MEDIA NARANJA

Después de mucho buscar marido, Dolores dio con una mujer de ojos almendrados.

No se le había ocurrido antes que su dificultad para lidiar con el sexo opuesto fuera que no estaba hecha para dormir con ninguno de los poseedores de semejante cualidad.

Los hombres nunca le provocaron entusiasmo, pero como es la costumbre buscar marido entre ellos, al principio se propuso intentarlo. Con el tiempo se le hizo fama de imposible y la verdad es que lo era. De muy joven tuvo mil pretendientes, porque los provocaba la hilaridad con que sonreía, la perfección de sus piernas y la bravura de su voz incapaz de reticencias. Pero con ninguno quiso pasar más allá de la puerta, cuando por fin conseguía que la regresaran a su casa. Los señores no eran su género predilecto, pero en el aire no estaba que las alianzas de una mujer pudieran darse con alguien que no tuviera algo colgando entre las piernas.

Se volvió directora de teatro y tenía un éxito tan grande como el que era posible tener en México haciendo semejante trabajo. Cuando se ponía culta ganaba poco, cuando hacía producciones musicales o coreografías para televisión le iba bien. De todo hizo.

Menos la de encontrar marido, se le había dado cualquier actividad.

Era una lectora voraz. Tanto y tan necia resultó su pasión por los libros que se fue volviendo especialista en librerías de viejo y era la mejor clienta de un hombre que para 1971 se había convertido en el más confiable buscador de reliquias.

Los lunes, antes de ir a comer con Amanda, su amiga Amanda, una mujer que cantaba con las mismas entrañas que tenía siempre enamoradas del mismo necio, pasaba por la tienda de libros en el centro de la ciudad.

Ahí conoció a Mariana y ahí mismo se le antojó besarla de un modo que no fuera el dócil besarse que tienen las mujeres entre sí.

Tenía como veinte años, estudiaba Historia y completaba para vivir repartiendo, en motocicleta, los libros que la gente le encargaba a Polo, que lo mismo vendía un roto que un descosido, lo mismo un libro de filosofía china que uno de cocina turca.

La mañana en que Dolores dio con sus hombros, al entrar en la librería, ella estaba recargada en el mostrador espiando los paquetes que Polo le había preparado.

Dolores vio sus caderas de galgo, respingadas bajo los pantalones de mezclilla, vio su cintura apretándose dentro de una camiseta, vio su nuca redonda y su pelo levantado en una cola de caballo y supo que estaba viendo una joya.

Mariana oyó sus pasos y volteó los hombros torciendo la cintura para poder mirarla. Tenía unas facciones que hablaban solas de la contundencia con que vivía su dueña.

—A usted la estábamos esperando —le dijo—. ¿Quiere una primera edición del Cuarteto de Alejandría? Ya se la encontré. Hay una familia de locos que está vendiendo en pedazos la biblioteca de su madre. Ellos tienen el libro.

—Cómprales todo —dijo Dolores como quien todo pide.

Mariana tenía una pequeña comisión por el hallazgo y la venta de cada libro, sin embargo, la hizo menos dichosa su ganancia que la posibilidad de salvar la biblioteca. Dolores vio cómo le brillaban los ojos del gusto y la oyó describirle la estancia con libreros de puertas horizontales que se esconden bajo los estantes, cuando uno necesita buscar un libro.

Fueron a verla. Estaba en venta toda la casa.

—Si no tuvieras un marido, viviría contigo —le dijo Mariana moviendo la cola de caballo mientras iba y venía por la estancia.

—¿Sólo por vivir aquí? —preguntó Dolores, que de repente se había vuelto tímida.

—Sólo para vivir contigo —dijo Mariana—. Y mira que he visto mujeres a lo largo de mi vida.

—¿Qué tan larga puede ser tu vida? —le preguntó Dolores, que de repente sintió sus cuarenta años como si fueran setenta y cinco.

—Tan larga como diez años en un internado de monjas.

—Larguísima —dijo Dolores.

—Sí, larguísima —asintió Mariana—. Sobre todo los últimos tres años. Desde tercero de secundaria me enamoré perdida de una compañera empeñada en casarse con un tal Manuel con el que finalmente se casó, sin una gota de remordimiento.

Dolores la oía hablar y no lo podía creer: había en el mundo tal cosa como una tabla de salvación. Y semejante tabla era un velero con una muchacha en la proa. Veintitrés años, ojos en alerta y una mano hacia ella.

—No tengo un marido —dijo Dolores.

El señor que mostraba los libros y la casa quiso enseñarles el segundo piso. Los cuartos estaban vacíos, pero en los tres había estantes para libros y ventanas que veían al jardín. Cuando bajaron la escalera, Dolores apoyó la mano en el barandal y Mariana le cruzó un brazo por la cintura.

¿Cómo le estaba pasando eso a ella, una coreógrafa cuerda?, se preguntó Dolores. Ella, una solitaria, no una lesbiana. Ella, una misantropía ambulante, no una novia con novia. Ella, una intelectual, no una frívola con deseos que otros llamarían equívocos y que, de repente, parecían el único hallazgo acertado que podía tener en su vida.

Quién la oyera días antes, riéndose de Amanda, poniendo en entredicho que la cintura pudiera caminar por un lado y la cabeza por otro.

Más pronto cae una habladora que una coja, pensó contradiciendo el pundonor de su lengua. Nada, sino la voz de la muchacha que la tomó de la mano para jalarla a ver el jardín de la casa con libros le parecía importante.

En media hora había perdido toda la distancia crítica con que tan alegremente juzgaba la cursilería del amor y sus torpezas.

Ya volverían, le dijeron al albacea, empeñado en venderles la biblioteca. Por lo pronto, como quien da un enganche, pagaron los cuatro libros y se fueron a comer a la casa de Amanda.

Eran las tres y media cuando ella les abrió la puerta. Tenía un tequila en la mano, los limones y otros vasos sobre la mesa. Dolores entró empujada por un viento y abrazó a su amiga como si le urgiera esconderse. Mariana entró tras ella, se presentó a sí misma y convirtió la tradicional comida de dos en una reunión de tres viejas conocidas.

Era veinte años más joven, y veinte veces más loca que las dos amigas. Después de la comida se sentaron en el tapete a conversar hasta que se medio emborracharon. Ni así Dolores podía creer lo que le estaba sucediendo. Para las nueve de la noche Amanda las corrió porque esperaba a su novio de entonces y de siempre.

—No nos queremos ir —dijo Dolores, que tenía miedo. Pánico de la niña que le estaba haciendo cosquillas en las plantas de los pies.

—Anda, ve —le dijo Amanda—. Ya que por fin la encontraste, no pierdas a tu media naranja.