TÉ PARA TRES
Hay gente que se quiere a tiempo, a destiempo y todo el tiempo. Así les pasó a Carmen y Guillermo.
Al principio de los años cincuenta, él era comentado heredero de uno de los hombres más ricos de la ciudad. El único sobrino de un solterón ensimismado y triste que sólo tuvo tres hermanas. Dos solteras y una casada, por casualidad y por poco tiempo, con un marido que alcanzó a darle un hijo antes de que lo matara un cólico de vesícula mal diagnosticado por la familia como simples agruras.
Muerto su padre, el tío, la madre y las dos tías se dedicaron a contemplarlo con la adoración de quien anticipa que sólo en uno quedará la responsabilidad y la fortuna que pudo ser de quién sabe cuántos. Le dejaron el González en una sola G y le ampliaron el Garza a De la Garza.
Y así creció, sabiéndose el garante de perpetuar el apellido de una familia rica que sólo por eso se creía real. Sus negocios pequeños eran tres molinos de harina, cinco fábricas de textiles, diez tiendas de abarrotes, cien mil metros de una tierra que empezaba a volverse ciudad y una hacienda de mil hectáreas cerca del Pico de Orizaba. No pasó un día entre los suyos en el que no se le dijera, por lo menos dos veces, cuán consciente debía ser del cuidado y buena honra de tal fortuna.
El pobre pasó la infancia abrumado por quienes esperaban todo de él, menos que al fin y al cabo resultara tímido y sin chiste. Tenía una nariz aguileña que le dio aspecto de viejo desde los trece años, tenía los ojos pálidos y nimios, los labios como una línea solitaria, sin pliegues ni gracia, los hombros cabizbajos de un adulto, aun cuando no cumplía los veinte años.
Con esa figura lo mandaban a las fiestas de la pequeña sociedad en que vivían, y no faltaba madre que incluso a despecho de su facha quisiera casarlo con una de sus hijas. Pero no hubo más que una joven dispuesta a acercársele de buena gana en un día de campo a las faldas de un volcán apagado al que se llama la Mujer Dormida.
Guillermo se recargó en un árbol y miró al mundanal ruido como quien ve un espanto. Entre esa gente iba a moverse el resto de sus días porque no tenía fuerzas para rechazar el reino de su familia, y heredarlo significaba vivir en ese mundo y condescender con el tedio de sus maneras, la obligación de ser bello con la que nunca cumpliría, hacer los deportes que odiaba y conversar sin rumbo fingiendo que iba a alguna parte.
La muchacha que se le acercó sin más tenía un cuerpo con gracia, unas piernas fuertes, unas caderas amplias. Tenía una nariz tosca. Y aunque en la orilla de sus ojos algo sonreía, su mirada era la de una mujer mayor y su voz tenía un dejo raro. Llevaba una falda de flores oscuras y una blusa de otra época. Unos zapatos que adivinar de qué pariente heredaría y una bolsa de mano con perlitas que tal vez hubiera podido llevar a un casamiento, pero de ningún modo al campo.
—Hace cien años, un tatarabuelo tuyo fue amante de mi bisabuela —le dijo—. Así que ya tenemos andada una parte del camino.
Guillermo la oyó con toda la incredulidad que puede caber en alguien. En Puebla la palabra amante era del tamaño de la palabra puta y ninguna mujer se atrevía a llamar puta a su bisabuela y bastarda a su abuela.
Contra todo lo que debía esperarse de él, lo encantó ella. No se sabía peinar y la hilera de sus dientes era un caos, pero él quiso hablar con ella como no había querido nunca hablar con alguien.
—Ojalá y fuera cierto —dijo separándose del árbol en el que se recargaba.
Su familia se veía incapaz de aventuras, pero él alguna vez había oído a las nanas, que eran a la casa lo que la prensa del corazón a las familias reales, contar una conversación que tuvieron sus tres madres, suspendidas por el temor de que el espíritu de la parentela inmediata se trasladara al de Guillermo arruinando así la procreación de todos los nietos que no habían tenido por hijos. Donde él saliera como todos ellos, reticente al roce con extraños, flojo para dar conversación y poco dispuesto a quitarse la ropa y cambiarse de casa, el bien cuidado linaje de sus veinte generaciones podría terminar cuando él muriera. Sin embargo, había la posibilidad de que el espíritu de su tatarabuelo Alberto le diera la vocación por propias y ajenas tanto como para volver a inflamar el apellido con un caudal de descendientes.
