CON TODO Y TODO
Daba rabia, porque se habían querido tanto y de tan distinto modo durante los doscientos años que tenían de conocerse que era una lástima separarse así, como si nada.
Doscientos años, decía ella, porque con el tiempo adquirió la certeza de que así había sido. Su fe en el absoluto era tan rara que iba tomando cosas de cuanta religión tuvo a la mano, y eso de las varias vidas, de las almas jóvenes y las almas viejas, le gustó desde que se lo dijeron como una verdad tramada con hilos de plata.
No dudó en asirse a la certidumbre de que se conocían de tantos años como no les era posible recordar. Seguramente, pensaba, se habían visto la primera vez en el 1754, quizás en Valencia, y otra vez o muchas durante el siglo XIX, a la mitad de una guerra o en un baile, pero su encuentro en el 1967, en el cruce de una escalera justo en el centro de la ciudad de Puebla, los marcó en definitiva y para bien, aunque como otras veces todo estuviera a punto de terminar mal.
Quién sabe por qué la vida suele ponerles trampas a quienes mirados desde fuera no pueden ser sino pareja el resto de sus vidas, pero se ha dicho que tal sucede y está visto que no sólo ellos, sino algo del mundo se entristece cuando se pierden uno al otro.
En el siglo XX, Ana García y Juan Icaza, grandes nombres de la pequeña ciudad, fueron novios desde el momento en que esa escalera los sometió a su hechizo. Ella iba a subirla y él venía bajándola cuando el aire se cruzó entre ellos y el aroma bajo su ropa. Ella iba metida en un vestido blanco, hacía calor. Él tenía en la mano un sombrero cordobés con el que hacía creer a cualquiera que iba o venía de una plaza de toros.
Ahí y en ese tiempo los hombres todavía empezaban el cortejo y él tardó medio minuto en iniciarlo. Le preguntó si era hija de su padre y le contó que él hacía los hilos con los que el buen señor tejía sus telas. Le dijo que parecía una paloma de la paz y ella sonrió diciendo que las palomas están siempre en guerra, que no había campanario ni plaza que diera fe de algo distinto y que ninguna mujer vestida de blanco podía ser del todo confiable.
Dicen las consejas que la ironía no es útil para hablar con los hombres, pero ella lo olvidó y sin remedio hizo alguna. Desde ese momento y por todos, el trato entre ellos tendría sus crestas y sus caídas siempre que Ana ironizaba en torno a lo irremediable. Por ejemplo, la pasión de Juan por sí mismo, su lengua larga, su vanidad sin tropiezos, su aspecto de borracho empedernido.
Fueron novios un tiempo. Novios aún de los que terminaban despidiéndose en la puerta de la casa, justo cuando debería empezar el encuentro.
Tras una de esas despedidas, él se fue a beber con sus amigos y de beber a retozar con una pelirroja pasó en un segundo. Al día siguiente, media ciudad despertó contando que Icaza había bailado con una gringa pegado a ella como una etiqueta.
—Estaba yo borracho —dijo él para disculparse.
—Todavía peor —le contestó Ana separándose del abrazo que no se darían.
Esa madrugada y las treinta que siguieron Juan las pasó cantando bajo el raro balcón de Ana, que se hacía la sorda mientras toda su familia se hartaba de no serlo. Lo acompañaba un mariachi que conocía de ida y regreso todas las canciones que tienen palomas traidoras en alguna de sus letras. Ni se diga la paloma negra, la paloma querida, la paloma que llega a una ventana y la que nunca llega, la paloma en cuyos brazos vivió alguien la historia de amores que nunca soñó, la paloma que sabe que lo hace pedazos si el día de mañana le pierde la fe.
Por más que cantaron, ni los mariachis ni las palomas, mucho menos Juan, encontraron perdón.
Luego él se hizo torero y ella puso una tienda. Se asoció con su hermana para vender las telas que hacía el padre. Al rato los dos se casaron con otros. ¿Que cómo pasan esas cosas? Pasan sin cómo, pasan porque pasan. Ella tuvo una hija y él dejó de torear para ponerse a mantener un hijo y luego otro y una esposa que hablaba poco pero mal de todo el mundo. Creció la tienda en que las hermanas seguían vendiendo al mayoreo las telas de la pequeña fábrica que les heredó su padre. Al rato creció todo el negocio.
