VER PARA CREER
Tras veinte años de vivir con Paula, su marido tuvo a bien enamorarse de una niña con la edad de sus hijas. Apenas ella lo supo, quiso morirse. Y lo supo rápido porque eso siempre se sabe y porque, en este caso, la noticia la llevó el portador en la sonrisa.
Afirma un genio del buen decir que la calentura, como el poder, ofusca a los inteligentes y a los pendejos los vuelve locos. Sin duda ese fue el caso del marido de Paula. Para el manicomio estaba de un día para otro, y para el manicomio la puso a ella con esas dos frases: que ya no la quería y que en realidad nunca la había querido.
¿En veinte años? ¿Por qué no se lo había dicho antes? Paula no lo podía creer. Llevaba toda la vida de contemplarlo y no había hecho otra cosa que asentir a cuanta barbaridad se le ocurría. Veinte años diciéndole a todo que sí. Portándose a veces como una cándida y a veces como una santa. Haciendo pasteles cuando era un caso y acompañándolo a torear cuando era el otro.
Tres campañas políticas se echó a lomo de camioneta, diciendo que le gustaba lo que no le gustaba y trabajando a la par, para no recibir ni el muchas gracias.
Tenía diecisiete años cuando se conocieron. Entonces cayó a sus pies y de ahí en adelante no hizo en la vida sino lo que él había querido. Le gustaba el fútbol americano y ella creyó que también a ella le gustaba ese fútbol, le gustaban la carne y la cerveza, ella comía carne y cerveza bebía. Era inviolable la norma que lo llevaba a levantarse temprano para ver si amanecía antes: ella pasó veinte años de su vida levantándose al alba como quien viva debe estar aunque esté muerta.
Hasta los fines de semana él tenía siempre la misma hora temprana en la que mover la mano para insinuarle que necesitaba cobijo entre sus piernas. Y no tenía mayor gracia ni hacía mayor esfuerzo para guardarse ahí un rato y salir cuando quería sin preguntar ni preguntarse qué bien había dejado su paso por ahí. Nunca en la tarde, nunca en la noche, siempre al principio de la mañana, para no perder la sana costumbre de levantarse al alba.
En la tele veían los noticiarios y al cine no iban nunca porque él pasó años muy afanoso. Como quien salta, fue de diputado a presidente municipal, a senador y ministro en dos distintos gobiernos.
Algunos lo creyeron importante, pero sólo ella fue capaz de considerarlo crucial. A él, un sujeto más bien mediocre, más bien tonto, que a fuerza de perseverancia y tedio había conseguido uno que otro logro prescindible. El marido era narigón pero, de cualquier modo, quien no veía más allá de esa nariz no podía ver muy lejos. Y ella no imaginaba un milímetro adelante. Ni cuando Constanza, su amiga del alma, entró en la Universidad y luego se fue a vivir a Londres para trabajar en un revista muy celebrada, ella quiso darse cuenta a qué horas le pasaron por enfrente los años en que se proclamaba el amor libre y las mujeres decidieron hacerse de una profesión y un destino que no dependiera de sus hombres.
Siempre se veía feliz y tenía la sonrisa de una muñeca en día de Reyes. Le daba el aire en una cara de gringa linda y las gringas lindas lo son. Era una pelirroja de ojos verdes, pechos pequeños, vientre planísimo, piernas largas, dentadura de cristal. Y todo ese bagaje lo colocó a las plantas del cretino que desde muy joven ya se sentía con derecho a dirigir el mundo propio y el ajeno.
Ella veía por sus ojos hasta que se fue quedando medio ciega. A él no le gustaba el campo, ni tenía mayor interés en los árboles o en las puestas de sol. Ella creyó por años que también sus ojos se habían hartado de mirar el horizonte y nada tenían que buscarse entre las nubes. De tal modo se obnubiló, que no sólo para ella, sino, según ella, para todo el mundo, su marido era el más guapo de todos, y el más inteligente y el mejor. Aunque de todos fuera el que menos tiempo pasaba en su casa y el que menos veces miraba a su mujer, y el que ninguna de esas veces notaba si ella estaba vestida o desvestida, peinada o despeinada, contenta o devastada.
