SE ENCONTRARON
Se encontraron a media calle después de media vida de no verse. Ella iba caminando con la vista perdiéndosele en el mundo de gente que hace el mundo entre las calles del centro de la Ciudad de México, un sábado como tantos.
Él hubiera parecido que iba en su busca, pero dio con ella como un prodigio. Hacía más de mil años la había visto desaparecer en uno de los jardines de la Universidad.
Entonces Elena andaba en vilo por el marido mayor de una mujer mayor. Era el 1973. Claudio tenía veinte años y ella veintidós.
Los separaba una eternidad. Él llevaba diecinueve meses estudiando en la escuela de Biología y ella tres años en la de Ciencias Políticas.
Él tenía un aspecto distraído, era delgado y tímido, usaba el pelo largo y en desorden, sentía tanta devoción por los misterios de la naturaleza como ella por la poesía. Hubiera querido, como tantos, crecer en un mundo menos amordazado. Estaba seguro de que las mujeres nunca querrían ser sus novias y era incapaz de abrir la boca para ostentar sus cualidades.
Se había vuelto asistente del profesor más prestigiado de su facultad, pero ella no tenía por qué saber eso cuando lo vio como al niño que parecía y lo aceptó entre los compañeros de andanzas nocturnas, los viernes.
Fueron a bailar en el corazón del barrio más bronco que hubo y sigue habiendo en la Ciudad de México. Él era lo menos hábil para llevar el paso que ella hubiera visto jamás. Sin embargo bailaron toda la noche. Digamos que ella bailó y él fue y vino, como pudo, estudiándola con la mirada científica que lo acompañaba desde siempre. Vio que ella tenía en los ojos un apremio y que su boca sugería un imposible. ¿Qué más?
En la madrugada salieron al aire tibio de un mayo y anduvieron las calles hasta dar con un lugar en el que tomarse el primer café de la mañana. Ahí, sentados entre borrachos a medias y músicos ofreciendo canciones, terminaron de medir lo bien que estaban juntos en mitad de la gente.
Elena llegó al mediodía como había empezado la noche: hablando deprisa y convertida en el centro de la pandilla a la que él entró con la naturalidad del aire. A esas horas ya no sabían ni por qué se reían, pero se despidieron felices.
El lunes él buscó el modo y la encontró sentada en el centro del pequeño patio que tenía su escuela. Ella lo recibió como a la casualidad, sin fijarse demasiado en sus ojos oscuros, su boca a todas luces inocente, su voz de hombre consumado y su cuerpo consumiéndose aún de adolescencia.
Tenía uno de esos cuerpos que después de los veinte años todavía caminan como si el mundo no hubiera sido suyo.
Desde el principio, Elena lo trató adivinando su brillantez, encantada con su encanto, pero igual que si hubiera estado frente al de un niño prodigio al que se vale mimar sin prudencia y abandonar sin miramientos. No se dio cuenta de que ese pedazo de hombre sin barriga ni grandes problemas, tan distinto del cabrón que la tenía embrujada, podía desearla para algo más que la amistad sin tropiezos que se estableció entre ellos.
Él prefirió no decir ni una palabra del tema. Intuía con acierto cuál sería la respuesta y se abstuvo de buscarla como quien se aleja de una lumbre. Disfrutó en cambio de todo lo demás: mañanas enteras imaginando un país sin guerrillas y sin sus perseguidores, con elecciones ciertas y riqueza compartida. Largas noches hablando hasta el amanecer, oyendo a los Beatles y a Mahler, dejándola llorar en su hombro cuando la música la ponía melancólica, burlándose de cuanta ocurrencia tenían a bien contarse.
—¿Sabes que las neuronas del calamar gigante funcionan como las del ser humano? —podía decir él.
—¿Entonces por qué nadamos tan mal?
—Por lo mismo que los calamares no hacen filosofía.
—¿Habrá quien se enamore con las neuronas? —preguntó Elena.
—Tú con las neuronas del calamar —dijo él pensando en el desconsuelo que ella se dejaba provocar por un hombre a todas luces incapaz de quererla.
Nada lo enfurecía tanto como eso. Una mañana, la vio irse tras aquel fetiche, como quien va de un ala.
—Si lo buscas, dejo de ser tu amigo.
—Ni me pidas imposibles. Voy a encontrarlo ahora, aunque desaparezca mañana en la mañana.