Juan volvió a trabajar en la fábrica de hilados que tenía su familia y que sin su brío estaba al borde de la quiebra: a su padre quién sabe qué nostalgia de su pueblo en España le había entrado mientras el hijo toreaba, que cuando Juan estuvo de regreso encontró el negocio medio olvidado y patas para arriba. Como Juan era terco y le urgía paliar el equívoco en que andaba su vida, decidió revivir la empresa y no se detuvo hasta que multiplicó por veinte la producción. Borracho seguía siendo. También trabajador. Se hizo muy rico.
Mientras, Ana tuvo dos hijos más. Cada cinco años uno, acabó teniendo los problemas y los gozos de quien tiene tres hijos únicos. Le iba bien. Habían multiplicado su tienda en varias tiendas y del mando de las hermanas dependía un pequeño ejército de mujeres, como de algunos hombres depende un ejército de hombres. En su negocio había discriminación al revés y ella creía que apenas era justo y apenas necesario dado que en tantos otros no había una mujer ni en pantalones.
Antes de ir al trabajo, Ana dio en caminar en las mañanas para espantarse la certidumbre de que pasaba el tiempo. Caminaba por el borde de un río cuando supo, gracias a la voz de una amiga imprecisa —las amigas precisas no se acomiden a llevar lo que les trae el viento—, que su marido tenía una novia a la que le gustaban los caballos y los cerros tanto como a él.
También esas cosas pasan, se dijo Ana, y en lugar de inmutarse dejó el río y corrió a buscar el pasado entre unos hilos.
Lo encontró como si lo hubiera dejado la tarde del día anterior. No tuvieron ni que decir palabra, estaban esperándose. Él seguía siendo delgado y con el talle firme. Prepotente, pero simpático, un poco avaro igual que siempre, sobrio sólo en las mañanas y brioso como ella lo recordaba. No volvieron a separarse en una puerta sin haber tejido la tela de sus amores, sin abreviar ni un sonido ni una queja, ni una caricia ni una drástica emoción regida por el ahora.
Quizás el futuro fue la única queja que se ahorraron. Vivían en el presente como quien vive en un pretil de acero, en una delgada pero firme ladera de la que no querían bajarse nunca. Cada uno tenía otra casa y otro mundo y cada uno sabía que el mundo entero podía también estar en otra parte.
Conocieron en pocos años todos los hoteles de buen paso de la ciudad. Hacían juntos la siesta una o dos tardes a la semana, se hablaban por teléfono diez veces al día y se extrañaban en las madrugadas. Entonces él aprovechaba sus penas para beberse todo lo que encontraba a su alcance y labrar una serie de enemistades con su esposa. Mientras, Ana crecía un jardín, unos hijos, un trabajo, y una seria amistad con su marido. Así las cosas él se divorció y ella, no.
De semejante diferencia surgió un desequilibrio sin remiendos. A él le sobraba tiempo y a ella siempre le faltaba. Él vivía solo y ella en mitad de una multitud. Hasta su madre y su suegra habían terminado viviendo junto a su casa. Los hijos siempre invitaban amigos y su marido siempre quería abrazarla en sábado y domingo. El pobre Juan empezó a dolerse de sus desgracias y un buen día le puso a Ana un ultimátum: era él o su familia toda, era él o el otro mundo que a ella le cabía entre ceja y ceja, era él o él, él o nada. Nada como él. Nada sino él.
Se habían hecho unos amores largos y aunque Ana no se hubiera movido ni por todo el oro del mundo, se movió con trabajos, pero sin regreso, tras el mundo de oro que tenía en otra parte.
—¿Adónde vas? —preguntó él extendiendo la mano hasta el cajón de la mesa de noche para buscar unas tijeras.
—Qué empeño el tuyo en preguntar un día y otro lo que ya sabes.
