EN EL PARQUE
Cuando Isabel Covarrubias, una mujer clara como las tardes en septiembre, se enteró de que su marido tenía una novia cursi, con el aspecto de una monja laica y el discurso de una intelectual de banqueta, le entró una tristeza de amanecer lloviendo. Sentía el alma húmeda, oliéndole feo del coraje, con una trabazón en la mandíbula y ganas de arrancarse a correr hasta convertirse en el polvo de sus pasos. Tenía mezclada la rabia con una rabieta. No sabía qué hacer. Se sentía vieja como para armar un escándalo, razonable como para emprender una discusión, inteligente como para llorar por lo sin remedio.
Llamó a su amigo Luis, único hombre capaz de reconocer en los regateos del ánimo algo menos importante que una crisis política en la república desgobernada que vivían. Eran amigos de media vida y en la media vida de ambos ya cabían entonces casi treinta años de fortuna y descalabros.
—¿Qué te parece? —preguntó Isabel después de colocar en los oídos de Luis un altero de datos que él no hubiera necesitado porque sabía bien quién era la mujer y cuál el caso—. Tiene lógica, ¿verdad?, que un hombre a punto de cumplir los sesenta esté feliz con la admiración de una simple, doce años menos vieja, que lo hace creerse sucedáneo del rey sol —dijo ella tratando de razonar.
—Todos los hombres son unos fatuos —concluyó Luis.
—Entonces ¿por qué te gustan? —le preguntó Isabel.
—Porque aunque ni mi mamá lo crea, aunque no lo crea ni el hombre de mi vida, que siempre anda diciendo que a él no le gustan los maricones sino los hombres, que por eso le gustaba estar conmigo, yo debajo de la piel tengo una idiota como tú.
Isabel le preguntó qué tan idiota la creía y él dijo que mucho, pero no tanto como su marido.
—No puedo creer —aseguró con el tono de comadre que podía encontrar el momento preciso— que se abrace con una mujer que tiene las nalgas como recién pateadas, es pesada como si de plomo fuera, aburrida como misa de siete y mal vestida como monja que va al centro.
La descripción de semejantes atributos consoló el ánimo de Isabel. Lo del «se abrace» le gustó menos, pero la divirtió coincidir en que la cuarentona no era guapa ni simpática, ni de chiste tan genial como se creía. Sin embargo estaba loca de amor por él y lo veía divino y le decía, mañana y tarde, cuán divino era para sus ojos.
—Eso le da cuerda a cualquiera y a cierta edad con eso basta para adorar a quien sea —dijo.
—Seguro ya lo convenció de que su aliento es imprescindible sobre la faz del planeta —imaginó Luis—. La verdad es que nosotros podríamos esforzarnos y soltar elogios a diestra y siniestra. Siquiera a ratos quitarles el principio de realidad. Y encelarnos. ¿Qué tal una escena de celos? Esas les encantan. ¿Cómo no me voy a encelar si el mundo entero quiere coger contigo cada vez que te mira? Decir eso siempre resulta un éxito.
—Te oigo muy cerca del tema —le dijo Isabel, que para el momento había recuperado el ímpetu y la sensación de que nada es para tanto.
—Estoy empapado en el asunto. El Mapache lleva dos meses en Acapulco y no le veo trazas de regresar. Se fue tras un chavito que pone discos. Figúrate. Y ahora resulta que eso se considera artístico. No se va uno a cansar de vivir descubriendo artes. Yo me lo he pasado poniendo discos y todo se me ocurrió menos que uno pudiera vivir de eso y encima llamarse artista. Yo que no tuve mejor idea que estudiar ingeniería.
—Tú eres artista —le dijo Isabel, que vivía admirando la habilidad con que su amigo era capaz de hacer los cálculos para construir presas.
—Ni la profesión tengo de gay. Lo único gay que tengo es la preferencia. «Gay»: ¡qué palabra! Gay está bien para uno que pone discos. ¿Yo qué? Yo ni a calificativo llego. ¿Homo? ¿Qué te parece «homo»? Sé de mejores mamadas que esa —dijo para cerrar su cavilación.
Todo había pensado Isabel menos que al ir en busca de consuelo terminaría consolando.
—¿Y cuántos años tiene el pone discos? —preguntó.
