TEJIENDO LA FORTUNA

Tener doce años en su pueblo, era como ser un guajolote antes de las fiestas para la virgen de la Concepción. Era andar junto al río y bajo las montañas contando las horas en las que aún podría ser hija de su madre y su padre, alhaja sin precio, hermana de sus hermanos, niña que iba por agua y tramaba en un telar huipiles para vender en quinientos pesos, ahí, en donde las mujeres se vendían en veinte mil.

Camila tuvo buena fortuna y nació en una familia cuyo papá no era borracho ni les pegaba a sus hijos. Tampoco le pegaba a su mujer, que trabajaba al parejo de él, en el campo y luego en los telares. La había comprado barata y niña porque sus padres estaban muy necesitados y la vendieron así, el año de 1971, en doce mil pesos de entonces.

Él la quiso desde el principio. La quiso tener en vez de un vicio y de tanto quererla le hizo diez hijos en diez años, porque ahí no había manera de quererse de otro modo que teniendo hijos, como las gallinas, pollos.

Eran pobres y no alcanzaba para que las niñas se quedaran en la escuela más de dos años. Antes de tener que irse a lavar y a tejer, a buscar leña y echar tortillas, Camila aprendió a leer y a sumar.

La primera escuela apenas llegó al pueblo en el año sesenta y dos. Entonces sus padres ya eran unos niños con edad para cuidar chivos y no podían gastar el tiempo en perseguir habilidades que a nadie le parecían muy necesarias. Por eso, de grandes, les urgía que alguien en la familia entendiera las letras y los números que ellos no alcanzaron a conocer. A Camila le gustó la escuela y prometió hacer cuatro servilletas diarias si la dejaban quedarse más tiempo. La dejaron.

En cambio, su amiga Juana, una niña que vivía del lado de los mixtecos, no alcanzó a ir ni a primero de primaria y no hablaba bien español y era triste porque su padre sí pegaba y su madre también. Una vez perdió un chivo y la castigaron metiéndola con los demás en el mismo corral. Cinco días, oliendo su peste y mascando yerbas para que aprendiera a fijarse.

Cuando la conoció, Camila sintió esa pena rara que es una mezcla de alivio y compasión. Si ella era pobre, había otros más pobres, si ella era mujer en su familia, mejor que ser mujer en la casa de Juana.

Se encontraron lavando en el arroyo del Limón, junto a la sierra del Campanario. Las mujeres de varios pueblos bajaban allá para lavar y luego subían a sus distintos cerros, a sus mismas vidas. Ahí se hicieron amigas cuando tenían como ochos años. Vivían en dos comunidades cercanas, pero distintas. En la de Camila se habla amuzgo con español y se traman las telas con flores o pájaros en un telar hecho con varas sobre las que los hilos van y vienen desde la cintura en que se sostienen. En la de Juana se habla mixteco y sobre las telas, las mujeres bordan como nadie mejor en todo el mundo.

En las mañanas, el pueblo de Camila despertaba con los altoparlantes contando quién había matado puerco esa madrugada y quién guajolote y en qué casa vendían qué. Los apellidos en español, las noticias en amuzgo, una lengua suave de palabras apretadas y brincadoras que según cuentan se parece al chino.

El pueblo de Juana quedaba veinte minutos a pie del de Camila. A veces se encontraban en el campo, a mitad del camino. Hablaban entre sí las tres lenguas y parecían merolicos mientras tallaban la ropa contra las piedras y luego la extendían bajo el sol, esperando a que se secara un poco antes de emprenderla cada quien hacia su propia loma.

Los árboles y el agua de ese rumbo eran para mirarse de por vida, pero había siempre un calor de infierno y aunque el mar estaba a menos de cien kilómetros, la brisa no les llegaba a sus pueblos aislados en el tiempo.

A cinco siglos de historia y cuatro horas en un camión destartalado, estaba el puerto de Acapulco. Camila no lo conocía, pero sus hermanos le contaban cómo era y cómo ahí las mujeres andaban encueradas, nadando, viviendo en casas donde hubiera cabido medio pueblo.

Dos veces al año, sus hermanos iban con su padre que bajaba a vender las telas bordadas por su mujer y sus hijas, para darlas menos baratas de lo que las compraban en la sierra los comerciantes que tenían camioneta en la que ir a la costa cada semana.