—No volveré a beber, te lo prometo.
—Promételo a ti que te debes eso. A ti y a lo que no tuvimos.
Juan sonrió con la tristeza de los abandonados. Ella buscó el encaje de su ropa interior bajo las sábanas. Tenía la mano de él prendida al pelo oscuro entre sus piernas. Lo acarició.
—Qué bonito tienes esto. Si te has de ir déjame un poco —pidió acercando las tijeras.
Ana le dio permiso. Estiró los brazos sobre su cabeza y levantó la pelvis. Él cortó un mechón oscuro justo en el vértice de aquella maravilla. Pasó un ángel dejando sobre ellos el silencio más largo de sus vidas. No se movieron en un rato. Él apretó en un puño las tijeras y el pelo, ella cerró los ojos antes de perderlo en un aire ajeno y se guardó aquel momento en el centro de todos sus recuerdos. Luego, como quien se arranca de un árbol, saltó a la regadera y a la ropa y al auto y al camino, y a su casa. No podía cerrar la boca que le abría una sonrisa. Con ella puesta oyó a sus hijos mayores contar historias de adolescentes y cenó junto a la tele mirando a su marido, que miraba la tele.
—¿Qué traes en esa risa? —preguntó el hombre.
—Un juego —dijo ella antes de quedarse dormida con todo y la sonrisa que le duró esa noche y toda la mañana del día siguiente y todo el día siguiente y hasta otro día. Entonces empezó a preocuparla que Icaza no hubiera llamado en tantas horas. Traía el celular prendido desde que despertó y a las dos de la tarde no había sonado más que para mensajes prescindibles. Pero de él ni sus luces. Cerró la tienda y fue al colegio por sus hijos. Salieron los tres con dos amigos y los cinco se instalaron a lo largo de la camioneta haciendo un ruido de pájaros.
En esas estaban cuando sonó el teléfono:
—¿En dónde andas? —le preguntó una voz llena de piedras. Nada más de oírla supo ella lo que pasaba con el dueño de esa voz. Debía llevar por lo menos veinticuatro horas bebiendo. Estaba borracho como una rueda de la fortuna.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó.
—Por lo mismo que tú haces eso de vivir en otra parte.
—Mamá, ¿nos vamos a quedar estacionados? —preguntó la hija menor, que había heredado la hilaridad de su madre.
—Un rato —dijo Ana.
—Un rato no —intervino Juan—. Voy a seguir así hasta que me muera. Ya me cansé de andar solo siempre, de ir al cine sin mujer, de que la murmuración esté llegando a decir que ando con un señor y que es por eso que nada se sabe de mi vida sexual desde el divorcio y poco se sabía antes, según anda diciendo mi ex mujer.
Ana arrancó el motor y se movió despacio.
—¿Nos podemos bajar al videoclub? —preguntó el hijo de en medio.
—Sí podemos —dijo Ana.
—No podemos nada —dijo el teléfono.
—Podríamos querernos —dijo Ana.
—En lo oscuro, ya estoy hasta la madre de lo oscuro. Ana estoy hasta la madre, hasta la madre, hasta la madre.
—Ya me doy cuenta —dijo Ana.
—Estaciónate aquí, mamá. Aquí —ordenó el hijo mayor mientras abría la puerta.
—¡Cuidado! —dijo Ana, que lo vio saltar del coche.
—¿Cuidado con qué? Cuidado que no se enteren, cuidado que no nos miren, cuidado que ya es muy noche. Estoy hasta la madre —decía la voz de Juan haciendo temblar el teléfono con sus gritos.
—Ya me doy cuenta de que estás hasta la madre. Deja ese trago, voy para allá —dijo Ana sin tener que preguntar en dónde estaba él.
—Qué vas a venir, si estoy oyendo a tu pipiolera, si andas en todas partes menos conmigo.
—Voy para allá, te digo.
Colgó. Llamó a su hermana. Siempre hay que llamar a las hermanas.
—Ya estás de nuevo en un lío —dijo la hermana—. Yo que te vine a ver.
—En mi casa no hay comida.