—No creo que nadie en mi familia haya podido ser amante de nadie. Somos flojos y lerdos.
—De mi lado no somos genios, pero en la cama trabajamos a conciencia.
Pasaron la tarde juntos. Y se hicieron amigos. Al poco rato de tratarse se entendían como un viejo matrimonio. Y aunque no habían alcanzado a quitarse la ropa bajo el mismo techo, se imaginaban andando la vida y se miraban presos de algo llamado anhelo que no es sino nostalgia del futuro.
Así estaban las cosas en su ánimo, cuando la familia de Guillermo descubrió el asunto y puso el grito en el cielo. Las tías se echaron a llorar, el tío a escupir en un pañuelo la saliva que no usaba en insultos, la madre a tejer la posibilidad de mandar al hijo en busca de un improbable inversionista en Europa.
Esa idea cayó como agua de mayo en la atribulada reunión familiar. Cuando Guillermo volvió a la casa, silbando como había dado en silbar, casi erguido y sonriente, encontró a la parentela reunida alrededor de la noticia.
—No me gusta el clima de Europa en invierno —fue todo lo que Guillermo alcanzó a decir.
Las mujeres le cayeron encima con una colección de imponderables y el tío dijo:
—Así va a ser.
Tres días después estaban subiéndose a un avión.
Guillermo se había despedido de Carmen prometiéndole unas castañuelas, una peineta de carey y una mantilla. Tres cosas que cualquier niña que entonces se buscara un linaje debía tener entre sus pertenencias. Aún había en la Puebla de ellos y de entonces, la idea de que ser virgen y tener una peineta hacían de una mujer la esposa que cualquier hombre de buen nombre debía querer en su recámara.
Llegaron a Madrid una tarde con sol. Al día siguiente fueron a los toros, compraron unos cigarros largos y en la noche el tío encontró un burdel fino y soltó ahí al sobrino como quien cree que deja al niño en una dulcería. A Guillermo no le gustó ninguna de las tres cosas. Ni los toros, ni el cigarro, ni el burdel, pero eran una forma de crecer y él tenía diecinueve años y muchas ganas de no decepcionar la expectativa de su tío. No había hecho otra cosa en la vida que darle gusto a su familia y sacaba de ahí un placer al que era adicto. Conseguir la aprobación de los demás había sido el único deber de su vida. No cambió ese gusto por la nostalgia de Carmen. Con muchas dificultades le había contado al tío lo que le pasaba con ella, y sin ninguna el tío fingió que no estaba al tanto y dijo, como quien deja caer una canción, que en la familia de semejante señorita, la que no había sido puta iba a serlo.
Luego fue que se lo llevó a los toros y al burdel, con la mala fortuna de que en los toros vomitó ante la extraña algarabía general y en el burdel le tocó una mujer seca y con prisa, que no estaba en ánimo de iniciar a nadie, ni de condescender con ignorancia alguna. Le pidió que entrara y saliera lo más rápido posible y no le hizo una caricia ni le habló más que eso. Cuando el muchacho le mojó el agujero entre las piernas, ella le dio una nalgada y se hizo a un lado.
«Pues ya está», le dijo. «Te habrás dado cuenta de que no es la gran cosa».
Guillermo salió al encuentro de su tío, pálido y con cara de regañado. El hombre le ofreció un cigarro y empezó a hablar de negocios. Al rato se interrumpió para mirarlo: «No te gustó, ¿verdad? Pues así son todas la putas», dijo.
Guillermo sintió un pánico de siglos caerle sobre los hombros y no quiso ni volver a pensar en Carmen. Para engañar la pena, en Alemania todos los días se emborrachó con cerveza murmurando su nombre y pidiéndole amor a su recuerdo. Y todos los días al despertar tranquilizaba al tío diciendo que había olvidado hasta la última de las promesas que cruzó con Carmen.