—Va a desaparecer y yo con él —le dijo Claudio. Luego arrancó un discurso preguntándole cómo podía ser tan necia, cómo dudar de que ese cuate estaba casado para siempre y, ni siquiera con su mujer, sino consigo mismo.
—Se adora —terminó.
—Es adorable. Y sí estoy viendo que está casado para siempre, consigo mismo primero que con nadie, pero ¿qué quieres que haga?
—Que utilices la cabeza que tienes sobre los hombros y dejes de actuar con la pura entrepierna.
—La cabeza la uso para otras cosas. Para ir con este, me sobra.
—Te encaminas tras ese abusador de menores y no me vuelves a ver —dijo él y se quedó plantado en la salida del jardín luminoso y risueño que era el centro de la antigua escuela de Ciencias Políticas.
Ella echó a andar moviendo las caderas, metida en sus pantalones de campana y su blusa de punto.
Habían pasado desde entonces, para ser exactos como el tiempo que Einstein descubrió relativo, veintiséis años, nueve meses, dos semanas y un día.
Se notaba en sus caras y por fortuna en sus cabezas, se notó en la facilidad del abrazo con que se estrecharon. Estaban en la esquina de Brasil y Cinco de Mayo, a dos pasos de la plaza estremecida y ardiente que los habitantes de México llaman Zócalo y consideran, sin ambages, el corazón de la implacable ciudad.
—Te fuiste de veras —dijo ella dejando que unas lágrimas fáciles le enturbiaran los ojos.
—Me estabas volviendo loco —contestó él mientras buscaba un pañuelo en la bolsa de su saco.
—Últimamente lloro por todo —se justificó ella.
—Halaga que me consideres todo —contestó él y volvió a abrazarla con la soltura de quien ha aprendido a hacer lo que quiere.
—Me estoy volviendo vieja.
—Estás preciosa.
—A mí ya me habían dicho que habías crecido guapo.
Empezaron a caminar juntos. Él estaba en México por unos días y esa mañana fue al Zócalo por el puro deseo de andarlo. Ella había quedado de encontrarse ahí con su amiga Valeria para comer en una terraza.
—Te casaste por fin, contra tus reticencias —dijo él.
—Nunca me he casado —dijo ella.
—Hace más de veinte años que vives con el mismo señor.
—Más o menos —dijo ella—. Tú sí que te casaste. ¿Verdad?
—Dos veces. Tengo cuatro hijos.
—Irresponsable.
—No más que el ochenta por ciento de los mexicanos. Tú tienes dos hijos, ¿verdad?
—Eso sí contra todas mis predicciones —dijo Elena.
—Creías tal cantidad de falsedades.
—Como si no las hubieras compartido.
—Lo de los hijos, nunca.
—Yo tenía pavor de no encontrar con quién hacerlos.
—Falta de confianza —dijo él con la sonrisa ladeada que lo había seguido por la vida.
—Eras un niño. Yo andaba entonces urgida de papá.
—No sé quién te dijo que los papás tenían que ser unos cabrones, porque sólo entre esos buscabas. Aunque tu padre, según sabíamos, fue un santo.
—Esa certidumbre sí me queda completa.
—Se nota en tus películas. He visto todas tus películas.
—Son tres. Mérito el mío, que he leído todos tus libros.
—Son dos.
—Pero arduos como una enciclopedia. Y celebrados.
—Nadie celebra a un científico.
—Tienes tu culto. Lo vi en los ojos de mi hija cuando le dije que eres mi amigo.
—¿Soy tu amigo?
—A pesar tuyo. Qué castigada me pusiste.
—Te lo merecías. ¿Con qué cara te presentaste al día siguiente, llorando como una viuda, para que yo te consolara por una pena que no tenía consuelo? Si eras fuerte para tanta cosa, ¿por qué no eras fuerte para eso?
—Sigo sin ser.
—Mentirosa —dijo él, que algunos pasos le sabía.
Estaban en el centro de la plaza y se detuvieron bajo la bandera.
Habían andado ahí juntos en un montón de marchas, plantones y mítines. A veces también iban por el solo gusto de ver la plaza recién llovida, solitaria, por ahí a las dos de la mañana.
Recordar no es vivir. Ella se quedó mirándolo encantada y de repente se le antojó darle un beso enturbiado por el deseo de tenerlo desnudo.