—Veinte o veintitrés. Da igual, acaba de nacer y yo soy un anciano. En seis meses saco mi credencial y me dejan entrar en el jardín de la tercera edad en Chapultepec. Además parezco una foca. Y no pienso ponerme a dieta. Ya no estoy en edad de pesar la carne que me comeré. Mucho menos las papas. ¿Cómo va uno a vivir sin papas? ¿Y correr? ¿Correr adónde? El artista del disco corre en las mañanas, va a nadar en las tardes, al gimnasio en las noches. Y no bebe más que agua. Tiene bíceps y tríceps. Usa playeras de licra y sandalias. Un espanto. No sé ni cómo el Mapache se atreve a desvestirse frente a él.
—Se atreven a todo.
—Pues qué flojera. Por mí que el Mapache se vaya a donde lo lleven sus antojos. Yo lo estoy mandando ahorita mismo a la chingada.
—¿Y de qué va a vivir el Mapache si hace veinte años que lo mantienes como a una princesa? ¿El juega discos le va a comprar trajes de Hermenegildo Zegna y va a pagar sus compras de comida orgánica?
—Le voy a dar una pensión —dijo el ingeniero.
Isabel se rascó la frente y abrió la boca como hacen los títeres. ¡Increíble! Igual que si fuera un marido de los de antes.
—Estás loco —respingó—. Si no es ningún chiquito. Es un cuarentón desvergonzado. Tiene la edad de la novia de mi marido. Y esa siquiera trabaja.
—Pero el Mapache es un inútil para ganar dinero y así lo hice yo. Lleva quince años metido en la casa, leyendo revistas, jugando Nintendo como un niño, cocinando pastas y horneando pasteles. Eso quise yo, una esposa dócil con aspecto de hombre que me quisiera como si fuera yo su marido. Y la verdad es que supo ser guapo y cordial y simpático y bien educado durante mucho tiempo. No se puede pretender todo.
—Él es el que no puede pretender todo. No lo mantengas, que se haga útil. Estás loco de atar.
—Ya no. Vieras que ya no. Estuve loco por él, pero ahora, por consejo de Wilde, estoy iniciando un romance conmigo mismo. Romance completo, hasta sexual.
—No me cuentes —sonrió Isabel. Acababa de sacar de su bolsa una polvera con espejito y un tubo de labios. Se miró en el espejo y guardó todo sin usarlo—. Yo nunca me he gustado suficiente.
—Empieza, mi chula. Estamos muy a tiempo. Los pasados veinte años se nos hicieron cortos, pero los próximos veinte pueden volverse eternos en mala compañía. Y uno cuando no se quiere, es muy mala compañía —dijo el ingeniero.
—¿Cuántos libros de autoayuda has leído últimamente? —le preguntó Isabel subiendo las piernas al sillón blanco que el Mapache, en su condición de ama de casa, cuidaba como si fuera una escultura. Ella nunca se hubiera tumbado así en su presencia. Tampoco en presencia de su marido. Pensó que se estaba bien sin ellos—. Qué bonita es tu casa —dijo.
—Te invito a vivir aquí. Aunque sólo tengo una cama.
—No te convengo. Ni cocino ni horneo ni soy hombre. Eso sí, no tendrías que pasarme pensión porque gano el dinero que gasto. Soy productiva como un buen marido. Y pago todo lo que me compro.
—Ya lo sé. Si la única que no cree en sus cualidades eres tú.
—Hoy porque ando achicopalada, pero tengo días muy buenos. Ya volverán —dijo Isabel sonriendo con la melancolía de una jirafa—. Cuarentones de mierda: tu novio y la novia de mi marido. Hacerlo a uno sentirse viejo. Ni que tuvieran veinte años.
—Si tuvieran veinte años valdrían la pena —dijo Luis quitándose los zapatos y mirando a su alrededor. El parque estaba abajo y atardecía el viernes. Su departamento olía a un aire claro. En aras de su amor por el Mapache, que era alérgico y fóbico, Luis había dejado de fumar cinco años antes. Isabel dijo que aunque sólo fuera por eso había valido la pena el paso de aquel necio por la vida de su amigo.