Cuando volvieron a Madrid, ya habían llegado las tres hermanas y el tío les dio la noticia como quien comparte un trofeo. Buscaron una escuela de administración y se despidieron del niño, no imaginaban llamarlo de otro modo, entre un montón de lágrimas y otro de tranquilidad.
Cuatro años después Guillermo volvió a Puebla convertido en un hombre de buen talante, pero pocas palabras. Menos tímido, pero aún más ensimismado de lo que era antes de irse. Las mujeres de su casa quisieron pescarlo a besos y para su consternación y pesadumbre, él les dio el abrazo paternal que dan los hombres a sus madres cuando quieren decirles que han dejado de ser juguetes de su amor.
Cada una de las hermanas tenía una recámara, pero las tres dormían en la misma. En las noches, antes de quedarse dormidas, comentaban las cosas del día. Todas lamentaban haber perdido al niño, pero todas estuvieron de acuerdo en que nada habían hecho mejor que dejarlo crecer lejos de Carmen.
Harta de esperar de él siquiera una tarjeta postal, Carmen se había casado con el dueño de seis zapaterías. Un hombre nada feo, que sin embargo era todo menos guapo, aunque tenía su estilo y una seguridad en sí mismo que al parecer Guillermo no tendría nunca, por más que su reino fuera cien veces mayor que el de varias zapaterías en el centro.
Carmen lo había elegido entre sus dos únicos pretendientes porque si no era muy rico tampoco era pobre y porque pensaba que es posible adivinar quién será el hijo, viendo a su padre. En ese entendido, cuando ella conoció al hombre paciente y callado, adicto a los placeres sencillos y sujeto al arbitrio de su mujer que era el papá de Juan, pensó que no sería daño pasar la vida junto a un señor hijo de aquel otro. Muy divertido no iba a ser, pero ella contaba consigo misma para entretenerse con el desorden de su imaginación.
No pasó mucho tiempo entre el regreso de Guillermo y su encuentro con ella. Fue cosa de semanas. Ella iba entrando en una tienda de ropa, dándole la mano a una niña de tres años que la acosaba a preguntas como una tarabilla. Él salía de visitar al dueño de la tienda, un hombre tenue de ojos buenos, con el mismo apellido de su tienda, que le compraba casimires al por mayor.
Carmen seguía vistiéndose con la misma falta de apego a cualquier moda. La cintura se le había ensanchado y no estaba precisamente bien peinada, pero la ironía de su sonrisa, esgrimida como un cuchillo cuando lo vio acercarse, seguía idéntica.
—Conque muy viajero —le dijo.
—Conque bien casada —le contestó él.
—Por suerte no se necesitaron ni la peineta ni las castañuelas para hacerse de un hombre adecuado.
—Yo era el hombre adecuado.
—El que va a la villa pierde su silla. Y esta —dijo señalándose— no te importó perderla.
Guillermo bajó los ojos y encontró a los de la niña mirándolo de abajo para arriba. Primero hizo lo que hubiera hecho cualquiera: le puso la mano en la cabeza y le dijo bonita. Luego se metió la mano a la bolsa y sacó un dulce de anís.
—No me gusta —dijo la niña.
—A mí sí —dijo Carmen y extendió la mano.
Tan elemental conversación le quitó a Guillermo el sueño durante semanas. En cinco minutos había vuelto a quedar a merced de las mercedes que procuraba esa mujer como nadie y a nadie. Porque no era bonita, lo sabía todo el mundo, pero a él le abría un hueco en el alma.
Mientras andaba por las fábricas, entretenía su ceño y su espejismo con los quehaceres del día, pero en cuanto iba para su casa el mundo le resultaba un sin sentido y una zozobra de mal viento lo ponía de un humor imposible.
