NINGUNO MÁS INGRATO
Su marido murió al amanecer de un día sin memoria. Había pasado meses con un dolor que no cedió nunca, porque aun cuando todo hicieron para que no sintiera el cuerpo, al final seguía doliéndole el espanto de la muerte.
No se quería morir, a leguas se veía que eso de su enfermedad nunca lo atrajo su alma, ni su espíritu suave, sino la maldición del azar cuando acarrea catástrofes. Tenía una mujer consigo como quien tiene un árbol. Tenía con ella un hijo de tres años que alborotaba a su alrededor estremeciéndolo con un decir papá que él nunca pensó escuchar a semejante edad. No porque fuera viejo, andaba en sus primeros cuarentas, sino porque cuando nació ese niño ya hacía un tiempo largo que no pensaba en sí mismo como padre de alguien que no fuera una tesis filosófica. Hijo suyo había sido, por ejemplo, el concepto de sociedad civil como algo necesario para entender y nombrar la existencia de un mundo que por entonces en México nadie nombraba. Lo de la sociedad civil era una abstracción que sólo conocían él y unos cuantos iniciados. No como ahora que cualquier gato solitario consigue dos amigos, se va a una marcha en contra o en pro de lo que sea, y se cree de inmediato un pedazo de la dorada sociedad civil.
Era muy guapo, lo fue hasta el mismo momento de perderse en la niebla que es la muerte de otros para quienes los vemos irse. Murió en un hospital inmenso y seco, así que mientras llegaban los de la funeraria y María pagaba las facturas haciendo esas cosas de locos que hacen los vivos como sonámbulos obligados a entretener la pesadumbre, a él se lo llevaron a esconder donde los muertos. Hubo que esperar a que pasara no sé qué trámite y a que llegaran los hombres de la funeraria para ponerlo en su caja.
María estaba lejos de ser una plañidera, así que lloraba poco y hacia adentro sentada junto a su hermana y su cuñado que hablaban de lo mismo y de nada: ¿Quieres un vaso de agua? ¿Necesitas pañuelo? ¿Te ha dado frío? Preguntas de esas que hacen quienes saben que no hay filosofía, ni discurso, ni curso, ni recurso con el que consolar el asombro que trae siempre la pena que sucede tras mucho anunciarse. Alguien apareció en el túnel que llega a ser el pasillo de un hospital.
—Ya vienen —dijo María como quien habla de enemigos anónimos. Se levantó aterrada. Había que bajar a la morgue para enfrentar a su marido como si no lo hubiera visto en años, cuando apenas hacía dos horas se lo habían recogido ahí mismo.
Caminaron.
La puerta de aquel cuarto era de acero y cuando el encargado la abrió dejó salir un aire frío. María extendió la mano hasta su hermana que iba junto a ella y su hermana la extendió a su marido que iba detrás. Entraron. Frente a ellos había una inmensa pared con cajones. Un hombre de blanco cuyo gesto impávido estaba en otra parte abrió uno de ellos. De aquella oscuridad brotó la luz de una cabeza dormida contra el tiempo. María la miró de nuevo como por primera vez. Tenía la piel blanquísima, los párpados oscuros, las facciones que tendría su hijo al crecer, la boca en paz de todas sus mañanas. No cruzaba su frente ni una arruga, le caía hasta los ojos una mecha de cabellos castaños. María la peinó hacia atrás con una caricia.
—Sí, es él —dijo.
Ningún hombre más bueno, pensó. Ninguno más fiel, ninguno más ingrato.