EL ALMA EN LOS PIES
Tenía un juanete como quien tiene un volcán, una península en el pie izquierdo que a veces le dolía en la piel, pero siempre en el espíritu. Le parecía una vergüenza andar con eso por todas partes, como quien lleva un enemigo a cuestas.
Todo se le había vuelto complicado, ni se diga conseguir zapatos. Pasó de usar unos que ni a marca llegaban a buscar en Italia las pieles más delicadas y las marcas más indelebles. Los pies son como el alma, se notan en la cara. Y andar sobre ellos cuando duelen puede poner en el gesto un enigma del todo indescifrable. Así que la noche aquella en que Inés tuvo el gusto de encontrar a su segundo marido, vio en él antes que un saludo una pregunta: ¿qué le pasa a esta mujer?
Estaban en un convite de esos en que se bebe de pie y dando vueltas, yendo de una persona a otra sin establecer conversación con ninguna. Nada original, todas las reuniones así resultan horrendas, pero en particular esa, porque nadie conocía a nadie. Los invitados habían acudido en honor de un amigo común que no por eso los hacía tener algo más en común que el desastre de estar en esa fiesta ilógica. Era en una embajada con un jardín sobre el que habían puesto tarimas de madera. Ella pensaba que debía cuidarse de no meter un tacón en las rendijas que se abrían entre una tabla y otra. Él la saludó perdido de repente en sus ojos perdidos.
Dijo su nombre y sabía el de ella: Inés Soler. ¿Por qué sabía el de ella? Porque hacia mucho tiempo que la dueña de semejante nombre le andaba por los recuerdos y la emoción. Era más joven que ella, no mucho más, unos dos años, pero dos años cuando ella tenía diecinueve y él diecisiete parecían una eternidad. Inés estaba a punto de casarse y se casó. Él iba en primero de preparatoria y le faltaba el infinito para terminar la carrera, ir a un trabajo y atreverse a pensar en que una mujer lo encontrara deseable. Era compañero del hermano de Inés, así que incluso fue a su boda, con un traje prestado y una corbata de su padre. Hacía más de veinte años, pero él aún la recordaba abrazando a su primer marido como si no hubiera en el mundo otro lugar en donde cobijarse. Bailaban. A ella le salía un brillo de la piel, toda su estampa echaba luces. Parecía una gloria ser abrazado así, como Inés abrazaba a su primer marido. Al menos eso creyó Miguel que, al mismo tiempo en que la iba viendo bailar, le iba diciendo adiós a la fantasía de dormir junto a ella desde la primera noche en que la vio. Entonces Inés andaba en piyama por la casa, con el pelo atado en una cola y unas pantuflas enormes. Entró a la cocina canturreando en busca de un cereal y ahí encontró a su hermano, con diez amigos, sirviéndose unas cubas. Fumaban intercalando palabras sueltas.
—¿De qué hablan? —les preguntó Inés.
—De mujeres y traiciones —le dijo su hermano.
—¿Ya saben de traiciones, tan chiquitos? —les preguntó acercando su risa y su paso cachondo, con toda la candidez de quien pensaba que ellos eran unos niños como su hermano, y ella, una mujer al borde del matrimonio.
Los demás le contestaron con otra risa, Miguel no. Ese estaba mirándola como quitado de la fiesta, como si sólo viera su piyama, como si no le importara imaginar el tenue color de sus pezones marcándose bajo el algodón de su ropa, como si no estuviera presintiendo ya su pequeño ombligo hundido en mitad del vientre, como si no quisiera probar a tocarle la espalda vacía de tirantes, subiendo hasta una nuca dúctil, casi capaz de hablar cuando se iba moviendo regida por la concentración de la cabeza, que se agachaba a ver su cereal mientras iba camino al refri en busca de la leche.
—¿Miguel, el amigo de mi hermano chiquito?
—Dos años menos joven que tú.
Inés lo miró como si lo descubriera. Siempre sorprende que también los demás envejezcan. Encima él, que seguía siendo guapo, tenía más arrugas que ella aunque mirara con la misma curiosidad de entonces.
—Me quedé en que hace mucho te fuiste a Ginebra —dijo apoyando todo el cuerpo sobre su pie derecho mientras descansaba el izquierdo.
Miguel la vio ladear la cintura y se le antojó sostenerla.
—Hice una maestría —dijo como si el tema no interesara.
Luego le preguntó a ella por su vida. Inés le hizo un recorrido en tres frases y volvió a preguntarle cuáles eran sus rumbos. Él le correspondió con otras tres frases y ambos quedaron al tanto de todo cuanto necesitaban saber de sus andares y su presente. Cuando terminaron de resumir sus biografías, cada uno sintió que daba más o menos igual saber qué les había pasado antes de lo que les estaba pasando. Sólo les interesaba el presente inmediato, así que buscaron un lugar en donde sentarse.
Había una banca en el otro extremo del jardín y caminaron hacia allá. No bien dio tres pasos, Inés atoró un tacón entre dos tarimas. Volvió a quebrar su cintura hacia él y la apenó verse tan torpe como algunos hombres ven a todas las mujeres.
Miguel la sostuvo sabiendo desde hacía años que no había mayor fortaleza que aquella aparente fragilidad que tienen las mujeres en tacones.
—No sé cómo pueden andar sobre esas cosas —dijo agachando la cabeza para mirar con exactitud la altura de los zapatos que usaba Inés.
Como si la estuvieran desnudando en público, ella quiso desaparecer. Hubiera podido tragarse el juanete si no estuviera hasta allá abajo, agazapado en el pliegue que hacían sus pies puestos de puntas. Le había costado dar con aquellos zapatos tan disimuladores que hasta parecían delicados. Ni la más hábil hermanastra de Cenicienta hubiera conseguido unos mejores. Benditos fueran. Ellos y los hermanos Ferragamo.
Lograron sentarse. Inés dobló las piernas y metió los pies bajo la banca. Lo miró.
—¿Te lastimaste? —preguntó él volviendo a poner el dedo en la llaga.
—No es tema —dijo Inés y perdió la mirada en el horizonte de extraños que brindaban sin saber bien a bien con quiénes.
—¿Tus pies no son tema? Yo los recuerdo arrastrando unas pantuflas inmensas y luego dentro de unos zapatos de raso blanco sobre los que te levantabas a besar al pesado con el que te casaste.
—Gran divorcio el nuestro, ni un litigio. Todo tan aburrido como todo.
—Así que no te lastimaste.
—¿El pie? No vuelvas sobre el tema.
—El alma.
—Lo mismo que si dijeras el pie. Tengo un juanete —confesó en un tono tal que Miguel entendió sin más que estaba recibiendo con eso una entrada a la intimidad más íntima de aquella mujer.
—Enséñamelo.
—Antes me desvisto completa —dijo Inés—. Sólo se los enseño a mis amigas.
—Enséñamelo —volvió a pedir Miguel, que había cruzado la pierna y le desamarraba las agujetas a uno de sus zapatos. En un segundo sacó el pie, se quitó el calcetín y puso sobre las piernas de Inés sus cinco dedos.
—Mira este —dijo.
Inés sintió un escalofrío de ternura.
—Quién fuera hombre —dijo.
—Quién fuera mujer para ser tu amiga.
—Tú ya eres como una amiga —declaró ella.
—¿Me lo vas a enseñar?
—Sí.
—¿Dijiste que antes te desvestías?
—O después —contestó ella quitándose el zapato.