—El pone discos fuma como loco —dijo Luis—. Cuando el Mapache regresaba de verlo, porque tuvo tiempos de infidelidad clandestina, olía a junta en el Casino Asturiano. Hasta las alergias se le olvidaron. Un día le dije: «Tus amigos de la comida de los lunes están fumando como el vaquero de Marlboro». Y él se dio el lujo de lanzarse una crítica sobre lo desconsiderados que podían ser los fumadores y lo mucho que sufría tolerándolos.
—¡Qué fresco ese Mapache! ¿Y cómo conoció al pone discos?
—Dizque por Internet. ¿Tú crees eso?
—Ya todo creo. ¿Hace cuánto tiempo que conocemos a Maruja Lavanda? Y a mí ni por la frente se me había pasado que podía gustarle a mi marido —dijo Isabel.
—Se oye imposible. A lo mejor te engañaron. ¿Quién te lo dijo?
—Nunca falta la gente díscola. Me llegó un correo con dos ejemplos de los mensajes que se cruzan.
—¿Quién te lo mandó?
—Anónimo@hotmail. Yo creo que el marido de ella. O su secretaria.
Lo sabía todo el mundo en la ciudad enorme que para efectos del chisme es pequeña: el marido de la cuarentona, que era una marisabidilla de dar flojera, tenía dos hijos con su secretaria, porque a ratos le urgía departir con alguien que lo dejara andar en pantuflas mentales. Y era un cretino. Así las cosas Isabel pensó que cuando ella entraba en amores con su marido, que a su vez hacía circo con la cuarentona, había entre ellos algo que pasaba incluso por el cretino y su secretaria.
—¿Todo eso te lo dijeron por el correo? Estás tú más cibernética que el Mapache. Él se consiguió un novio y tú una novela.
—Un culebrón. Y ahora el tiempo que voy a necesitar para que se me olvide lo que me contaron. Por desmemoriada que pueda yo ser, no se me olvida. Bien dicen mis hijos que uno debe borrar todos los mensajes con remitente desconocido. Pero ¿a quién le dan chisme que llore? Asomé la nariz y el tufo me llegó hasta el culo —dijo Isabel perdiendo por fin la compostura al recordar los aires de grandeza que se leían en esos mensajes. Un romance mediocre tamizado de milagros por su calidad de imposible. Ella conocía el asunto como la palma de su mano. ¿Quién conoce bien la palma de su mano? Pero algo sabía del tema, eso seguro. No les iba a dar la oportunidad de engolosinarse con la prohibición. Que se fueran los dos al carajo junto con el Mapache y el pone discos.
—Tienes razón —dijo Luis—. Que se vayan a donde quieran y nosotros vámonos al lado opuesto, por lo menos durante el fin de semana.
Isabel volvió a su casa a hacer un equipaje corto y el ingeniero echó en su maleta dos pantalones y tres camisas. Salieron rumbo al aeropuerto para tomar un avión a Playa del Carmen. La verdad era que ambos se morían por llorar, pero ambos fingían tal fortaleza que ninguno se atrevió a empezar primero. Isabel tenía muy claro que si se dejaba ir por el rumbo de las lágrimas echaría a perder los dos días de sol y distancia.
Para cuando su marido regresó en la noche pensando en cenar rico y cobijarse bajo el amparo de su espalda, encontró en su almohada un recado diciéndole: «Quédale un rato en paz, que la guerra no va a depender de mí».
Durante dos días Isabel y Luis continuaron su laboriosa conversación. Les gustaba desayunar tarde, no comer al mediodía y cenar temprano. Les gustaba el sol, el atardecer, el ceviche y el horizonte. Al principio del viaje solían caer en nostalgias, pero nunca los dos al mismo tiempo. Así que cuando a uno se le encendía el encono, ahí estaba el otro para ayudarlo a justificar el disgusto que libraban negándose al intercambio de fluidos con gente extraña. Porque aunque los recién entrados socios bajo las sábanas de sus maridos fueran para ellos íntimos como la misma intimidad, para Isabel y Luis no había extraños más extraños. Así que mientras sus cónyuges anduvieran de promiscuos, cosa de la que eran muy libres porque ya no están los tiempos como para negarle a nadie su derecho a la promiscuidad, ellos se bañarían en otra parte. Ya verían luego qué trato darle al asunto.