Una vez a la semana, Carmen hacía la plaza en el mercado de la Victoria. Cientos de marchantes vendían ahí su fruta, sus verduras, sus flores. Por más de cincuenta años, ese había sido el mejor lugar para encontrar comida que podía haber en la ciudad. Pero ya en los días que nos preocupan era una reliquia desordenada y polvorienta. Los puestos que no cabían entre sus rejas se habían acomodado en las calles y el rumbo lo tenían tomado vendedores de ropa y baratijas que se multiplicaban por sí mismos en un interminable caos, impidiendo el paso de los automóviles. Ahí se volvieron a encontrar. No por casualidad, sino porque Guillermo era tan infantil que seguía teniendo de confidente a una vieja que había sido su nana y que aún vivía en la casa como una sombra, escuchando a quien quisiera hablar con ella y guisando el postre de todos los días. Tenía ochenta y cinco años, pero sus antepasados tlaxcaltecas la habían dotado de una fortaleza con la que aún caminaba hasta el mercado a buscar las especias y la fruta. Allí vio una vez a Carmen, sola, haciendo las compras de la semana. Con ella se puso a preguntarle qué era de su vida y a contar de qué modo pensaba ella que se habían equivocado los Garza mandando al niño a Madrid, como si no fuera ya un hombre al que no había por qué decidirle el destino.
Era un miércoles. Al siguiente, Guillermo dejó su recorrido por los negocios y se apostó en la puerta en la que se ponían los turcos a vender telas y encajes. Por allí, como siempre, entró Carmen con su cuerpo desgarbado y sus ojos suaves. Nadie la veía como él.
—Acuéstate conmigo —le dijo como quien dice buenos días.
—No me parece mala idea —le contestó ella.
Como si desde siempre lo tuviera arreglado, le pidió su bodega a la mujer que vendía los encajes. Era su amiga porque a ella le compraba las telas con que hacía la ropa de su propia invención, que movía a toda clase de críticas. Era su amiga porque sólo ella había tenido la cortesía de invitarla a su casa y tratarla como a la dueña del Palacio de Hierro y no como a la emigrante de lengua deshilvanada y costumbres raras que otras veían en ella cuando le despreciaban hasta los buenos días.
Pasaron en la buhardilla dos horas que les parecieron cinco minutos. Al despedirse tenían en el gesto la expresión de quien ha comprobado una teoría científica: hay tal cosa como las almas gemelas. ¿Qué iban a hacer? Quién sabe. Por lo pronto igualar las condiciones. Si Carmen tenía un marido, lo mejor sería encontrar una esposa para él. Una que no entendiera bien de qué se trata haber nacido para querer a alguien, que se casara con él por amor a sus cosas, no a lo suyo.
Estuvo fácil dar con ella. La familia se la buscó en cinco minutos. Era la niña ideal. No tenía más bien que un abolengo decadente: su bisabuelo había sido un francés y eso impresionaba mucho a los impresionables. Qué mejor para la familia que sus ojos tenues y su voz gutural, que sus ganas de vivir como princesa y su dócil andar.
Llegada la hora de pedirle matrimonio, Guillermo se entregó a las maldiciones. No sería fácil para Carmen conseguir un divorcio, pero debería ser más fácil de lo que era para él hacerse al ánimo de compartir la cama con una mujer así de joven y así de bella, que no le interesaba en lo más mínimo. Tenía un olor muy suave, tenía la piel tersa, era tan delgada que podría romperse y de tal modo era ingenua que daba pánico tocarla. Toda la familia y media ciudad la consideraban la mujer más hermosa del entorno, y semejante certidumbre acentuaba en Guillermo la convicción de que a él las mujeres le gustaban de facciones más toscas y cuerpo menos bien hecho, más oliendo a menta que a nardos. Más, nada más, como Carmen. De todos modos se casó con la ingenua de dieciocho años.
Carmen fue a la boda porque Guillermo se empeñó en que ella sufriera como él todo el suceso. La tarde anterior la pasaron en la buhardilla.
—Soy un irresponsable y un traidor —dijo él al despedirse.
—Eres lo que te tocó ser —le contestó Carmen dándole su último beso de soltero.
Al día siguiente la iglesia de Santo Domingo resplandeció de cirios. Guillermo había adelgazado diez kilos en tres meses, estaba más pálido y encorvado que nunca. Su novia parecía una alhaja recién pulida y lo miraba con algo que todo el mundo quiso ver como amor.
«Qué bonita pareja», comentaron las tías viéndolos salir de la iglesia. Estaban tan felices que por primera vez las alegró ver a Carmen en una de sus fiestas. Guillermo se las había arreglado para volverse socio de su marido y a nadie le pareció extraño que los hubieran invitado a la boda. Carmen las besó queriéndolas, porque quien quiere la col quiere las hojas. Entendía perfectamente los motivos por los que lo alejaron de ella. Y ni modo.
