LA SEÑORA FEZ

A Dominga Fez no se la veía triste en el velorio de su marido, tampoco alegre, más bien regida por una parsimonia discreta cuyo argumento se resume en la única frase que se le oyó decir dos veces. Una durante el velorio y la otra al final del entierro: «Yo ya cumplí».

Se habían casado cuando ella tenía veinte años y desconocía que los borrachos no son alegres sino insoportables. La noche en que lo acompañó a mal morir, ella por fin había cumplido cuarenta y cinco.

Durante todos los días que vivieron cerca, aun cuando él tenía el aliento cada vez más amargo, Dominga no se alejó de su cónyuge. Ni siquiera salió de su barrio, un lugar que al principio fue sólo un grupo de casas a medio construir y después un grupo largo de casas mal construidas. Lejos, como a media hora en camión desde la última terminal que tiene el Metro al norte de la Ciudad de México.

Con más soltura había salido el caserío de su periferia y se había ensanchado hacia la avenida grande, que ella moverse de la casa de tres cuartos sobre la calle Juárez, en la que mal dormía.

Todo barrio en México tiene una calle Juárez, a ella le tocó establecerse en una cuando aún no tenía luz ni pavimento, pero ya tenía nombre de héroe patrio. Ahí llegó con su marido a cuestas después de un rato de estar junto a él sin aburrimientos. Allí fue que un día, para hacerse perdonar alguna de las suyas, él decidió llevarla a una iglesia y jurarle frente a la Virgen de Guadalupe lo que no cumplió nunca: serle fiel y ver por sus hijos. Entonces Dominga aceptó sin más esa decisión y de ahí en adelante aceptó cuantas él quiso tomar sobre su vida y su persona.

El hombre estaba empleado en el departamento de limpieza de una línea aérea. Un trabajo de pobre que desde los ojos de su mujer, que en poco tiempo había aprendido a verlo como lo que era, no estaba del todo mal: conseguía más que un limpiador de oficinas y mucho más que un peón de albañil. No sabía ella si hubiera podido dar para otra cosa. Creía que no.

Ganaba poco, pero no tan poco que no hubiera alcanzado para darle a su mujer siquiera la mitad de lo que ella conseguía vendiendo elotes hervidos. A Dominga, bien conocida como la señora Fez, le llegaba para sus hijos y su casa una brizna del sobre que él recogía cada quince días en la ventanilla de pagos de su empresa.

De cuanta quincena cobró el señor Fez, ella veía sólo las tres borracheras semanales de aquel marido y el costal de elotes que haciendo alarde de generosidad él recogía en el mercado antes de irse a la cantina para que, durante la semana, Dominga los hirviera y saliera a venderlos por la tarde.

Ella no iba muy lejos: en la esquina de su casa ponía un banco frente a la olla que rescoldaba sobre un bracero y pasaba la tarde ensartando elotes en varitas de madera, poniéndoles queso, mayonesa, limón y chile en polvo. Años estuvo la señora Fez sentada frente al cruce de dos calles idénticas, sin darse cuenta de cómo los días iguales se iban tramando sobre su vida dispareja.

A tropezones, pero creció a sus hijos. Un día le brotaron las primeras canas y otro le dolieron los nudillos como adelanto de lo que le dolerían al envejecer. Para cuando murió su marido, la señora Fez no había visto ni el Zócalo ni los volcanes, ni el cerro del Ajusco ni ningún otro cielo en muchos años. Nunca tenía tiempo, ni fuerzas, ni dinero, ni anhelos para subirse a un camión y emprender el camino a la ciudad grande, un lugar que estaría como a dos horas y sólo treinta kilómetros más tarde.

Había empezado a tener hijos desde que empezó a entrar en ella su marido, que no pedía permiso de paso. Y vivía embarazada como quien atraviesa sobre un arrollo brincando de piedra en piedra. Tenía un niño apenas levantándose de gatear, cuando ya tenía al otro escondido bajo su ombligo. Y así, un hijo detrás del anterior, como en el siglo XIII, aunque viviera a finales del XX.