—Eso noto.
—Iba a ordenar pizza para todos.
A su hermana le pareció una gran idea. Vivía sola y sola las cosas le resultaban menos buenas. Al contrario de Ana, ella era la soltera y su novio, el casado. Quién sabe qué nos pasa, decía. Según la terapeuta se nos dan las relaciones disfuncionales, pero qué saben las terapeutas, lo mismo que antes sabían los curas. Nada. A veces oír. Disfuncionales somos todos.
Llegaron a la casa.
—¿Adónde vas? —preguntó la hija de Ana.
—No me tardo. Entretengan a su tía —recomendó haciéndole un guiño a su hermana que le decía adiós con la mano en el aire.
Ana llegó a la trastienda de una cantina por el barrio de las fábricas que aún hacía poco estaba en las afueras de la ciudad. Encontró a Juan dictando una conferencia sobre sus desgracias mientras en el tocacintas sonaba un mariachi preguntándole a quién sabe quién: «¿De qué manera te olvido?».
Juan la vio entrar y se unió a la música con un canto desentonado.
—¿A quién quieres olvidar?
—Como si no supieras. Eres igual que todas las viejas. Y yo que te he tenido como a mi reina.
—Demagogo. Tramposo. ¿A mí? No inventes. Todo fuera como prometer. Sigues de brebaje en brebaje. Eso sí no se te olvida.
—Vete, que no quiero nada —le dijo él.
—Me voy pero te llevo. Aquí don Clemente no tiene nada que hacer con un borracho. Vamos para tu casa.
—Que no es la tuya —dijo Juan con tropiezos.
—Ya sé que no es la mía. Mío eres tú y por eso te estoy llevando.
—No soy tuyo, qué tuyo voy a ser. Y no me llevas a ningún lado. Aquí don Clemen me cuida y me pone mi música.
—Y te saca el dinero y te alcahuetea. Vámonos.
Lo subió a su camioneta como un bulto de carga y lo llevó a su casa, que en efecto no era la de ella. Lo dejó ahí, en manos de su amigo Federico, que era el único capaz de acompañarlo cuando la borrachera dejaba de ser divertida y se convertía en un tormento. Federico era sobrio como un vaso de agua y era, diría el poeta, en el buen sentido de la palabra, bueno. Estaba quedándose ciego, pero andaba entre las sombras como bajo la luz y podía ver lo que pocos veían: su amigo Juan era un bebedor sin tregua, lo que en lenguaje de médicos y tedio se llama alcoholismo.
—Y deficiencia, y falta de voluntad y rabia de no tenerte —agregó Juan cuando Ana le repitió el diagnóstico—. Qué me importa morirme, me quiero ir a la chingada. Si no vas a vivir aquí, yo no quiero vivir en ninguna parte.
—No digas idioteces, ni te pongas a buscar culpables. El asunto es tu asunto y yo no me mudo a esta casa si tú no te mudas de las cantinas.
Ana se oyó hablar y tembló.
—Si dejo la borrachera, ¿te mudas aquí?
—Sí —dijo Ana más firme que asustada—. Me mudo en cuanto lleves un año sobrio.
Luego se lo entregó a Federico dándole un beso. Era su cómplice desde la adolescencia, aún lo mordía la culpa de haber llevado a Juan a bailar con las gringas, por más que Ana viviera diciéndole que nadie es culpable de la vida ajena y que ahí los tontos habían sido ellos: Juan por borracho y ella por inflexible. Y la ciudad, su educación y el clero más culpables que nadie bajo el cielo.
—Te lo dejo —aceptó Ana soltando la mano de Juan que hacía rato había perdido hasta el nombre.
Volvió a su casa, a sus adolescentes y a oír a su hermana llamarla loca de atar, imprudente y mentirosa. Porque según ella no era sólo el alcohol, sino también la borrachera de sí mismo en que vivía aquel hombre lo que tenía a su hermana dichosa de besarlo, pero sabía, eso siempre, como para no soportarlo de la mañana a la noche hablando de sí mismo.
