LA EMPERATRIZ MERLUZA
Dicen que soñar no cuesta nada. No saben lo que dicen quienes esto dicen. Soñar puede costar una barbaridad. Al menos eso vino a descubrir Mercedes Suárez después de un tiempo de vivir con su marido.
Merluza, para los suyos, era una mujer cuya infancia quedó signada por una trilogía de películas en torno del cuento de una princesa que, ejerciendo su propio hechizo, se convirtió en la esposa de un emperador y gozó para siempre una vida de amores y de gloria.
A la en verdad infortunada emperatriz austríaca, conocida por la historia como Elizabeth de Baviera, las niñas poblanas de los años sesenta sólo la imaginaron enamorándose de un hombre rubio al que una mañana creyó cazador y que, esa misma noche, resultó ser el príncipe que decidiría su destino dándole un ramo de flores que, en principio, iba a ser para su hermana.
La película se llamaba Sissi y la actriz Romy Schneider, entonces una belleza paliada por la ingenuidad y después una belleza rotunda que cargó como un saco de cristales la pena de haber conseguido que una generación de incautas soñara con un príncipe azul, de esos que no han existido jamás.
La divina Schneider también tuvo un destino trágico que a Merluza la entristecía aún más que el de la princesa que casada con un emperador cuyo largo dominio se vino abajo durante su mandato y se perdió para poco después del día en que a ella la mató un anarquista, enterrándole una aguja de tejer en la espalda.
Entre otras cosas por ahí empezó la Primera Guerra Mundial, pero ese tema atañe al mundo entero y estas palabras sólo a una parte del mundo a salvo de cualquier frustración en que vivía Merluza, cuyos padres custodiaron al grado de poner a buen resguardo la colección «Mil figuras de la historia», para abreviarle a la hija el disgusto de ver a José Francisco de Austria Hungría retratado como un anciano feo.
Entre los pliegues de tan precavida tutela, Merluza dejó la niñez y se convirtió en una mujer de porte altivo y cuello largo, cuya elegancia externa era sólo la piel de una elegancia de alma que por un tiempo parecía destinada a consumirse como la miel que hierve a fuego lento.
Tenía diecinueve años cuando, a semejanza de Sissi, tuvo a fortuna desfilar, con el traje de novia más caro que se hubiera bordado sobre encaje de Brujas, por el pasillo de una iglesia cuyo retablo barroco no parecía interesarle a la gente por esos días y al que la ceremonia de Merluza volvió a poner de moda.
Como tenía la luz de quien sonríe mientras anda por el pretil de un abismo, todos creyeron que iba enamoradísima rumbo al altar. También ella lo creyó. ¿Por qué no? Se casaba con un príncipe local: hombre de ojos claros y perfil exquisito, rico de herencia, criollo de origen y destino. Sonriente, refinado y confiable.
A simple vista no se podía ser más feliz, así que ella pasó un buen rato de su vida sonriéndole a la felicidad.
Al principio su marido le dibujaba estrellas en la frente, en la cintura, en las piernas. De verdad era un príncipe. Quizás hablaba poco y eso fue siempre una deficiencia. Pero no se puede todo, decía Merluza justificándolo. Lo demás era lo de menos. Y lo de menos fue el tiempo. ¿Quién puede con el tiempo? Es como el agua: humedece, pero desgasta. Con el tiempo las estrellas fueron haciéndose cosa de cada tanto y de cada vez menos.
Lógico, decían las amigas de Merluza, que no entendían por qué a ella le parecía tan raro que las lunas de miel dejaran de serlo.
—Te ha durado más años que a ninguna —le dijo un día su prima.
—Eso no es consuelo —alegó Merluza preguntándose qué había pasado. Ahora su marido le dedicaba un rato los sábados, aprisa y sin dejarle más emoción que el desconcierto.
Eso sí, aún pasaba nueve horas diarias en la fábrica de telas para pobres, gracias a la cual ellos vivieron muchos años como ricos. Algodón de poca monta y trama visible que antes no usaba la gente considerada de buen vestir y que ahora no había manera de vender porque salía carísimo y los chinos lo hacían baratísimo. Horas diarias engañándose con que trabajaba mientras le iba dando vueltas al hecho de que si no invertía distinto la empresa dejaría de serlo.
Habían tenido cuatro hijos. A ella le parecieron una delicia, así que pasó veinticinco años contemplándolos y empecinada en protegerlos de todo mal. Amén. Hasta que de repente, un día y otro, se casaron los cuatro en el mismo año.