Para las cinco de la tarde, estaba terminando la comida y empezó el baile. Los novios habían cortado el pastel y el periódico local estaba a punto de tener todas las fotos para imprimir un suplemento especial. En una de ellas apareció Carmen dándole un abrazo al novio, ante la mirada complaciente de su marido y de la novia.
—Hasta el rato —dijo él sobre su oído.
El esposo de Carmen se quejó de que lo aburrían las bodas y ella le contestó que podían irse. Relevado de seguir en el festejo, el buen hombre llegó a su casa y se echó en su cama. Lo dijo siempre: no había dicha mayor que una siesta a buen tiempo.
El cortejo de los novios debía dejar Puebla por ahí de las ocho. Su avión saldría de México al día siguiente, y aunque por esos años el aeropuerto era un lugar pequeño y acogedor en el que se recibía a los pasajeros como si fueran reyes, los progenitores de ambos querían acompañarlos hasta la escalerilla y despedirlos como era debido: viendo al avión despegar y meterse en el cielo.
La novia tiró el ramo al aire y salió corriendo a cambiarse de ropa. Guillermo argumentó la urgencia de pasar un momento a la fábrica de algodón para recoger unas muestras de tela que le habían pedido sus clientes en Londres. Fue a la buhardilla de últimas.
—Les vendes la tela, la cosen allá y nos la devuelven costando el doble —le dijo Carmen para no dejarse caer en cursilerías al despedirse.
Ella había armado los muestrarios. Guillermo no había querido llevárselos sino hasta tener que arrancarse de Carmen con la desolación de quien pierde el único paisaje que lo completa. Era la menos bonita de un mundo que no era el suyo. Y la única que le interesaba al mundo suyo.
El viaje de novios duró un mes, que se les hizo eterno a los dos extremos del triángulo en el que se sintió caer la esposa sin más conocimiento de causa que la certeza de que entre ella y su marido había un aire infranqueable. No sabía de su espíritu sino que le daba tristeza y verlo desnudo fue como ver una lagartija espantando sus deseos. Ni se empeñó en quererlo. En Europa nadie sabía que él era importante, ninguna mujer lo miraba con deseos y ni quién se imaginara que ella estaba casada con el tesoro de una corona desconocida. Así que volvió del viaje triste como un traste y urgida de hallarse un consuelo aunque fuera en la murmuración de su certeza: la habían engañado.
Pasaron cien meses y tres hijos. Los cuatro padres de Guillermo veían sus rostros mejorados en los de los niños y estaban seguros de que la decisión más atinada de sus vidas había sido casar a su príncipe con semejante belleza. Un poco tonta, sin duda, vana como la moda, muda como la vanidad y desentendida de lo que debían ser las reglas de la educación familiar. No quería darles a los niños todo lo que pedían, como si fuera falso que siempre podrían tener lo que quisieran. Guillermo, que se había vuelto aún más ensimismado y taciturno de lo que fue desde niño, llegando al tema contradecía a sus padres y por única vez entre mil, le daba la razón a su mujer.
«Que aprendan ahora, lo que habrán de aprender de todos modos», dijo una vez en la mesa de la comida como quien dice la última palabra y sabe que otros saben por qué la dice. Se hizo entonces un silencio pesado que por fortuna interrumpió la llegada de los postres. Los niños quisieron dos de cada uno y la madre dijo que uno de cada tres. Contra toda costumbre nadie la contradijo. Menos consentimiento les caería bien a todos, pensó Guillermo viéndolos con el gusto que le provocaban. Eso sí le agradecía de todo corazón a la simple con la que se dejó casar: le había dado tres hijos. Uno por cada esfuerzo que él hizo para quererla como si no fuera una belleza desconocida sin luz para sus ojos. A cambio de eso, no le dio ni paz ni pasiones. Ella tampoco le había podido dar otra cosa. Horrible circunstancia que el tiempo convirtió en murmuración. Creció la esposa de conveniencia y se dio cuenta de lo que supo desde que dijo «sí, me caso contigo» mientras él lloraba y sin lugar a dudas no de alegría.
