LA HORA EXACTA

Tuvo un marido al que quiso como se quiere a un cometa. No duraron mucho tiempo casados. Unos diez meses. La intensidad de semejante matrimonio impidió que la calma de las gripas y las tardes de tele convirtieran la pura euforia en algo menos arrebatado, pero más contundente que la pasión sin redilas en la que vivieron.

Ni vale la pena tratar de saber por qué los separó la casualidad. A veces, cuando un lazo se estrecha de más, en lugar de unir, corta lo que amarraba. Igual y eso fue. Quién sabe. Lo cierto es que después de una tarde negra, no volvieron a verse. Sin embargo, en homenaje a lo que no firmaron, pero tuvieron con la fuerza de quien tiene pavor, ella lo buscaba cada tanto y él aparecía cada rato. Hablaban largo por teléfono, se contaban en qué iban sus vidas.

A propósito del clima o la política, volvían a establecer un litigio agazapado en torno de las razones de lo que no se pudo y debió poderse. Con el pretexto de criticar a alguien dejaban claro cuán unidos estaban aunque sólo fuera en la contundencia de sus juicios.

A ella le gustaba el principio de aquellas conversaciones como en vilo, le gustaba que la voz, redonda e indefensa, que el hombre había tenido en la cama a media noche, apareciera en su teléfono a media mañana y le cruzara los oídos como si hiciera un homenaje implícito a la ceremonia que habían compartido.

Le gustaba el modo en que él le contaba intimidades, cosas como que le dolía un oído, no le quedaba bien un saco o le habían salido ronchas en un recoveco que sólo ella sabía. Le gustaba que se diera por dicho lo no dicho, que nada hubiera que adivinar, como si todo lo incierto se conociera desde hacía mucho.

Una vez, la sola palabra ayer le había traído al aire el momento en que ella, al salir de la regadera, con el pelo mojado sobre la cara, lo vio pintando de amarillo y burbujas el agua quieta, a la altura de sus canillas, sobre la que orinaba con la concentración de quien hace una obra de arte. Otras, una frase la devolvía a su cara sin maquillaje, elogiada por él como si fuera la de la Mona Lisa. Muchas veces, cuando se despedían, ella se quedaba un rato con el teléfono en la oreja, como si quisiera seguir oyéndolo. Un día cualquiera, la emoción de oírlo saludar desde quién sabía dónde la dejaba temblando. A veces peleaban. Se les notaba desde el primer saludo que su conversación iba a ser corta porque se llamaban para dirimir un asunto en el que iban a estar en desacuerdo por las mismas razones que los habían separado: su idea de para qué sirve el dinero, por ejemplo.

De todas esas conversaciones, lo mismo las hospitalarias que las insoportables, Adriana salía con algún tipo de emoción. Mala o buena, pero intensa. Igual se quedaba irascible que intrépida, inspirada que triste, pero siempre algo se le movía en el suelo y el ombligo cuando cruzaban palabra.

A eso atribuía su incapacidad para quedarse con cualquiera de los varios hombres con los que salía a comer o a dormir, según el caso, y a los que olvidaba al poco tiempo, porque no era capaz sino de comparar cualquiera de las emociones que ellos le provocaban con la efímera, pero escalofriante, emoción que le daba el teléfono con aquella voz dentro.

Pasó un montón de tiempo. Ella fundó una firma de abogados que se hizo célebre en el boca a boca de quienes necesitaban una defensa legal que los ayudara a liberarse de las imponderables injusticias que puede cometer la letra de la ley. Vivió tres años metida de tal modo en el trabajo que se le fue olvidando hasta el deseo de tener un deseo. Ni siquiera quiso responder a las llamadas del loco por el que estuvo loca. Metió en una caja el corazón ensimismado que aquel asunto le dejó y se fue haciendo de una especie de paz no atribulada sino contagiosa. Borró de su cabeza, del directorio de su celular y de sus asuntos pendientes en la agenda, cualquier dato que pudiera remitirla a una sola palabra cruzada con el individuo que había trastornado una parte de su cuerpo durante una parte de su vida. Y le dio vuelo a la hilacha del cortejo con quien cruzara su apetito, sin dejarle entrada, ni en su memoria, a la voz que podía desfalcar todo el tinglado de armonía por el que brincaba como si fuera trapecista. Hasta que, en alguna de esas comidas de negocios que derivan en tardes de música y noches de cama, dio sin imaginárselo con un señor que le volvió a fruncir el entrecejo con la cavilación de lo imposible. Tembló con aquel riesgo porque meterse en él significaba tratar con una clase de trajines que se había propuesto no llamar a cuentas. Se tenía prohibida la sola idea de formalizar un romance, porque de semejante imprevisto siempre y sin remedio salía la urgencia de llamar a la voz del sin remedio y aceptar que ni modo, que todo aquel disgusto seguía estremeciéndola más que cualquier gusto. Y le tenía terror a la parálisis que podía ser su vida si volvía a equiparar a alguien con aquel alguien. Quiso querer al nuevo sin oír del viejo para que la comparación no echara el mundo a perder. Y empezó a ser tan feliz como está permitido. Subió y bajó de cuanta nube tuvo enfrente, volvió a creer en las estrellas y a encaramarse en la rueda de la fortuna, hasta que un buen día, se sorprendió en vilo como en ningún otro día. Le gustó tanto aquel gusto que tuvo ganas de salir a contárselo a todo el mundo.

—¡Qué maravilla! —le dijo su prima Luisa, que estaba al corriente de todo el asunto—. Ya nada más te falta matar al monstruo.

Adriana la odió por sugerir lo que ella sabía de sobra: aún tenía abierta una rendija por la que a veces se filtraba la improbable luz del pasado. Y le tenía un miedo espantoso a espiar por ella.

Así las cosas, una mañana se hizo al ánimo y llamó a su ex marido. La voz desde el teléfono le respondió con todo tipo de agasajos.

Más que nunca ella dedicó la concentración de una abeja a oírlo tejer sus mejores historias, recordar los detalles más imprecisos, pedir, presumir, evocar. Después de un rato y, para no dar por perdido el caso, ella lo condujo a dirimir un pleito. Nada como eso desataba sus ganas de besarlo desde el pelo hasta el pito. Pero ni así se le movió el ombligo, menos aún el suelo por el que andaba tan contenta como si supiera bailar sobre un alambre. Se despidió.

Frente a ella estaba su prima cuya condición de testigo se había considerado imprescindible. Se notaba en el aire, pero de todos modos quiso oírlo:

—¿Qué sentiste? —le preguntó.

—Como si hubiera llamado al cero treinta —dijo Adriana.

—¿Y qué horas eran?

—Ninguna —contestó.