Tras las bodas a ella le vino el famoso síndrome del nido vacío y a él le llegó la crisis de la industria textil. Tenía dinero, pero estaba aburrido de hacer cuentas y mientras veía la tele pensaba que estaría bien venderlo todo y perder el imperio, pero no la guerra.
A Merluza le quedó más claro que nunca que a su marido se le había atrofiado la imaginación y al parecer ya no tenía en la cabeza más donaire ni más énfasis que los del viejo emperador.
¿Qué hacer con él si cada día se le acentuaba la condición taciturna y la trataba ya como a una más de las costumbres tibias que arropaban su vida? Una noche jugaba dominó, la otra iba con rigor a una cena sólo para señores dedicados a la cata de vinos, las demás caía dormido sin más trámite que el de haberse puesto una piyama de cuadros.
Los viernes iba con ella al cine o a cenar con parejas idénticas a la que ellos hacían. No había males ahí, se dijo Merluza durante muchos años cuando la mañana le picaba la cresta preguntándole si no tenía otra cosa mejor que hacer. Todo eso estaba bien, pero era idéntico un día tras otro y a ella le daba espanto pensar que así sería hasta siempre. Así: oyendo hablar de política a quienes lo único que sabían hacer en torno del tema era tratarlo por encima, mirando atardecer junto a personas que no se daban cuenta de cómo atardecía, que no eran malas aunque tampoco fueran heroicas.
¿Por qué se casó con ese hombre que envejecía a su lado, que la veía sin mayor alarde andar por la menopausia con el mismo donaire con que la había visto entrar en la catedral veintinueve años atrás? Ya se le había olvidado. Y mejor así, pensaba una de esas noches tristes que tiene cualquier mujer que se respete. Veían la tele desde su cama en la que habían ido hundiéndose los dos extremos.
Siempre acaba uno durmiendo más cerca de la orilla que del centro, pensó.
—Habría que cambiar este colchón —dijo mirando el perfil de su marido, que aún tenía una nariz interesante a la altura de la cual sostenía, en ese momento, el control con el que cambiaba las cosas en la pantalla de su tele.
A él también le gustaba saltar de canal en canal: de un noticiario de la NBC, con una gringuita que entre sonrisas iba contando de qué modo había explotado un hombre bomba en Beirut, a otro noticiario que por esos días siempre tenía un crimen callejero, una catástrofe de bolsillo y un desastre natural con los que olvidarse de lo que de veras pasaba en el país.
Y así, hasta llegar a la noche de crisis que provocó Sissi. Mientras Merluza se entregaba a la neblina de las imágenes sucediéndose frente a la indiferencia de sus ojos, su marido había saltado del canal dos a una película con coches persiguiéndose y a un juego de basquetbol en Australia, sin detenerse más de tres minutos en ninguna.
—Este juego ya lo vi y estuvo malísimo —comentó el hombre cambiando otra vez de canal.
Saltaron de nuevo a la película de coches, vieron a dos besándose un segundo, pasaron por un documental sobre el gusano de cinco anillos y su extraña reproducción en una de las islas Galápagos, volvieron al canal en donde los dos que se besaban, ahora se hacían llorar y otra vez a las malas noticias. Hasta que en uno de esos trampolines, Merluza se encontró con Romy Schneider llorando de emoción frente a su príncipe en uniforme rojo con botones dorados.
—Déjalo ahí, déjalo ahí —pidió.
Su marido condescendió y ahí quedó Sissi, con su larga melena de rizos y unas trenzas como diademas alrededor de la corona.
Dicen que Romy Schneider vivía con la vergüenza de sí misma convertida en semejante personaje: una niña boba enamorada de un príncipe cursi. ¿Cómo se lo había permitido? No era difícil saberlo, del mismo modo en que se lo permitió Elizabeth de Baviera, quien hasta la tumba fue a dar por causa de semejante desvarío. ¿Del mismo modo en que, siguiendo los pasos de ambas, Merluza tuvo a bien casarse con el entonces príncipe azul de la ciudad en que nació? ¿Era por eso que se había casado con él?
Merluza tenía once años cuando la maléfica influencia de Sissi llegó a su vera. Lo había olvidado todo y no lo recordó sino hasta la noche en que su marido y el canal del cine trajeron a su cama el rostro rubio del hombre más cursi que haya pasado por la historia de la actuación. Todo era de pacotilla en el atuendo del supuesto emperador. Merluza no recordaba que la película estuviera hablada en alemán. Recordó sí, la primera tarde en que la vio: ella y sus primas fueron al cine con una tía que era una entusiasta del no siempre artístico séptimo arte y que, con toda su fe, creía que sus sobrinas merecían ser princesas.