Dados tantísimos consentimientos, al señor se le hizo fácil llegar con esa suerte de santa necia y notificarle sin más que ya no la quería y que en verdad nunca la había querido.
Y claro, Paula no quería sino morirse y entre más rápido mejor. Morirse como fuera. Que la mataran quería, pero no sabía bien a quién pedírselo. Tanto enemigo que había hecho su marido, ojalá y alguno quisiera equivocarse vengándose con ella como hicieron unos narcotraficantes con la mujer de otro: se la robaron y al cruzar un puente le metieron cien tiros y luego le mandaron al marido las evidencias de semejante barbarie: en una caja, las dos manos de su mil veces desgraciada esposa.
Cuando Paula había oído esa historia tuvo pesadillas durante semanas. En mitad de la noche soñaba una cabeza todavía con los ojos abiertos, llorando por su cuerpo tirado a un lado mientras un hombre la veía jurando venganza y golpeando lo que de ella quedaba.
«Quién sabe para qué te cuento cosas que te afectan como si te pasaran», le había dicho su marido y ella pensaba que sí, que quién sabe para qué se las contaba. Pero ni para comentarle que no las quería oír porque ella estaba para ser la oreja, el pie, la boca o cualquier cosa de la que él necesitara sacar provecho.
Todo hasta el mal día en que él anunció que se iba y se fue. Entonces Paula probó de todo. Dos veces tomó un frasco de pastillas y dos veces los vigilantes del buen nombre de su marido le lavaron el estómago y le salvaron la vida. No hubo cosa que no se le ocurriera, pero algunas le daban pavor: pegarse un tiro, aventar el cuerpo desde un noveno piso, irse por un barranco, tirarse al cráter de un volcán, dejarse morir de frío en una esquina de Tijuana, remar lejos y perderse en alguna ola. Lo que fuera podía servir, pero algunas cosas costaban tanto esfuerzo que no le daba la tristeza para tanto.
Pensó una tarde en echar la secadora del pelo a la tina en que se remojaba como quien llora, pero en ese momento sonó el teléfono y por ahí salió Constanza, su remota compañera de colegio, poniéndole un regaño porque no le había avisado antes el estado en que estaba.
Por suerte hay chismosos en el mundo y hasta la India, en donde hacía un reportaje, le llegó la noticia de lo que estaba pasando con esa amiga a la que veía de vez en cuando a escondidas del marido que la consideraba una pésima influencia.
«Mujer inteligente, mujer imprudente», decía el hombre cada vez que se hablaba de ella.
Como tal, justo como una imprudente con inteligencia, Constanza entró en su baño y la encontró metida en una bata de toalla:
—Esto me pasa por no haber ido a la Universidad —fue lo primero que le dijo Paula.
En vez de contradecirla o compadecerla, su amiga la regañó por haberla obligado a tomar un vuelo con cinco escalas que la devolviera cuanto antes al país.
—¿Cómo se te ocurre tratar de suicidarte? Siquiera por curiosidad se queda uno viva —le dijo. Luego siguió con un discurso furibundo, falto de altruismo y de condescendencia. Se instaló a vivir con ella. Por fortuna también era mexicana y por lo mismo podía criticar al país y a sus políticos sin agraviar a nadie, cosa que hizo desde que entró en la recámara de Paula.
La regañaba varias veces al día. Le hablaba, al parecer en balde, de lo preciosa que era, de lo grande que podía verse el mundo, del bien que podían hacer sus talentos y su paciencia encauzados hacia mejores quehaceres que complacer a un cretino.
—Es el papá de mis hijos.
—No te preocupes. No es genético el mal comportamiento —le dijo Constanza—. A los hijos los educaste tú, él no estaba sino mirándose a sí mismo.
—¿Crees? —preguntó Paula bebiendo el té negro que le había traído su amiga, empeñada en despertarla para irse a oír tangos en un bar argentino.
Fueron. Lloraron. Malena tiene penas de bandoneón, cantaron.