Allá en Acapulco, su papá vendía los tejidos en la calle o en la playa por la que sus hermanos caminaban con él, que iba ofreciendo los huipiles mientras ellos pedían unos centavos a cambio de mover la barriga como si fuera de goma, en un juego que asombraba a unos señores güeros echados en la arena, bajo el sol, como iguanas.

Las mujeres no iban a ver todo ese mundo, pero Camila sabía de su existencia porque todo preguntaba y todo le contaban sus parientes que hablaban como ella: rápido y mezclando las dos lenguas sin un solo tropiezo.

Nada más volvían sus hermanos y Camila tenía cien cosas que contarle a Juana cuando iban al río con la ropa y el jabón de coco en una cesta. Cada una tenía su peña de piedra sobre las que tallar y se hincaban una al lado de la otra, viendo al cerro y oyendo el agua pasarles enfrente.

Lástima de lugar, pensaba Camila, tan bonito y tan quieto, tan aburrido y tan idéntico. Sobre todo para ellas que, cuando había viaje, sólo llegaban a la orilla del camino a ver cómo se iban alejando los hombres que tenían pies iguales a los de las mujeres, pero podían usarlos, como no podían ellas, para salirse a ratos del horizonte idéntico y el tiempo detenido entre la fiesta de la Purísima Concepción, el 8 de diciembre y los bailables de los cuatro días anteriores a la Cuaresma.

En Tlacoachistlahuaca se baila una danza llamada la Conquista. Durante doce horas la gente baila en el atrio de la iglesia para pagar favores o pedírselos a la imagen de una Virgen que a decir de la gente se apareció por ahí un 7 de diciembre. Desde niñas ellas dos bailaban hasta cansarse y hacían una pareja de antojo.

Viéndola ahí, cuando cumplió nueve años, a Juana la había comprado, para su nieto, un viejo cabrón que andaba siempre con un machete terciado a la cintura. La compró anticipado porque su familia andaba urgida de un dinero y la dieron a cambio de lo que iba a ser un préstamo. Como su padre tenía cara de mal pagador, el viejo le revisó los dientes a Juana y le ordenó que anduviera de un lado a otro del patio de tierra en el que comían dos puercos, un gallo, tres gallinas y un perro al que se le contaban las costillas. Dio el dinero y Juana sintió su mirada como un chicote. El hijo tenía doce años, y no más esperarían a que la niña tuviera su primera sangre, para casarlos. Estaba feo el muchacho, y a Juana le daban miedo sus ojos de perro bravo, pero ni se le ocurría que hubiera otro remedio que el de quedarse a esperar su sin remedio.

Por eso la hacía reír Camila, proponiéndole que un día se fueran tras los hombres, a escondidas, a ver el mar y las mujeres ociosas de las que hablaba su padre como si hablara de un misterio. Que se fueran de Tlacoachistlahuaca caminando hasta la cabecera municipal, rodeando el lindero de Santa Cruz, la loma de la Guerra y la del Lucero, hasta salir al camino que llevaba a la carretera.

Amuzgos y mixtecos empezaban entonces a irse para el otro lado, y muchos de quienes ahí vivían en 1983 llegaron a Nueva York sin pasar por el castellano.

Por desgracia el prometido de Juana no se fue a ningún lado. Su familia vendía aguardiente a toda la región y de ahí les alcanzaba para vivir sin tener que irse lejos. Camila se hacía cruces muerta del miedo por su amiga, que no quería casarse con aquel espanto, cuando el otro hijo del mismo señor del machete se presentó en su casa a pedir que le vendieran a la hija.

Que no la vendiera, le pidió Camila al buen hombre que era su padre, al hombre que había comprado a la madre en doce mil pesos y que, trece años después, podía vender a la hija en cincuenta mil, porque no era tan pobre como para que le urgiera salir de ella y ya dos veces había rechazado veinte mil pesos. Pero cincuenta mil.

Que no vendiera a la hija le aconsejó la madre a su marido. Era de ayuda, sabía hablar las tres lenguas, sabía hacerles las cuentas y, mientras tejía como la que mejor tejiera, contaba historias que entretenían el aire de todos sus días.

El papá la miró con toda la piedad de quien no entiende lo que oye. ¿Adónde iba a ir su hija que mejor la pagaran? Que no la vendiera, volvió a pedir Camila viendo al hombre viejo y al hombre joven, con el dinero en un costal, los dos idénticos, secos y flacos, de ojos juntos y manos gordas. No. Camila sabía que no era común su pelo brillante y sus ojos de pájaro, sus pestañas largas, sus manos chiquitas, su nariz hacia arriba. Y sabía, quién sabe de dónde, pero tal vez de su maestra en la primaria, que con el tiempo se había ya vuelto Juez de Paz en la cabecera municipal, que las mujeres no se venden como puercos o guajolotes, aunque así dijera el uso y la costumbre que no siempre son lo que deberían ser las costumbres y el uso.

