ella en el mundo le decía como gran consuelo: «Así es, hija, qué le vamos a hacer, los que se mueren se mueren, los que quedamos nos quedamos. Es así, según le toque a uno».
Su madre creció tan huérfana y tan pobre como su padre, pero eso no le concedió nunca a su cabeza el permiso de golpear a sus hijos, sino que le ofreció la certidumbre de que tenerlos era una fortuna.
Tal vez por eso quiso tanto al hombre que se los dio y no lo mandó nunca al demonio a pesar de que a ratos parecía endemoniado. Santa o tonta. Así era y así la quiso Aurora sin por eso dejar de juzgarla más tonta que santa y mal querida que mal juzgada.
En cambio su padre. Su padre era borracho y también mujeriego. Su padre era de todo lo que un hombre cabal debía ser según el buen juicio de sus compañeros de cantina. Aurora tenía sólo tres hermanos, en unas épocas en que había pocas familias con menos de siete hijos. Ellos fueron cuatro, pero de los cuatro sólo Aurora pasó por el disgusto de descubrir una tarde, al prenderse las luces del cine, que el señor que le había estorbado juntando su cabeza a la de una adolescente para darle de besos, era su padre. Ella lo miró de reojo, lo miró sonreírle a esa chamaca a la que le daba a lamer una paleta, como si fuera su niña, y ahí mismo acabó de juntar el enojo que le faltaba juntar para no quererlo.
Ya lo vería ella ser un viejo jodido y no iba a darle un sorbo de té aunque se lo pidiera a gritos, pensó.
Sin embargo, hay maridos afortunados hasta para eso. La madre de Aurora estuvo enferma sólo dos semanas antes de morirse. No había conocido jamás una enfermedad y, por eso, cuando vio llegar una, diagnosticó que llegaba para matarla. Y tuvo toda la razón.
Desde el primer día en que sintió cerca la muerte, ella empezó a pedirle a Aurora un único favor: «No dejes nunca a tu padre en la calle, no lo abandones, no lo maltrates, cuídalo, mira que ya sufrió mucho, mira que lo quiero mucho, prométemelo y déjame ir en paz sabiendo que te harás cargo de él con la misma fuerza con que te has hecho cargo de ti».
Era una buena súplica, para entonces Aurora se había convertido en una mujer capaz de mantenerse, de saber quién era, para qué servía en la vida, qué quería hacer con ella y con su corazón, sus virtudes, su desventura y sus venturas. Había conseguido enmendar sus recelos, crecer a sus hijos, coincidir con un marido común y suavizar, con sus manos de artista, las conmociones de todo aquel que caía en uno de los masajes de acupuntura con los dedos que ella daba para vivir y para revivir a quien los necesitara.
—¿Tanto así quieres a tu cabrón marido? ¿Tanto como para pedirme que cargue con él el resto de sus días y que lo consecuente como si yo fuera tú? ¿Más que a mí lo quieres? —le preguntó a su madre.
—No, no lo quiero más, pero lo compadezco más que a ti —dijo ella.
Aurora no comprendió entonces por qué había que compadecer a un animal como ese y por qué tenía su madre que pedirle con tal enjundia que lo cuidara como si se lo mereciera. Pero qué le iba a hacer, le juró hacerse cargo y cargo sigue haciéndose del padre que cumplió hace poco noventa y cinco años y que no tiene para cuándo dejar de dar guerra.
Tanto así lo quería su madre. Ella no, ella lo consecuenta porque tanto así quiso a su madre. Lo procura, le da de comer, se encarga de comprarle las medicinas, de darle techo y de arrimar su silla para que el sol le pegue, durante las mañanas, a lo poco que queda del tipo brusco y agrio cerca del cual creció.
«Pobre hombre, viviendo de amargura y resabios. ¿Quién lo va a querer?», pregunta Aurora casi al mismo tiempo en que responde. «Yo le hago la caridad y cada noche, cuando apago la luz del cuarto en que se duerme, le digo a mi madre que en gloria ande porque no merece nada menos que la gloria: Ahí está. No me puedes decir que no está bien cuidado tu viejo».
Hace unos días le acercó la taza de leche y él le dio las gracias por primera vez en la vida. Las gracias oyó Aurora y sintió que algo en el cielo le hacía algo de justicia, pero no pudo responder: «Por nada».
«Dele usted las gracias a mi mamá», dijo.
Y apagó la luz y lo compadeció.