CONOCERSE EN EL HOTEL DE OTROS DESEOS

La tarde de un jueves Patricia perdió el reloj que se había comprado con su primer sueldo. Lo dejó en un hotel de Tlalpan al que había ido a dar con un hombre que no entendía los misterios y creía que andar en amores era cosa de voluntad y fuerzas. Impensable quererlo por marido. Es un torpe, se dijo Patricia a la mañana siguiente, cuando no pudo recordar ni su nombre.

Hago que conste su olvido no para acusarla de desmemoriada, sino para dar fe de que ni eso contaba demasiado. Había tenido con él un encuentro de resistencias y a lo largo de la noche quedó claro que tanto sudor y tanta queja no les dejarían nada memorable. Cuando los alcanzó la madrugada, se fue cada quien a su casa y ella, que desde entonces era incapaz de cuidar sus pertenencias, porque desde entonces pensaba más en lo que le faltaba por hacer que en lo que estaba haciendo, dejó el reloj en la mesa de noche sobre la que lo puso tras quitárselo para no rasguñar al novio de un rato que la abrazaba como si todo fuera una guerra de empujones.

Volvió a su casa a dormir unas horas antes de que dieran las seis y tuviera que correr a la Universidad. Estudiaba el tercer año de Sociología como quien lee la Biblia: creyendo en los milagros.

Durmió sin sueños, sin cansancio ni reminiscencias y despertó a las seis de la madrugada. Tardísimo. Brincó de la cama a la regadera bajo la que abrió la boca para beber el agua que fue su desayuno y se echó a la calle aún abrochándose la blusa. Sólo extrañó su reloj al llegar a la esquina en que pedía con el dedo que la llevaran por todo Insurgentes hasta la Ciudad Universitaria. Una pequeña congoja le prendió el estómago. El reloj lo había comprado con su primer sueldo, y necesitar un sueldo desde que empezó la carrera demostraba su falta de padre, y su falta de padre a veces era un agujero en el centro de sus costillas.

Un torpe él y una torpe yo, se dijo en voz alta mientras subía al camión porque no estaba el tiempo para esperar nada mejor en que trasladarse.

Al terminar las clases buscó a su amiga Valeria. Habían acordado ir a comer a una fonda en la que por doce pesos les daban desde sopa hasta postre y agua de limón.

Comieron conversando sobre la noche. Sobre el mitin al que no irían esa tarde y la diatriba feminista que Patricia quería escribir. Sobre el amor sin amor y el amor con celos. Cada quien su mal y sus bienes.

Valeria tenía un novio empeñado en hacerla una esposa de buen ver y mejor portarse, que no necesitaría de ningún conocimiento sociológico, ni de estudios mayores a la secundaria, ni de lecturas más amplias que una página del directorio telefónico. Si no aceptaba la oferta, en poco tiempo perdería los brazos de un ingeniero experto en puentes y placeres. Aterrada por el futuro doméstico, se preguntaba si en alguna otra parte podría encontrar orgasmos.

—Depende qué orgasmos —le dijo Patricia con el ánimo distraído—. ¿Me llevas a buscar mi reloj?

Valeria asintió sin más preguntas y las dos se metieron al Volkswagen que manejaba deprisa y desafiante, sin pensar demasiado en las dificultades agazapadas en el hecho de que Tlalpan fuera una larga serie de calles pobladas por hoteles idénticos, entre los que había que encontrar uno que tuviera dentro el reloj que Patricia echaba de menos como a una parte de su destino.

A la luz de la tarde, los hoteles se alineaban sin más promesa entre ellos que el deseo incorregible de ver llegar la noche. Cuando bajara la oscuridad todos aquellos cuartos de aspecto pobretón, que a la hora de comer abrían sus ventanas a la nada, ventilándose con los colchones al aire, tendrían sábanas limpias y toallas blancas, jabón Rosa Venus en los lavabos y resguardo de cueva en las paredes. Pero eran las cuatro y los asturianos que de noche extendían llaves a parejas anónimas bajo el aire anterior a la puesta del sol miraban a las dos muchachas con los mismos ojos de una monja teresiana. Ni san Agustín apenas converso hubiera mostrado tanta reprobación como la que ellas aguantaron sin más sostén que su confianza en el derecho de las mujeres a ser tan impúdicas como los hombres: «¿Y usted qué andaba haciendo por aquí anoche? ¿Y cómo era el reloj? ¿Y cuánto le costó? ¿Y quién se lo compró? ¿Y no le da vergüenza? ¿Y está usted segura? ¿Y por qué no se va de aquí antes de que su padre venga a armarme un escándalo?».

«Difícil va a estar eso», dijo Patricia sin necesidad de espantarse la nostalgia de su padre: aquel no era uno de los sitios en los que hubiera querido encontrárselo. Lo único que ella deseaba en ese momento era dar con su reloj y largarse con Valeria al cine.