—También sabe oír. Sabe todo de medio mundo y conversa conmigo como consigo. Eso no tiene precio. A ti no te gusta porque todavía no le perdonas lo de la gringa.
—Ha hecho cien después de esa. Así son los borrachos.
—Pero no a mí, porque no es mi marido —le dijo Ana negándole la razón, aunque sabía de sobra que, tratándose del tema, la palabra de su hermana era la única verdad verdadera. Porque también era cierto que cuando Juan hablaba de ellos era sólo para seguir hablando de sí mismo.
Una cosa es la simple verdad y otra, la verdad verdadera. La de su hermana era de la segunda: su hermana sabía perfectamente que el mundo de ella era mucho más vasto que el de Juan, que su vida toda era compleja y llena de matices como los recovecos de su alma, que ni apretándola cabría su existencia en el pequeño cuadro que era la de Juan.
—Él no ha tenido nunca una cuñada que lo quiera como yo, pero es un borracho —dijo la hermana.
—No le digas borracho con desprecio. No sé si sólo por borracho puede portarse así —dijo Ana reencontrando la sonrisa en su memoria. Contó lo del mechón de pelo negro. En la distancia se oía la música de los adolescentes. La hermana le dio un último trago a su café y se miró las puntas de los pies descalzos.
—A mí nadie me ha querido tanto —dijo muy triste.
—No abundan los locos, en cambio sobran los cabrones —dijo Ana, que tenía clarísimo que lo del novio de su hermana era otro equívoco.
—El mío se va hoy mismo a comer, desayunar y coger en otra parte —dijo la hermana, segura de que andar con un casado para no compartir ni fantasías, porque hasta las fantasías dejaba en la oficina, es una idiotez.
—Gran compromiso: yo dejo al loco y tú al cabrón.
—Pierdes más tú que yo —dijo su hermana.
—Ya lo sé —dijo Ana.
Pasaron veinte días para todos menos para Juan, que detuvo el tiempo en la misma necedad de beber hasta desmayarse mientras le echaba la culpa a Ana de cada una de sus desgracias. Que hubieran acordado aquello de que si él dejaba el alcohol, ella se mudaría a su casa, se fue quedando en el olvido. Bebía mañana, tarde y noche durante días. Sólo a veces lograba mantenerse veinte horas abstemio y revivir una mañana para llegar a la oficina aparentando una sobriedad de siglos, dueño por momentos de una lucidez con la que hacía negocios y cerraba convenios durante unas siete horas al cabo de las cuales Ana, que lo oía mejor, aceptaba pasar con él la tarde.
Andaban por sí mismos de ida y vuelta, sin decir una palabra, ávidos, inocentes. Luego, cuando los soltaba el lazo que habían atado con la codicia de sus cuerpos, Ana le acariciaba el surco que tenía en el pecho o le besaba un dedo húmedo. Después desataba sus amonestaciones, se le venía encima el buen juicio y derrochaba la última de sus horas hablándole sin conseguir ningún acuerdo, amenazándolo con que no volvería hasta que él hubiera entrado y salido de un lugar en que le curaran su mal de alcoholes. Pero entonces él la oía olvidadizo y arrogante, diciendo que no era ningún alcohólico y que todo eso de que no controlaba la bebida era un invento que ella tenía montado para no mudarse a vivir con él.
Al día siguiente Ana volvía a perderlo, cinco después a recuperarlo, dos a perderlo, nueve a recuperarlo. Y así.
Tras uno de esos encuentros él se dejó ir por el abismo de dos meses sin razón ni memoria, y no hubo modo de recobrarlo. Era diciembre y llegó febrero. Para abril Ana decidió hablar con lo que de él quedaba: había perdido doce kilos, tenía la piel gris, los ojos extraviados, un cansancio de siglos en los brazos y una impensable humildad recién alcanzada.
—Supongamos que tú no tienes la culpa y que yo sí tengo remedio —le dijo—. Llévame a donde sea.