Volvieron a la ciudad purificados por la risa y con una decisión: rentar un departamento más grande que el de Luis, con vista a las copas de los árboles y a las luces de los edificios perdidos contra el amanecer. Dos cosas a las que les temía el Mapache, las alturas y el espacio abierto, entraron en la vida del ingeniero con la rotunda decisión de Isabel. Piso catorce y vista al parque y el vacío.
Lo arreglaron como cofre de plata pero lo desordenaban a placer los fines de semanas que podían pasar encerrados viendo películas y leyéndose el café. Luis leía el café con profundo desatino y gran contundencia. Según él enseñó a Isabel, pero la verdad es que para su asombro ella tenía tanta imaginación como su amigo y un rato más largo de intuiciones. Bajo la ley de semejantes atributos para mentir con acierto, los amigos llegaron a visitarlos el sábado y el domingo haciendo unas tertulias que nunca tenían final antes de las tres de la mañana. Por la ciudad empezó a correr el chisme de que había entre ellos un romance que los tenía abrazados hasta el amanecer y mirándose a los ojos como si les urgiera adivinarse el pensamiento. Habían pasado tres meses desde que volvieron de aquel fin de semana y, con toda la falsedad de que somos capaces los distinguidos con el afán de rendirle culto a las actitudes civilizadas, les habían comunicado a sus cónyuges cuánto los querían y por lo mismo cuán afanosos estaban de concederles libertad para querer a quien quisieran.
El Mapache respondió una carta lacónica diciendo que agradecía la concesión y que había recibido sus discos, sus seis calzones y su computadora, únicas pertenencias realmente suyas que había dejado en casa de Luis. El marido de Isabel la miró condescendiente y la vio irse con la certidumbre de que volvería pronto, como vuelven siempre las madres cuando quieren a sus hijos. Disimuló bien cuánto la extrañaría y de qué modo empezaba a aburrirlo la devoción enmielada de su cuarentona que en cuanto había visto el hueco había pedido que él se mudara a vivir con ella, cosa que a él le parecía la idea más delirante que podía ocurrírsele a quien fuera. Para casas, la suya y como su recámara, ninguna. De ahí no iba a sacarlo nadie nunca, ahí se quedaría a esperar a que Isabel entrara en razón.
Pasó el tiempo sin treguas, divertido. Isabel y Luis no se portaban así desde que iban en la prepa. Fuera de las horas de trabajo todo era andar de un retozo a una carcajada. Les gustó vivir juntos y dejar que el rumor de sus amores corriera por el parque y sus alrededores.
En diciembre, los hijos de Isabel —una joven de temple cuerdo y cariñoso que vivía fuera del país estudiando la maestría en física, y un muchacho que hizo del mar su rumbo y vivía en Cancún, dichoso, con las ganancias leves pero seguras de una escuela de buceo que le daba toda la libertad del mundo— volvieron a México a pasar la Navidad con su papás. Isabel acordó con su marido que ella se haría cargo de ir sacando los arreglos y los focos, comprar el árbol y hasta poner un nacimiento, además de organizar la cena y las comidas de esos días. El 15 de diciembre todo ahí eran brillos de fin de año. El padre de los hijos de Isabel volvió a sentir que ahí tenía un hogar y dio por seguro que a ella se le había pasado el berrinche y que estaría de regreso en su cama más tarde de lo que él había imaginado, pero al fin y al cabo de regreso y para siempre.
—Su madre salió por unas compras, pero no tarda —les dijo a sus hijos cuando entraron uno a las cinco y la otra a las seis cargando más maletas que una caravana.
Como a las siete y media de esa noche llegó Isabel con el pavo y una paz de pan dulce. Abrazó a cada hijo largamente. Luego llegaron los familiares de un lado y de otro. Tuvieron una cena vasta y concurrida como las de cada año. Y no se dijo nada, nadie preguntó nada y todo el mundo estuvo de acuerdo en lo bien que se estaba frente a esa chimenea, bajo esa casa. Cuando se despidieron, con miles de besos y no quedó nadie sino ellos cuatro, la hija de Isabel la miró como reconociéndola:
—Te sienta bien vivir fuera —le dijo para sorpresa del marido.