Recorrieron Tlalpan de abajo hacia arriba durante casi dos horas. Más de nueve gerentes avejentados y entrometidos les preguntaron hasta el color de sus matrices, sin que ellas dieran muestras de vergüenza.

Por fin, cuando ya estaban hartas, encontraron el pulguero de la noche anterior. Patricia lo supo al cruzar la puerta porque ella podía olvidarlo todo menos los olores y, al pisar el azulejo de la entrada, su nariz reconoció el detergente cuyo aroma le había fastidiado tanto. Le chocaba ese olor empobreciendo el aire. Prefería la mugre a secas, sin aquel perfume a pulcritud mentida. Y todo eso, que sólo había pensado la noche antes mientras le daban una llave, se lo comentó a gritos a Valeria cuando entraron en el hotel.

—Si tiene tantos remilgos, ¿por qué no se va al Camino Real? —dijo tras el mostrador un muchacho que usaba la corbata como quien carga un silicio. Atendía la recepción sin que pudiera saberse si era el mozo o el gerente.

—Porque no todos mis novios tienen un hotel barato que les deje para pagar uno de lujo cuando se les ofrece un mal deseo.

—¿Tú eres un mal deseo?

—Yo aquí dejé mi reloj ayer en la noche —dijo Patricia.

—¿Qué hacía alguien con tu tipo en un hotel de paso?

—Todos los hoteles son de paso.

—Pero no en todos dejas tu reloj.

—No voy a tantos —dijo Patricia exacerbando el pliegue entre sus ojos de pájaro.

El muchacho tenía un aire tímido que disfrazaba de cinismo.

—¿Será este? —preguntó sacando el reloj de un cajón bajo el mostrador—. ¿Correa azul, carátula plateada, números romanos?

—Este mismo —contestó Patricia haciendo un ademán para quitárselo a la mano en que lo columpiaba el muchacho.

—Con razón no le alcanza a tu novio para el Camino Real. Si no le alcanza ni para regalarte un buen reloj.

—Niño pendejo. Dame mi reloj y deja de meterte con mi vida privada.

—Yo no me he metido con tu vida privada. Tú viniste a meter tu vida privada en mi hotel.

—Gran propiedad. Suelta mi reloj, pinche niño de teta —dijo Patricia queriendo arrebatárselo.

—Niño de teta a mucha honra. Y de buena teta —contestó el muchacho volviendo a columpiar el reloj.

—Dámelo —dijo Patricia.

—Te doy lo que quieras, mamacita.

Patricia lo miró de la frente a la cintura: tenía las cejas delgadas de un adolescente y el ceño con dos rayas podría haber sido el de un viejo. Tenía en la boca el juego de una sonrisa y en el cuello la corbata mal chueca dándole un aire de ironía a aquel atuendo a todas luces impuesto por el tiempo que duraba su horario de trabajo. Tenía los hombros anchos y respingados hacia atrás como un retobo.

Patricia sintió ganas de matarlo o comérselo.

—¿Qué se cree este imbécil? —le preguntó a Valeria como quien abre un código.

En un segundo le cayeron las dos encima. Patricia prendió una mano a su cabeza y le jaló un puño de rizos castaños. Valeria le desbarajustó la camisa y mientras ambas lo sacudían, Patricia le arrancó el reloj de entre los dedos.

Dándose por vencido, el muchacho abrió una sonrisa de gato.

—Oye —le preguntó a la fiera que había defendido su reloj como si fuera la joya mayor de la corona que podría llevar puesta—. ¿Tú estás en Ciencias Políticas? ¿Esto de venir aquí lo haces gratis?

—Sí —dijo Patricia—. Sí estoy en Ciencias Políticas y sí vine aquí por el gusto. ¿A ti no te encontré hace dos semanas en un mitin frente a la puerta de Gobernación?

—No me preguntes qué hacía yo ahí —dijo él.

—Ni que me interesara. Cambien de detergente si no quieren perderme como clienta —le contestó Patricia girando la cintura hacia la puerta en que la esperaba su amiga.

—¿Y se puede ser cliente tuyo?

—Salgo carísima.

—¿Cómo en cuánto?

—Como en gustarme.

—¿Y qué hay que hacer para gustarte?

—No tengo idea —dijo Patricia echándole una última mirada al entrecejo que él fruncía como si tratara de guardarse algo entre los ojos.

—¿Ni la más mínima? —preguntó él.

—La más mínima sí. Lunes y miércoles salgo a las doce y media del salón Uno. Y tú también, ¿verdad?

—Verdad —dijo él que desde entonces, con boda de por medio, es su marido. Porque nunca, jamás, reloj alguno resultó por mujer tan bien perdido.