«En este matrimonio somos tres», le contó a la amiga más chismosa que pudiera tener la historia de la ciudad. Semejante comentario le dio la vuelta a la manzana y aunque tardó en llegar a la familia, llegó como todo lo inevitable. Guillermo seguía viendo a Carmen. Llevaba doce años de casado y casi veinte de quererla.
No se sabe si de adivinarlo o nada más de ser tan bueno que no quiso estorbar, el marido de Carmen murió al poco tiempo. Le dejó el pequeño imperio de las zapaterías y la certeza de que ella era una mujer excepcional.
Carmen lo lloró como a su mejor amigo, ni se diga como al papá de su hija. Lo enterró sin alardes de pena, pero en verdad consternada con el agujero que había dejado en su ánimo la pérdida que la puso a estar sola en mitad de su cama y de sus noches. Lloró al perderlo más de lo que había llorado cuando Guillermo se fue a España dejándola plantada. Y como nunca estuvo segura del dicho que resume: «Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido». Durante dos años no puso pie en la buhardilla. Ese luto le dio a su buen marido como hacía toda mujer con el mejor de los maridos.
Guillermo no lo podía creer, no encontraba consuelo ni creciendo negocios, ni en las tardes de dominó, ni en los viajes. Su esposa le había cerrado la puerta de la recámara el mismo día en que tuvo seguro el chisme y lo paseó por la mirada de la madre y las tías agobiándolas con la vergüenza de haber criado un hijo tan necio y de haberlo casado con una mujer que todas habían creído en el pacto. Verla llamarse a engaño las sorprendía porque ahí engañado no había estado nunca nadie. Que Guillermo tenía descompuesto el corazón lo sabía ella tan bien como ellas el día en que se casó. Y que ella tenía un novio de la adolescencia con el que no se había quedado por falta de presupuesto lo sabía también todo el mundo. Tanto como sabían algunos que, con sus hijos recién nacidos, ella empezó a soltar el cuerpo en los brazos de aquel hombre, que sembraba todas las rosas que podían venderse en la ciudad y todas las que llegaban a casa de Guillermo los miércoles en que su mujer iba hasta Atlixco a comprarlas más baratas.
Pasó el tiempo. Tanto y tan álgido tiempo que la cabeza de Guillermo se fue quedando casi sin pelo y medio blanca. De todos modos, como la vejez empareja, ya no era mucho más feo que los hombres cuya juventud les dio reputación de guapos. Y a su favor contaba que los buenos amores le habían dado un paso alegre y un gesto suave. También a Carmen la viudez y la nostalgia tamizando su cuerpo la habían puesto más cerca de las mujeres que a su edad se veían mejor que otras. De cualquier modo, los dos eran poco agraciados y de apariencia antipáticos, si se los comparaba con el dechado de virtudes que la ciudad veía en la señora de De la Garza.
Y el rumor seguía suelto. En ese matrimonio eran tres. Al menos así se contaba, porque nadie quería romper la historia de injusticia y traición que había sufrido la esposa ni con la pura fantasía de que ella también tuviera un novio y en ese matrimonio fueran cuatro. En cambio, quien podía se hacía cargo de hablar pestes de Carmen y Guillermo. Incluso llegó a decirse que había por ahí unas cartas en las que él contaba las horas para verla y una vez le había dicho cuánto quería ser por lo menos sus calzones, para vivir entre sus piernas.
Volvió a pasar el tiempo sobre los tiempos de la ciudad. Eran ya los años setenta y las mujeres jóvenes se entregaron con regocijo a las minifaldas y los pantalones de mezclilla. El chisme de los Garza empezaba a perder importancia cuando la esposa de Guillermo y el señor de las flores se fueron de pinta una tarde sin sol ni aguaceros y no volvieron sino hasta la madrugada.
—Larga equivocación la nuestra —dijo Guillermo al verla entrar en la casa andando de puntas por ahí del amanecer.
—Todavía tiene remedio —dijo ella extendiendo una mano hasta Guillermo para acariciarle la cabeza como si fuera uno de sus hijos.
—Déjame cargar con toda la culpa —dijo él.
—¿Y en dónde guardo la mía si hacemos eso?
Se dieron un abrazo que pareció el primero. Por fin habían hablado de lo único que debieron hablar hacía mil años.