Ana tuvo que hablar con su marido. Él no la dejó entrar en detalles, nunca quiso pensar en los pormenores de lo que entre ellos se consideraba el trato de su esposa con un amigo de la adolescencia que a medio mundo, incluyéndolo a él, le parecía insoportable. Ana estuvo de acuerdo en que Juan era insoportable, pero alegó que de cualquier modo alguien tenía que hacer algo por él, así que Federico y ella habían conseguido convencerlo de que aceptara irse a una clínica en la que lo dejarían hasta que se curara. Después ya diría Dios, que siempre es mudo, pero de momento alguien tenía que acompañarlo en un avión fuera de la ciudad, porque dentro tenía demasiada gente invitándolo a demasiados lugares y había que ponerlo a salvo de todos ellos.
Lo llevaron a un lugar donde se sabe que cuidan bien a los desaforados. Juan firmó su deseo de quedarse ahí dentro durante seis semanas. Ana lo abrazó como si abandonara a un niño de brazos en el lecho de un río. Federico le palmeo la espalda y le dijo hasta luego como quien dice hasta ahora. Después cada uno volvió a su casa y a su causa. Ana, a su impávido y generoso cónyuge, a sus hijos flexibles como el trigo, a su jardín como una metáfora del silencio.
Por ahí de octubre Juan regresó dueño de una suavidad desconocida, casi sabio, guapísimo.
—Van seis meses —dijo—. Seis más y me cumples o no tienes palabra, ni madre, ni padre, ni alma.
Ana se estremeció de ida y vuelta, pero dijo que sí y que sí sintió de los pies a la cabeza. Pensó que toda la paz de su mundo valdría el gusto de verlo ser quien era. Y desde ese momento se dejó entrar en la guerra de ir pensando cómo decirle a su familia que se iría a otra galaxia sin moverse siquiera de la ciudad en que vivían.
Empezó por decírselo a su hermana. Faltaban seis meses para que se cumpliera el plazo, pero necesitaba su opinión para ayudarse a pensar. No fue muy lejos por la respuesta:
—No está mal, Ana. Una de cal por las que van de arena. Tanto cabrón que deja a su mujer para irse a vivir con una idiota nada más porque está aburrido, sin darse cuenta de la joya que abandona, que tú intentes nivelar la mezcla no está mal.
—Mi marido tampoco parece una joya —le había dicho Ana.
—Hasta que no lo compares con bisutería.
—Ponte de mi lado —le pidió Ana haciendo un esfuerzo para no llorar, porque odiaba caer en la condición de plañidera.
—Estoy de tu lado. Lo que no sé es de qué lado estamos —le dijo su hermana.
Iniciaron esa noche unas pláticas que duraron meses. Oyeron también la opinión de sus tres mejores amigas. A veces una por una y a veces todas juntas. De ningún otro asunto se habló tanto. Nunca se habían pesado tantas contradicciones en una misma báscula. Un día ganaba Juan y otro, el marido. Un día reinaba la prudencia y otro la audacia, un día el insulto y otro el perdón, un día cinco descalificaciones al unísono y otro dos de un lado, dos de otro y la de Ana en medio como el fiel de una báscula infiel. Se decía de todo: que si dejaba ir a Juan no soportaría verlo con otra mujer, que si la sola idea le hacía temblar el temple, que si nada la haría más infortunada, que si la soberbia es más indestructible que el alcohol, que si vivir con eso puede ser insufrible, que si vivir con su marido era una materia ya muy aprendida, que si tampoco el marido era ningún santo aunque se lo viera más estable y se le conocieran menos desórdenes, que si uno hablaba poco y el otro demasiado, que si uno tenía habilidades y conocimientos domésticos que ya no tiene ningún hombre, que si al otro le gustaba viajar, que si Juan era versátil y lo divertían sus negocios, que si era divertido uno y reincidía el otro, que si Juan era el único dispuesto a pasarse una tarde completa, con lluvia y sin lluvia, abrazado a ella como si hubiera una tormenta, que si Ana iba a extrañar a sus hijos, que si los de él estaban bien o mal educados, que en dónde iba a pasar la Navidad, que si no importaba cuál casa tenía un jardín más grande, que si cuál olor se le hacía más imprescindible, que si el