La señora Fez medía uno cuarenta y cinco de estatura, era una mujer pequeña, incluso comparada con la media de las mujeres mexicanas. Cuando conoció a su marido tenía diecisiete años, una trenza negra columpiándose sobre su espalda, la boca sorprendida y los mismos ojos atontados de tanto no ver nada, que aún tenía bajo la frente la noche en que le avisaron que nada más ahí cerca, en la penúltima cantina por la que pasaba antes de ir a su casa, había muerto el señor Fez.

Ella lo sintió por él que no vería la mañana del día siguiente, ni los árboles floreando en marzo, ni la calle que alguna vez terminaría de pavimentar el gobierno. No sabía si penarlo por sus hijos, que habían sido once y se habían vuelto nueve después de la tarde helada en que se les murieron unos cuates sin que se dieran cuenta ni a qué horas. No sabía si sentirlo por la pandilla de borrachos con los que a él se le hacía de noche todos los fines de semana bebiendo tragos largos de un alcohol de caña embaucador de cualquier sensatez anterior al primer sorbo. Quizás en la pandilla extrañarían sus chistes, pero a los de su casa, si es que había sido tal, más bien les dejaba por fin una cama vacía de leperadas y ruidos al dormir.

Hundido en sí mismo, con la cara encajada en el pecho, el señor Fez se había caído con la botella en una mano y el Dominga en la boca. Al menos eso dijo el compadre de su alma con el que le había anochecido.

—Ya sabe usted, Dominguita, que él siempre la andaba llamando.

«Algo querría ordenarme», pensó la señora Fez, tranquila de no haber estado para oírlo. Tranquila por primera vez en veinticinco años.

—Ya yo cumplí —volvió a decir al regresar del entierro.

No estaba triste, ni siquiera sentía la necesidad de fingir que lo estaba. Alguien le preguntó si quería que le prendieran la tele y, para sorpresa de todos, ella dijo que no le gustaba ver la tele. La veía antes sólo para decirse que su vida no era tan mala como las telenovelas, pero de pronto sintió que le gustaba todo, incluso la olla con los elotes que no había vendido esa tarde. La miró con cierta condescendencia, luego con agradecimiento. Si no fuera por su olla, no hubiera habido ni con qué enterrar al marido.

Después del entierro y antes de irse, uno de sus cuñados, a los que bien había engañado el señor Fez con eso de que comían gracias a él, le preguntó qué iban a hacer ella y sus hijos la semana siguiente. ¿Qué iban a hacer si ella no sabía bien ni en qué calle estaba su casa?

—Todo fuera como aprender —dijo Dominga atándose el delantal para dejar la olla en el fuego.

A la mañana siguiente, salió de la calle Juárez, atravesó la avenida Cien y se detuvo en la parada de las peseras que llevan al Metro. Tenía en los ojos toda la curiosidad del mundo. Iba oyendo la voz de su marido, precisa como era durante los destellos en que la necesitaba: «No te preocupes, yo valgo más muerto que vivo».

Ella sabía eso desde hacía años, porque años hacía que en cada borrachera él o su compadre, según a quien lo agarrara la cantinela de siempre, le decía al otro: «Que ni lo sepan nuestras viejas, pero usté y yo valemos más muertos que vivos».

Ella sabía todo lo del seguro de vida que daba la empresa, pero ni cuando lo veía como muerto de tan borracho se dejaba pensar en eso, porque en el fondo lo quería. Seguramente era llevada de la mala, pero sí, en el fondo, se dijo, lo quería aunque sólo fuera por lo mucho que lo había querido.

Menos que nunca habló del tema en la noche del velorio, porque a los muertos, por cabrones que hayan sido, algo de respeto, pensó, que se les debe. Además, se consoló, su marido habría sido de todo, pero nunca fue pegalón, y eso era tan raro como ella veía que era. Pensó en agradecérselo al destino, porque a Dios ya ni qué agradecerle.