Eso sí que estaba lejos. ¿Por qué iba a querer un hombre más joven que ella, con el cuerpo que quién sabe de dónde se había sacado él, con la tendencia que les entra a los tardíos cuarentones de volver a la juventud arrimándosele, meterse en una cama con sus pechos y sus piernas de cincuentona que ha dejado de tener las cosas en su lugar, aunque siga teniendo los deseos como un limón?
—Deberías volverte mi novia —dijo él.
—Me encantaría —contestó ella con una chispa en los ojos.
Claudio buscó su cartera en la bolsa y sacó una tarjeta con su correo electrónico, sus teléfonos de la oficina, su celular internacional y su cargo en la universidad.
—Sigues teniendo unos ojos necios —dijo él.
Ella lo miró incrédula y luego hurgó en su bolsa: encontró una tarjeta que en letras moradas tenía su nombre y el de su empresa.
Le pidió a Claudio que le prestara su espalda y se apoyó a escribir algo en la parte de atrás de la tarjeta. ¿En qué momento se le habían hecho a él esos hombros?
—Este es el que abro yo —explicó Elena.
—Qué lujo. Voy a tener acceso a la vida privada.
Eran las tres y media. Cada uno corrió a su cita. Ella iba tarde, pero siempre iba tarde.
—¿Quién lo hubiera dispuesto? —murmuró dichosa como hacía tiempo no imaginaba que podría estar.
Hasta entonces pensó en Valeria, plantada en un rellano con vista al Templo Mayor y a la bandera, a veinte metros y una hora de retraso. Caminó aprisa, pero sin correr, porque en los últimos tiempos se tropezaba hasta consigo misma.
Frente a la plaza, sentada de espaldas a la puerta, vio a su amiga. Se conocían desde el primer año de la carrera.
—Perdón —le rogó Elena—. Me encontré una asignatura pendiente que nunca había considerado ni asignatura.
—¿Aquí en el Zócalo?
—Igual que quien se encuentra un milagro.
—Sólo te falta enamorarte otra vez. Como si no te bastara con lo que inventas.
—Ni te imaginas quién es. Dime cinco nombres.
—Me doy por vencida.
Elena dijo el nombre.
—Imposible —aseguró Valeria.
Estuvieron comadreando hasta que la tarde cayó sobre la plaza mojándola con su luz de sandía. Ya de noche, bajaron a la calle y cruzaron hasta la acera de Catedral.
—Hay quien dice que esta ciudad es espantosa, yo la veo preciosa —dijo Valeria.
—Yo también —le contestó Elena.
Fue a dejarla a Coyoacán y luego volvió a su casa pensando en desorden mientras la música invadía el automóvil para andar en el campo que ella usaba en la ciudad.
Le gustaba su tiempo. Pocos había dispuestos a reconocer cuánto les encantaba el fin de siglo, pero ella, que siempre fue nostálgica de todo, hasta de lo que nunca tuvo y jamás vio, lo mismo del balcón de Romeo y Julieta que de un amanecer hacía cien años, no podía sino estar agradecida con su tiempo. Sabía hasta el último de los horrores que lo agobiaron, sin embargo pensaba que el siglo también tenía sus glorias y debería de tener quien las supiera.
El fin de siglo XX puso en la cabina de los automóviles un pequeño aparato gracias al cual de la luna de un disco salían Gardel, Joaquín Sabina o María Callas. El tan desprestigiado siglo le había dado en las manos el analgésico con capa entérica que le quitaba de encima la migraña en la que vivieron muchas de sus antepasadas. Ese siglo le acercó la libertad sexual por la que tantas mujeres murieron en la hoguera, le puso el mar a media hora de avión. El mar en el que nunca se mojó su abuela. El mar para desnudarse en él. Y los anticonceptivos para cosechar una aureola sin temor a parir un hijo nueve meses después.
En ese momento su siglo le gustaba y le gustaba andar por el temible año 2000, sintiendo en las rodillas y en el centro de su ¿corazón?, las ganas de enamorarse otra vez.
Tenía cincuenta años y el cuerpo aún estremecido de los veinte. A diario se preguntaba qué hacer con ella y sus deseos, tan fuera de lugar, llamándola a querer el sol sobre su cuerpo, una ola mojando sus piernas, la piel de un hombre ajustándose a la suya, sin más.