de Juan, que si eso no afectaba mucho, que si era crucial, que si en casa de uno el servicio lo hacía todo sin que se notara su presencia y en casa de ella todo pesaba en su ánimo y su tiempo, que si a uno le daba por los coches y al otro por la velocidad, que si uno era friolento como ella y el otro caluroso como el verano, que si en un lugar había golondrinas en el tejado y en el otro gorriones en el brocal de la ventana, que si uno hablaba de sí mismo treinta y seis de cada veinticuatro horas y el otro no decía nunca lo que pensaba de sí mismo, mucho menos de ella y su contradicha emoción de cada día. Que si Juan era alegre y su marido ensimismado, si uno era buen conversador y el otro buen observador, si el esfuerzo de Juan era la más crucial prueba de amor que ha dado un hombre, que si tenía arranques de mal genio pero la nube negra de sus furias era corta, que si en cambio el marido nunca estaba enojado, pero tampoco dichoso. Que si eran más emocionantes los altibajos o era mejor el sosiego, que si es más sospechoso un silencio que un enojo, que si alguien que juega dominó es más confiable que alguien que juega golf, que quién la hacía sentirse más necesaria, que si eso era un elogio o una dependencia, que si, por último, pero muy importante, uno encontraba más rápido su clítoris que su punto G y al revés, que si uno acariciaba hasta conseguir lo que fuera y el otro no acariciaba nunca, que si uno era una tregua y el otro una guerra, que por más que se hablara había entre ella y Juan un aroma de luces que sólo había entre ellos.
Pasó noviembre con sus flores moradas y diciembre, con su ruido de nueces, sin que una copa devastara el conjuro. Pasó enero y su cuesta; febrero y sus afanes; marzo, igual que una almendra; abril, que en cualquier parte del planeta es, como octubre, el mejor de los meses. En ningún otro tiempo quiso ella a su marido lo mismo que a su amante, y nunca le supo tan amarga la mezcla. Quizás hubiera sido inequívoco tener un solo amor, un solo marido, una fidelidad sin quebrantos, pero a ella le había tocado el otro privilegio.
Se cumplió el plazo.
Juan empezó a cantar la fecha cuando aún faltaban varios días y como si al decirlo hubiera llamado completo al hechizo de la antigua escalera. Ana se sorprendió sin una sola duda: quería vivir con él como si siempre fuera luna llena, quería viajar con él, comer en su mesa al mediodía de todos sus días, despertar junto a lo suyo las mañanas de asueto y salir de su casa al trabajo con su olor aún atravesado en todas partes. Estaba agradecida con él porque, tras tanto ruego, había aceptado ponerse a buen resguardo, cuidar su enfermedad, reconocerla, temerla y desafiar la furia con que a veces lo tentaba el antojo de perderse y perder para no dejarles paso a sus temores, no pensar en su pasado, ni negarse al placer de la paz. Lo quería como nunca y como nunca quería cambiarse de casa como si se cambiara de alma, y no tenía un solo resquicio de incertidumbre alrededor de semejante certidumbre. Tenía, sí, el terror de contarla, la inerme oscuridad que no conoce las palabras con que se dicen cosas como esa en donde nadie las entendería y nadie querría oírlas: su casa.
Durante las últimas cuatro noches, Ana lloró el agua de los siete mares, pero no encontró las palabras para contarle a su marido la historia que él ya sabía, explicarles a sus hijos lo que no imaginaban, pedirles perdón y despedirse diciendo hasta ahora y hasta siempre: no podría quererlos más y no podría dejarlos menos.
Así las cosas, escribió una carta.
No sacó de aquel techo ni un alfiler, ni un peine, ni un zapato, se fue a la calle igual que siempre: tras besarlos a todos y cargando sólo con su agenda electrónica y su bolsa en desorden, con su cuerpo en dos partes y su pelo amarrado, como si nada le pesara y todo le doliera. Había quedado de ver a Juan hasta en la tarde, y pasó la mañana vuelta cuerda en mitad de un trabajo de locos. Tenía un brinco en la panza y andaba canturreando: «Me voy, me voy, lucero de mi vida».
