PIANISTA
Por la calle pasó una banda de pueblo tocando Cruz de olvido. Constanza buscó un billete en su cartera y se asomó a la ventana en pos de un hombre extendiendo su gorra.
Eran las seis de la tarde en el horario del sol.
Adivinar cómo fue a enamorarse de semejante lío. Aún se lo pregunta cuando alguna música altera su entrecejo: un tango, un atisbo de Mozart, una flauta de carrizo que desentona en la distancia.
Se llamaba Eugenio. Tenía los ojos claros y manos generosas. Desde que lo vio por primera vez, hasta ahora que lo recuerda cada día menos, una incertidumbre adolescente guía su trato con todo lo suyo.
Todavía alguna noche, el bálsamo del pianista consigue estremecerla. Hasta hace poco, en el cajón de la ropa interior, guardaba un pañuelo que fue suyo. Algunas veces, le urgía buscarlo como a otros una reliquia.
Ella tiene sus plegarias, su fe de agnóstica, y le hace bien tenerlas. Debilidades son debilidades. El piano siempre será el piano.
No le ha quedado más enmienda que aceptarlo: cuantas veces repiense su vida, le vendrá la memoria de ese hombre como un acertijo. Y ni siquiera puede decirse que recuerde con detalle más de una de sus conversaciones, ni que hubieran conseguido ser amigos, mucho menos cómplices. Sin embargo, ¿qué le iba a hacer?, aún hace poco era capaz de llorar cuando apelaba a su gesto.
Por eso, una parte de ella se negó durante muchos años al pensamiento de que él andaba vivo en el mismo planeta, pero sin evocarla. Y cuando Eugenio murió en un accidente predecible y estúpido, ella no quiso ni acercarse a la funeraria.
—Para mí se había muerto hace rato —dijo mientras se miraba la punta de los pies.
Luego pasó la tarde reviviendo un ensalmo: él ensayaba la partitura de un concierto para piano y orquesta en el que tocaría como solista, ella lo interrumpió al entrar.
—¿Qué pasa? —dijo como si un diablo lo sacara del cielo.
Constanza levantó los hombros y lo miró con el gesto idiota con el que era capaz de mirarlo. Sabía el tamaño del desorden que era cualquier persona complicando el final de un ensayo, pero no se fue.
Eugenio volvió a recuperar los acordes y alejó su cabeza de donde ella estaba y de donde estuviera cualquier otro mortal.
Ella se acomodó en un banco, ahí cerca.
Así estuvieron un rato. Él tocando, siguiendo con la voz las entradas de la orquesta mientras pasaba las hojas, volviendo a tocar. Ella mirándolo.
Terminó el primer movimiento y el segundo. A la mitad del tercero, él quitó las manos del piano y silbó el sonido de una flauta: una cadencia que empezaba rápida como un juego y después iba deslizándose hasta ser invencible. Por un momento, la entera obra era suya, luego se extinguía en los acordes del piano que entraba como si mantuviera el final de una conversación con ella, creciendo hasta regirlo todo.
De ahí para adelante, las irrupciones de la orquesta que indicaba su partitura Eugenio sólo las midió con los ojos, deprisa.
El concierto cerraba con un alboroto de todos los instrumentos, guiado por el piano como el dueño de semejante imperio. Al terminar, él apoyó la cabeza contra el atril unos segundos. Luego volteó hacia ella.
—¿Oíste la flauta? —le preguntó.
—Sí —dijo ella.
—La flauta enmienda. Si no estuviera ahí se perdería el contraste, no habría encanto.
Ella asintió con la cabeza.
—Tú eres la flauta —dijo él.
—Breve flauta —dijo ella.
Esa noche, Eugenio hizo nueve salidas a recibir aplausos. Tenía los pómulos ardientes y el cabello húmedo. Una sonrisa de laureles.
Constanza se alegró por él. No volvieron a verse sino en mitad de alguna multitud.
De todos modos, a veces, no se diga con la luz de una tarde o la demencia de un silbido ajustándose a sus emociones, lo recuerda.
¿Adónde van los que se van?, canta como quien entra y sale de su inocencia.