—Y esta mujer tiene una voz de diosa —dijo Constanza alegrándose de haber ido.
—Oírla fue como suicidarse varias veces —dijo Paula.
—¿Verdad? No hay nada como morirse de mentiras —opinó Constanza que desde ese momento se dedicó a llevar a su amiga a cuanto espectáculo bueno o malo la hiciera sufrir.
Vieron todas las películas de llorar que había en la cartelera y luego todas las que quisieron ir rentando en el video club. Fueron a las más trágicas obras de teatro y, de música de fondo, no estuvo sino José Alfredo cantado por quien quisiera cantarlo, desde el rincón de una cantina.
Constanza, que llevaba años sin lugar en México, rentó uno con jardín y jacarandá. Luego sacó a Paula de la casa en que había vivido con su marido, que para su fortuna era suya porque desde que se tenían que declarar los bienes de los funcionarios públicos él la había puesto a su nombre.
—De todos modos, es más de él que mía —dijo Paula.
—Por eso te estás yendo, porque el dinero que te paguen por ella va a ser más tuyo que de él. Todo tuyo.
—Me estás dirigiendo la vida —dijo Paula y Constanza empezó a creer que algo iba mejor.
—¿Qué quieres estudiar? —le contestó.
—No sé —dijo Paula.
—El examen de admisión a la UNAM es el 20 de febrero. Tienes un mes para pensarlo. Y no te queda más remedio que entrarle, llevas demasiado tiempo de vivir en medio de un vacío intelectual que asusta. Tú eras la de los dieces en el colegio, pero hace daño vivir tanto con alguien como tu marido. «Puros puestos sin propósito, poderes sin rumbo, maromas sin ideas y sin gracia» —dijo citando a un clásico.
Paula soltó una risa espléndida y besó a su amiga queriendo comérsela con todo y su talento y su talante.
—¿Ciencias Políticas? —le preguntó Constanza.
—Otra cosa —dijo Paula.
Un año después, una tarde de lluvia espesa y júbilo agazapado, firmó el divorcio. Su marido tuvo el buen gusto de no llevar a su nueva mujer. Ella fue con sus hijos y un vestido verde pálido. Maquillada con una delicadeza profesional, delgadísima, en paz.
Durante el proceso se había casado su hijo mayor, ella había conocido las ventajas del botox y la futura esposa de su casi ex marido parió un hija.
Él, que nunca se ofreció ni a cargar la mamila de la cama a la mesa de noche, ahora cambiaba pañales y no le daba el pecho a la criatura porque no tenía leche en las tetillas.
—Qué bueno que alguien lo vuelva útil. Tú lo echaste a perder, ahora que lo remiende otra —dijo Constanza.
—Mejor así. A mí ya que me den puestas de sol, álgebra y días de campo —dijo Paula.
Constanza pensó que no había reportaje más feliz que haberla visto entrar en razón. La Facultad de Ingeniería le devolvió en seis meses el aire suelto que se le conoció en la adolescencia y ese mismo aire la ayudó a pensar en su ex marido como lo que era: un señor de semen andariego y envejecido que iba haciendo el ridículo de andar con una mujer veinte años menor. Recuperó el horizonte y descubrió que ni le gustaba la cerveza, ni podía con la carne, ni le interesaba el fútbol. Descubrió que podía pasar la tarde con la vista perdida entre los cerros que dormían frente a su ventana y esperar hasta muy noche, cuando la luna subía tarde, para rodar por ahí al salir del cine dándose el gusto de amanecer despierta.
A los cuarenta y tres años se consagró como la mejor alumna de ingeniería electrónica en todo el país. A los cuarenta y siete era una de las cuatro más importantes ejecutivas de una empresa especializada en telecomunicaciones. Por ahí del año 2006, le devolvió al ex marido hasta el último centavo que costó la casa en que habían vivido juntos.
—Yo creo que exageraste —le dijo Constanza.
—Yo creo que no —le contestó Paula, sentada en la terraza del hotel Danielli, viendo el Gran Canal resplandecer como si lo hubieran iluminado para darle gusto.