Su hermana, cuya oficina estaba puerta con puerta con la de ella, sabía hasta el colmo todos los detalles y creía saber por fin de qué lado estaban. «Ya brinqué el miedo al último brinco», le había dicho Ana frente al café de las diez. Luego todo fue un rumor de mujeres trabajando en paz durante las cuatro horas siguientes. Sin embargo, como tal dicha es un pájaro que entra por la puerta de una habitación y sale como un suspiro por la otra, cerca de las tres de esa tarde irrumpieron en la oficina unos mariachis cantando Paloma querida por órdenes de sólo ella sabía quién. Iban vestidos como si fuera media noche y con la misma cara de quien lleva cantando noche y media. Atrás de ellos entró Juan con la sonrisa de un arcángel. Tenía los ojos brillantes, el gesto más inerme de su vida, la más negra de las alegrías y una borrachera de siglos.
—Como vienes te vas —le dijo Ana caminando a encontrarlo, pálida de la frente al tobillo. Luego perdió el habla, recuperó el color hasta encenderse y lo tomó de la mano como si fuera un remolino jalándolo hacia la puerta con todo y la parvada de mariachis que seguían cantando lo mismo que si estuvieran en mitad de una escena que les tocaba ver todos los días.
Cuando logró ponerlos a todos fuera, dio la vuelta sobre sus talones. Juan la vio girar con sus piernas perfectas, bajo su falda roja y sus zapatos de tacón altísimo. Vio irse la cintura flexible de todos sus sueños, vio los hombros alzados y la melena altiva de esa mujer que no tenía remedio.
—No me has querido nunca, mentirosa. Quiéreme como soy, borracho como soy —dijo antes de que la puerta se cerrara tras ella.
Ana puso la llave y se dejó caer como una gota de agua. Haciéndose pequeña, plegando primero las rodillas y después la cintura, los hombros y la cabeza, hasta quedar vuelta un ovillo. Respiró sin abrir los ojos. Luego, en segundos, soltó el aire y se puso en sus pies como una estatua: «Si volteo me convierto en sal», pensó caminando hacia su hermana y su oficina. Afuera seguían cantando los mariachis.
—Juan Icaza —dijo como si él la oyera nombrarlo en el tono de amor y reconcomio que cayó por su voz.
No había sido necesario ni darle la carta que le había escrito durante la noche más breve de su vida. Una larga carta que apenas terminó a la hora en que despertaban sus hijos y un poco antes de que su marido se levantara a poner el café. Una carta con todos los temores y reticencias de su índole leal. No podía irse, le decía, no encontraba las palabras con las qué explicar y contarle a un mundo incrédulo los pesares que no se merece. No tenía fuerzas para volver a confiar en lo imposible, ni ganas de ir en crucero, ni deseos de abandonar su trabajo para convertirse en la esposa, de tiempo completo, de un hombre que sólo concebía el mundo con él en su centro. No tenía valor para desafiar el presentimiento de que todo aquel conjuro podía devastarlo una copa a deshoras jugando al dominó. Le tenía esperanza, pero no fe, y se lo había escrito así. Y había tenido razón, para desgracia de él y pena suya.
—¿Qué habías decidido? —le preguntó su hermana.
—Dejarlo ir —dijo por fin entregándose al tono de melodrama que había tomado el aire—. Pero eso no quita la verdad: es el amor de mi vida.
—Porque no te casaste con él —dijo su hermana que siempre usaba el peor momento para decir las cosas ciertas.
—No elegí —dijo ella—. Siempre elige él. Siempre se va antes que yo con una copa y dos canciones y veinticinco lamentos.
Dejó que su hermana leyera la carta.
—Dásela y santo remedio. Dividen la desgracia en dos.
Ana pensó que tal cosa sería imposible, porque en los doscientos años que tenían de conocerse, la culpa había sido siempre de ella. Al menos eso dijo el aire, desde el momento aquel en la escalera, cuando todo tenía remedio menos sus nombres atados entre sí.