—¿De dónde sacas que vive fuera? —preguntó su padre. No sabía él que sus hijos estaban al tanto de que Isabel vivía con Luis desde julio. Creyó siempre que ella, como él, había tenido lo que él consideró la cortesía de no decirles nada. Luego pensó que hasta en eso acertaba ella y no él. Su hija le respondió que esa tarde había comido con ellos en su nueva casa, y el hijo intervino contando que los había visto en Playa del Carmen dos veces en los últimos treinta días.
—Dichosos ustedes —dijo el marido con la nostalgia de sus hombros a cuestas—. Yo la extraño como un perro.
—Pídele que regrese.
—Todos los días la llamo y se lo ruego, pero todos los días dice que está bien donde está y no quiere volver.
—¿Mamá? —preguntó su hijo.
—¿Hijo? —le respondió Isabel y ambos se echaron a reír.
—Hace meses que la sopa me sabe a zapato —se quejo el padre.
—Papá —murmuró la hija mirándolo con un cariño de pingüina.
—Hija —le respondió su padre con un guiño—. Pídele que me tire un hueso.
—Tírale un hueso, madre —dijo la hija riéndose.
—Me puedo quedar hoy en la noche —contestó Isabel, que había acordado con Luis en ausentarse porque el Mapache volvería también un rato por esos días.
—Quédate para siempre —le pidió el marido.
—Me quedo hoy en la noche —dijo Isabel y extendió su mano hasta la de él como si fuera la de un niño perdido.
Tenía cincuenta años y tres semanas, la divertía estar de nuevo curiosa con el cómo de una noche en cama ajena. Se lo confesó a su marido.
—Pero si esta es tu cama —le dijo él.
—No, mi vida —dijo Isabel—. Esta es tu cama y yo estoy de visita.
Pasaron siete comidas, algunas cenas de manteles largos y varias de pan con aceite de oliva. Sus hijos se fueron el primer lunes del año y dos días después Isabel volvió a su oficina y a su casa en el parque. Luis la recibió como si llevara veinte años sin verla.
—¿Cómo estás, mi vida? —le preguntó Isabel.
—Bien, mi amor —le dijo Luis, que había vuelto bronceado de Acapulco, en donde pasó el fin de año devolviéndole al Mapache la visita de la Navidad.
—La paz sea con nosotros —dijo Isabel—. Hemos acordado un divorcio sin pleitos.
—Y con nuestros espíritus —le respondió Luis.
La vida volvió a correr con sus idas y venidas. El parque floreció de jacarandas, luego empezaron las lluvias y el tránsito insistió en ser denso como en las peores épocas. El gobierno de la ciudad había decidido construir un segundo piso sobre el periférico y había litigios en los periódicos y caos en las avenidas. Un día, regresando del trabajo en mitad de ese lío que era la ciudad cuando no daba treguas, el ex marido de Isabel la llamó desde el teléfono móvil.
—¿Qué pasó, mi vida? —le respondió ella al contestar.
—A todo el mundo le dices «mi vida» —reprochó el marido.
—A todo mi mundo —dijo Isabel, que llamaba mi vida a sus hijos, a su madre, a sus hermanos, a sus amigos, a Luis. Porque su vida estaba hecha de todas esas vidas y todas esas vidas eran su vida.
—¿Todavía tengo lugar en tu mundo? —le pregunto el marido.
—Claro —dijo ella—. No estoy yo para restar a estas alturas.
Con el tiempo había llegado a creer que tal vez tenía razón la madre de Luis cuando les decía que la infidelidad sexual se quita con un buen baño. Una vez perdido el ingrato papel de esposa engañada, tras un divorcio breve y sin muchas discusiones, no encontraba razón ni deseo para negarse a tratar con su ex cónyuge.
—¿Entonces? —le preguntó su ex marido que, después de muchas vueltas, estaba entendiéndola—. ¿Cómo ves si te vuelves mi amante?
—Veo bien —le dijo Isabel y lo invitó a dormir esa noche en el parque.
Al día siguiente se dijeron adiós con las mieles del amor imposible y esa misma tarde empezaron a escribirse lo que Luis consideraba las cartas más indecentes que han cabido en un buzón electrónico. Y de ahí en luego, todos felices. Pero cada quien en su casa.