No se molestó en darle más datos a su cuñado. Mejor sería que la creyeran tonta que heredera de tres pesos. Sus hijos no tendrían problemas. El mismo padre que tuvieron tendrían. Siempre estuvo él más tiempo en sus cabezas que en sus vidas, sabían de él lo que ella les contaba, así que con recordarlo bien frente a ellos les quedarían padre y memorias para toda la vida. Esa es una suerte de las viudas, ningún contratiempo les impide mejorar al hombre con el que convivieron y entre más tiempo pasa, mejor recrean el mundo idílico que alguna vez soñaron.

Cobró el seguro haciendo todos los trámites del caso. Fue y vino, volvió y se defendió. Con el papel de la iglesia comprobó su viudez porque no tenían acta de matrimonio civil. Y sí, por fin en la compañía aérea le dieron un dinero. Con él compró dos ollas más y pagó los primeros tres meses de renta de un local que hacía años soñaba con rentar. Un hueco chiquito en el que resguardarse de la lluvia en el verano y del frío en los atardeceres de febrero. Nunca fue más feliz. Siempre quiso viajar y ahora recorre la ciudad como en un viaje de milagros alrededor del mundo. Está segura de que la central de abastos es un lugar de colores en el que se puede escoger la mejor comida, va dos veces por semana en busca de los costales con elote que ahora elige con una concentración propia de un físico-matemático, y se anda riendo con los marchantes y conversando con quien se encuentre. Ni se diga un taxista que se hace el encontradizo y la lleva a su casa por la décima parte de lo que cobran otros. Se ha hecho de tantas amigas, como paradas tiene su camino, y le gusta cantar.

De sus nueve hijos, tres se habían ido para el otro lado desde antes de que se les muriera su papá, tres todavía andaban en la escuela y tres trabajaban en el taller del maestro Eusebio, un ebanista que hacía los muebles más finos del mundo y les había enseñado a dar barniz de tal manera que la piel de sus libreros parecía de seda. La señora Fez estaba muy orgullosa de sus hijos y no le faltaban motivos, porque a veces el mal ejemplo cunde y eso no pasó en su familia.

Sentada en la butaca de un autobús pensaba que algo de bueno debió tener el marido que se buscó, porque también de él habían salido unos muchachos tan perfectos.

En honor al borracho del señor Fez, Dominga nombró a su tienda «Elotería el buen marido». Puso una foto suya en la misma repisa en que tenía el vaso con agua para San Judas Tadeo, la pequeña estatua de la Virgen de Guadalupe y una estampa de Santa Rita, a la que siempre que le entraban ganancias le recordaba por si las dudas: «Santa Rita, Santa Rita, lo que se da no se quita».

Bajo la protección de tal pandilla de santos, incluido entre ellos el señor Fez, que puesto en el altar se veía mejor que nunca —quieto, callado y sobrio como un bendito todos los días y todas las noches—, el negocio creció de tal modo que los tres hijos mayores volvieron del otro lado y entre sus ahorros y los conocimientos de su madre instalaron una cadena de eloterías que bajó a la ciudad y la conquistó con la misma tenacidad con que Dominga había aprendido a recorrerla.

—Ojalá y esto pudiera verlo mi papá —dijo un día uno de los hijos, engañado con la idea de que todo lo que habían conseguido tenía su origen en el seguro de vida de su padre, y no en el seguro de por vida que había sido su madre.

A la señora Fez no la enojó semejante idea, ni la ofendió que sus hijos tuvieran todo tan confundido como para cree que la primera ayuda había venido de su padre y no de la olla de su madre. Pero por si las dudas, en cuanto se quedo sola y poco antes de cerrar el negocio, miró a Santa Rita con más devoción que nunca y puso una advertencia en sus oídos de papel: «Óyeme bien, Santa Rita, ni de chiste se devuelve lo que se quita. Por este rumbo al hombre no quiero verlo más que en foto».

Luego caminó hasta su casa limpia, en silencio, ordenada. Se quitó el mandil, estiró las piernas y merendó en paz oyendo unos boleros. Antes de meterse en la cama le pidió a su San José «que no mal vuelva lo que ya se fue». Luego durmió envuelta en su aureola, con una sonrisa de fiesta que no perdía ni en sueños.

Bien lo iba diciendo en todas partes su vecina: cuando el marido de la señora Fez pasó a mejor vida, ella también pasó a mejor vida.