ARCO IRIS

Por el cielo de un mayo como tantos en la Ciudad de México, un arco iris cruzó el horizonte de lado a lado. Eran por ahí de las seis de la tarde del día diez mil doscientos veintitrés que Alicia llevaba de vivir junto al mismo marido, bajo la misma lluvia, sobre la misma tierra, entre aires distintos, con lunas a ratos distantes y, a veces, ratos en distintas lunas.

Cuando apareció aquel milagro con todos sus enigmas, lo primero que ella sintió fueron ganas de llamarlo a gritos. Su marido, que era profesor de Historia, podía ser ensimismado como un abismo y tenía más talentos que colores el arco iris. Tal vez por eso no le interesó ni contestarle a la mujer que lo llamaba a gritos, empeñada en enseñar aquello que no podía ser sino un milagro.

Él estaba escribiendo en el salón del primer piso, cerca del patio, en otro mundo. Alicia dirimía el milagro en su azotea, segura por fin de que sí existe la olla de oro al final de los siete colores, de que ella la tenía entre manos y le urgía compartirla.

Eran como las seis de la tarde y a esas horas como a tantas otras el marido de Alicia andaba empeñado en buscarle la cuadratura al círculo de la política mexicana en la primera parte de la segunda mitad del siglo XX. Escribía un artículo enumerando los incontables despropósitos de lo que, al principio de los años sesenta, se consideró el milagro económico de su patria. Al parecer no hubo tal milagro y su marido estaba puesto entero en el intento de prevenir contra semejante contundencia.

—¡Ven a ver! —le pidió Alicia interrumpiendo la concentración incorruptible del hombre de sus diez mil días, gritándole como si lo privilegiara con sus ruegos—. Ven —le ordenó como quien suplica—. Te lo estás perdiendo —advirtió.

Juan dejó caer la cabeza sobre el teclado de su computadora. No le cabía la furia. Interrumpirlo por semejante visión. Desde la azotea, Alicia lo vio desesperarse tras la ventana dando al jardín que ella tenía bajo sus ojos. Dejó estar su terquedad. Ni modo.

—Ya te lo perdiste —dijo al rato, casi para sí, cuando las nubes se llevaron el ensalmo. No quedó entonces sino el cielo y su vida en común, larga y altiva, como el centro de todos los enigmas.

Qué remedio, pensó Alicia, cada quien tiene por milagroso lo que cada quien tiene, pero ¿quién les quitaba a ellos el milagro de estar cerca, aún para darse cuenta de que cuentan distintos milagros?