Merluza pensó que en esa tarde estaban los cimientos de los muchos equívocos que había cometido en su juventud. Recordó que a las pocas semanas llegaron a la ciudad las estampas con las que podría llenarse un álbum que contaba la película. Venían en unos sobres, de cinco en cinco.
Cada semana Merluza gastaba su domingo en conseguir varios sobres, pero sólo salían estampas nuevas cada mes. Así que los sobres con cuadros idénticos eran siempre muchos.
Al salir del colegio, intercambiaban las repetidas con la emoción de quien cambia de novio. Así iban llenándose los álbumes al tiempo en que se les llenaban las cabezas de mariposas y amores que luchan contra el destino hasta consumarse en una ceremonia matrimonial llena de lazos, encajes y campanas.
El príncipe que Merluza encontró en un baile de twist, en lugar de valses, era de todos modos un príncipe. Su imperio estaba lejos de ser el austro-húngaro pero podía decirse que para efectos prácticos tenía más brillo y era más tangible. Estaba integrado también por una serie de territorios tomados a la brava durante varias generaciones y daba para vivir en el siglo XX sin tanta corte, pero con el mismo boato.
Viendo las cosas con la objetividad que merecen, Merluza aceptó que comparado con el destino de Sissi, su pasar por el mundo había sido una fiesta, y comparada con la de Romy Schneider su vida no podía ser más amable. Fuera de la época de gloria en que se desnudó en una piscina junto con Alain Delon, lo demás para ella fue bastante triste.
Merluza, en cambio, tenía el cuerpo envejeciendo, pero el ánimo aún inquieto.
Desapareció Sissi y a partir de la mañana siguiente pasó el tiempo tan rápido como pasa en la segunda mitad de la vida. Merluza dijo que entraría a clases de meditación, siguió trabajando como voluntaria en la Cruz Roja y se hizo reservada. Su marido siguió yendo a la fábrica y se volvió cada vez más transparente. Estaba preocupado y no quería envejecer. Lo de siempre. La vida se veía idéntica.
—¿Vas a cenar algo? —preguntó Merluza un martes en la noche.
—Una pera. ¿Quieres ver el fut? —dijo él.
—Si no hay mejor plan —contestó ella, detenida frente a la tele. Estaba parada en una pierna y haciendo con la otra un círculo en el suelo.
—¿Vas a bailar mientras miras? —preguntó él.
Merluza siguió trazando un dibujo en el suelo con la punta del pie.
—No tengo sueño —dijo y se dejó caer en la cama—. El lunes entro en la Universidad.
—Gol de los Pumas —comentó el príncipe—. ¿Qué vas a hacer en la universidad?
—Estudiar medicina —dijo ella.
—Si no hiciste ni la preparatoria, mi vida —dijo el marido estirando una pierna hasta tocarle la punta de los dedos de un pie.
—La terminé hace tres meses. Como quien se corona. ¡Sissi emperatriz! —dijo riéndose.
—No inventes, Merluza —le pidió el marido.
—Te lo juro por nuestros hijos y por el nieto que vamos a tener.
—¿Vamos a tener un nieto? ¿Vas a estudiar medicina? ¿Será que voy a perderles el miedo a los chinos?
—Voy a estudiar medicina, vamos a tener un nieto, quién quita y sí vas a perderles el miedo a los chinos.
—¿Vas a estudiar medicina? Ya no estás en edad, mi querida Sissi.
—Pasé el examen de admisión con 98.
—Inteligente has sido siempre. Por eso me casé contigo, no porque te sintieras emperatriz. ¿Vas a estudiar medicina? No te creo. Te daban miedo los muertos.
—He amortajado a tantos —dijo Merluza con un aire de tristeza que no quiso que le cruzara entre las cejas.
—Es larga la vida, ¿verdad? —le respondió el marido mientras le pasaba un brazo por la cintura.
—Larga y corta. A ver si me da tiempo de hacer una especialidad.
—Así las cosas, me como el mercado chino. ¿De verdad vas a estudiar medicina?
—Claro. Si ya me soñé princesa, ¿no me voy a soñar doctora? Mucho menos riesgoso y por fortuna mucho más posible que ser Sissi.
—¡Doctora! ¿Le dibujo una estrella? —dijo el marido—. ¿En dónde le dibujo la estrella?