—Qué fea es Carmen —dijo ella.
—Es más guapa que yo —dijo él.
—En eso sí no voy a contradecirte.
—En cambio tú eres tan guapa como guapo es el señor de las flores. Y huelen parecido. Y se quieren.
—Más de la cuenta —dijo ella.
—Nunca sobra eso. Pídeme un divorcio y ten la mitad de mi estúpido reino.
Ella aceptó la cuarta parte y la pareja de la bella y la bestia quedó formalmente disuelta en un divorcio que alegró a todo el mundo enterado de la situación. Nadie consideró necesario informarlo a alguien más. Así las cosas el asunto se consideró una tragedia que también se adjudicó al par que hacían los pervertidos feos. Porque si la esposa había dado con otros brazos, no había sido más que por culpa del enfermizo y necio amor que se tenían aquellos dos espantajos. Y ni modo, volvió a correr el tiempo. Años tuvieron que pasar sobre el romance terco de los dos feos. La hija de Carmen se mudó a vivir a la Ciudad de México para estudiar diseño gráfico y, contrariando el mal gusto de su madre, se graduó con honores. En buen momento los dibujos de su tesis viajaron a Nueva York donde un italiano que hacía zapatos los compró para volverlos parte de su colección del año setenta y cinco. El hijo menor de Guillermo se fue a estudiar a la UNAM. Ahí se encontró una tarde con la diseñadora, hija de Carmen, a la entrada de un cine.
Estando en Puebla no se habían hablado jamás, pero sueltos bajo el cielo oscuro de la ciudad grande se saludaron como si fueran amigos desde siempre. Ahí mismo, apretujados en la fila para entrar a ver Naranja Mecánica juntaron sus dos monólogos y empezaron una conversación que fue directo a donde debía ir.
—¿No crees tú que ya va siendo hora de que se casen esos dos? —dijo el muchacho delgado y desgarbado, pero elegante de espíritu y sonrisa, que era el último hijo de Guillermo.
—Hace mucho que lo creo.
Su conversación recogió lo que cada uno sabía y puso juntas sus opiniones y zozobras. Al salir del cine acordaron que sus padres vivieran juntos y dejaran de penar la pena de sus vidas. Ya estaban grandes ellos y demasiado viejos los viejos, ya podían estar de acuerdo en que cuando hay gente que se quiere tanto tiempo a destiempo, merece alguna vez quererse a tiempo.
Cinco meses después, tras un trabajo de orfebrería política sólo propio del ejemplar alumno de Relaciones Internacionales que era el hijo de Guillermo, casaron a sus padres en una ceremonia civil, frugal y dichosa como ellos mismos.
Hasta los viejos aceptaron su error. Ni se diga Guillermo, que por fin estaba en paz fuera del traje sastre que siempre cargó a cuestas. Carmen se puso un vestido de encaje y un sombrero del que salía un mechón de plumas. No tenía remedio, pensó su hija que se vestía con el talento de Armani y el dinero de una beca. Su madre miraba al novio como quien encuentra un premio. Guillermo dijo «sí» con la primera sonrisa pública de su vida y toda la familia descansó de su error. Libres por fin de todo, hasta de la mirada escéptica de quienes nunca entenderían un romance hecho de catástrofes representado por dos viejos cursis en vez de por dos jóvenes audaces, se fueron de luna de miel al mar que siempre habían querido ver juntos.
En las tardes paseaban por el malecón de Cozumel, una isla que para su fortuna no tenía más que dos hoteles pequeños y una población apacible. Todo el que vio sus fachas de entonces —Carmen usaba un sombrero de paja pintada de verde y él una gorra marrón vieja como su vida—, pensó para sí que aquella pareja desfirolada y antigua contagiaba una serenidad envidiable.
Doña Migue, la mujer más lista y célebre de muchas tierras, amistó con Carmen en su tienda de cremas y perfumes. Ella se había casado hacía treinta años con quien quiso, desafiando a quien pudo y debió. Don Nassim, su marido, le había propuesto poner la isla a sus pies y había cumplido a cabalidad su promesa.
—Hay para todo —le dijo Carmen a Guillermo la noche en que supo esa historia.
—Hasta para nosotros —dijo él.