Había llegado a la edad del desencanto y no podía evitarlo, quería volver a la imposible edad en que la piel no le teme al desaire y todo —un colibrí, un pantano, un clavel, un torero, una alcachofa— puede erizar los recuerdos, convocar el deseo y hacerla ir tras él sin otro temor que el de no hallarlo.
De repente quiso ir al irresponsable ayer movida por su contemporánea certeza de que la única fidelidad se la debía al cuerpo que habitaba sus deseos. Quería la cintura de los diecisiete, los muslos de los diecinueve y el pubis libertino de los veintitrés. Quería un novio aunque fuera utopía, vetado por la edad, el rumbo de las cosas y el rumbo que le había dado el azar a su vida. Hasta perdonó al marido, que la dejó para dormir con alguien menos complicado.
Hacía rato que ella trataba a la providencia como a una loca llena de caprichos. Ya había pedido demasiado y aún quería más. Ella que, dirían otros, se debería estar quieta para lucir cuerda, no tenía esa noche intención de quedarse sosiega. Aún quería que el sonido de Schubert la hiciera llorar a media mañana y que una canción la estremeciera poniéndole la piel dispuesta a trastornarse como nunca.
¿Por qué era tan loca si a veces se veía tan sensata? ¿De dónde salía esa ella que manejaba mal y en mitad de la calle, distraída del semáforo y jugando con el volante a tocar el bongó con el que un grupo español se acompañaba a prever con Armando Manzanero: Esperaré a que vayas por donde yo voy / a que tu vida me des como yo te la doy…?
Esperar. A los veinte años, divagó. ¿Qué tanto iba ella a esperar? Ya tenía bastante. Aunque no fuera por eso que iba manejando así de mal.
Así de mal manejaba siempre, sólo que no siempre la hacía temblar una canción sonando a verdad sin resolver por todo el aire de la cabina: Mía, aunque tú vayas por otro camino, y que jamás nos ayude el destino.
Antes de irse a dormir, tomó una taza de tila, un cuarto de Lexotán y un poco de leche. La droga de antes, la de su tiempo y la de siempre. Sus hijos estaban en una fiesta de las que terminan al amanecer.
Se metió en la cama, abrió un libro y escuchó el silencio a su alrededor. Valeria llamaba a ese instante la hora azul. La recordó. Sintió sobre los hombros el retintín de su mirada.
Esa tarde había vuelto a poner sobre la mesa la tesis de que todo juego tiene su fin y de que hay un momento en que los jugadores se van a las regaderas. No le haría caso.
Un rato pasó los ojos por las líneas y luego se perdió.
Le había dado por pensar en su muerte como algo casi tangible. No quería morirse sino después de los noventa, y que a nadie se le ocurriera sugerirle otra cosa. Aun así, la ensombrecía pensar que había vivido ya más de la mitad de su vida deseada, que pertenecía al escaso veinte por ciento de mexicanos mayores de cincuenta años y que, por más que se cuidara la estampa, había dejado de ser joven y con esa certeza la miraban sus hijos, los amigos de sus hijos y los aficionados a sus películas. No se diga el montón de jóvenes que trabajaban en la empresa de comunicación que fundó un día como otros, asociándose con el hombre más despistado, pero dispuesto a sobrevivir, del que se supiera en semejante medio: su ex marido.
Una empresa que creció apoyándose en la organización de los espectáculos más extravagantes y a la que ella había entrado poniendo como capital casi todas las ganancias de la primera película que escribió y produjo con una suerte de trébol de cuatro hojas y una historia de amor imposible, como casi todas las suyas.
Tras el éxito que nunca imaginó, ella y un equipo tan sorprendido con sus logros como ella misma habían innovado el género de las telenovelas, metiéndole comentarios sobre las noticias del día y situaciones políticas desmesuradas, aunque no siempre improbables. Habían ganado un dinero que no soñó nunca ninguno y que aún los tenía a todos entre divertidos y asustados, inventando toda clase de historias, anuncios de publicidad, guiones para televisión y cine. Lo que se ofreciera o se acercaran a pedirles.
Le gustaba su vida pero, como cualquiera, quería más. Cerró el libro para apagar la luz y pedirle a su memoria que le trajera la huella de Claudio.
—¿Cómo no lo vi entonces? —se preguntó al despertar aún muerta de sueño, pero avispada por sus dudas. Y lo llamó.