Que no la vendiera, volvió a pedir como quien agua pide para consumar el pasmo de quienes querían comprarla en tan buen precio. El papá miró al hombre del machete, miró la mirada de su esposa, miró a su hija confiando, y dijo no.

Con toda la cortesía de que fue capaz, dijo no. Dijo que la niña todavía no estaba lista para venderse, que no les convenía porque era muy chiquita, y que no era dócil ni trabajadora.

El hombre del machete y su hijo menor dieron la vuelta y se largaron sin decir más palabras. Camila no abrazó a su padre, porque esas cosas no se usaban por aquel rumbo, pero lo bendijo con su mirada tibia antes de irse a acostar.

Aún no amanecía cuando su mamá la despertó sin hacer ruido. Tal vez adivinaba mal, pero toda la noche pensó que urgía sacar a la hija de ahí.

Su señor bien había resistido una tentación, quién iba a saber si dos. Por si las dudas, levantó a la niña y caminó con ella bajo una media luna iluminándoles la vereda. Se decían cosas en voz baja. No lloraban ni hacían más alarde. Camila alcanzó a cargar las varas de su tejido y los hilos con que lo había empezado. Se iría para Acapulco a tejer en la arena, como sus hermanos movían la panza. Se iría igual que los hombres antes de que volviera por su casa otra propuesta. Y la mamá estaba de acuerdo. Allá con la Juez de Paz que, si tenía número en la puerta de su casa, iría a buscar la carta que Camila le escribiría para contarle cómo estaba.

Todo eso le dijo y luego la vio irse vestida con los pantalones de manta y la camisa de uno de sus hermanos, con el sombrero de uno de ellos y unos huaraches de plástico. Caminaba muy aprisa sintiendo que estaría bien. Además de sus palos para tejer, llevaba dos huipiles ya terminados, un itacate de tortillas y los pesos que le habían pagado por cinco servilletas.

Su mamá la vio irse y descansó. Porque ni queriendo a un hombre como ella quiso al suyo valía la vida confiarle toda la vida.

Camila anduvo casi media hora hasta el jacal en que vivía Juana. Pudo haberlo bordeado, pero se arriesgó porque un día antes ella le había contado que sus papás matarían al segundo puerco y lo irían a vender en la mañana. Así que la imaginó sola y así la encontró, limpiando el desorden que había quedado en el patio. Torcerles el pescuezo a los guajolotes era fácil, matar cochino era medio morirse con él. Camila no podía ni pensarlo. Quién sabe, decían sus padres, de dónde había salido tan remilgosa. Ni se pudo acercar al olor de la sangre. Juana dejó en el suelo los cuchillos que iba a lavar y caminó hasta la mata tras la que se escondía su amiga vestida como hombre. Y le dijo que no. Que eso no le pidiera, que ella no quería ni ver Acapulco, que aunque quisiera ya estaba pagada y que no les podía hacer eso a sus papás.

Ahí sí lloró Camila. Pero ni qué hacer. Corrió.

Llegando a la cabecera del municipio fue a buscar a la juez. Ella la acompañó al camión caminando por el pueblo como si anduviera con un chamaco que le ayudaba con el mandado, ella la recibió, diez años después, cuando Camila regresó al pueblo, vestida con su huipil como una bandera de lujo, sabiendo que tejerlo es un arte.

Había terminado la licenciatura en derecho y volvía porque su madre, la juez y Juana se lo habían pedido. Alguien tenía que hacerse cargo de representar a las tejedoras para que sus trapos se vendieran mejor. No se había vuelto letrada para largarse como tantos a donde no hacía falta. Cuando se fue le dieron ganas de correr hasta siempre, pero tenía a su madre como tener conciencia y a Juana como tener memoria.

A ellas volvió y a sí misma y al río. Volvió para casarse ahí. ¿Con quién? ¿Quién lo diría? Con un hombre bajito igual que ella, amuzgo como ella, escapado como ella de la misma costumbre que escapó ella. Lo había encontrado en Acapulco y de verse se habían vuelto amigos y de amigos compañeros de colegio y de universidad. Volvieron juntos, por fin, sin miedo y con la rara, pero luminosa esperanza de unos cuantos.