TODO UN HOMBRE

Tenía el pelo en rizos largos y unos ojos de sol al empezar la tarde que daban ganas de comérselo ahí mismo, a él entero, con todo y su gesto escéptico y su voz perdiéndose en algún vericueto de sí mismo. Volvía de jugar fútbol, iba subiendo la escalera cuando su madre se lo encontró a medio camino entre los dos pisos por los que iba y venía el trajín de la familia desde muy temprano hasta muy tarde.

Como toda mujer que conozca a fondo las dificultades de encontrar un buen marido, su madre consideraba que aquel personaje en el que se había convertido el niño de mirada sonriente que fue su hijo, podría hacerle la vida luces a cualquier mujer que le cruzara el horizonte. Por supuesto, el hombre que subía la escalera no podía estar más en desacuerdo con su madre. Él tenía la certeza de que ninguna mujer sobre la faz de la Tierra quería mirarlo ni de reojo. ¿Marido de alguien? Nunca. Fundaba tal tontería en la precaria estadística que le dejó entre manos una delgada criatura cuyos ojos estuvieron desde la infancia perdidos en quién sabía qué pasado. La había querido tanto a los doce años, que a los veinte seguía clavado en el recuerdo de aquel desaire. Y lo acariciaba, iba buscándolo. Cuando se le perdía daba con uno parecido, con otro imposible, con algo que no fuera a ponerlo en el aprieto de soltar las amarras de una infancia feliz.

Las últimas semanas, su madre, una metiche como toda madre que se precie de no serlo, creyó intuir en la presencia repentina de una criatura con ojos como de gato en sosiego, airosa y larga, algo como un atisbo de lo que debía ser un buen amor. Su hijo la había invitado a una fiesta cinco minutos antes de salir y ella había dicho sí, como si la hubiera llamado tres días antes. Había dicho sí y había llegado media hora después, vestida con una falda azul y un rebozo claro. Tenía el pelo oscuro y largo. A la madre le pareció una bendición verla mirar a su hijo con una parte del encanto que ella debía disimular si quería tenerlo enfrente sin llamar a su enojo. Los hijos nunca creen cuando sus madres los llaman guapos y este no sólo tenía la duda sino que respingaba con ella entre los labios y se llamaba a agravio si su madre la ponía en palabras. Las madres de ahora, como las de antes, se equivocan. De otro modo, pero tanto como las de antes.

La morena suave a la que en el bautizo llamaron Magdalena, perdía la vista en el hijo de tal modo que la madre pensó que aquella dulzura debía quedarse entre ellos para siempre. No debió ni pensarlo. Magdalena se volvió un nombre poco dicho.

Como para meterse en medio y aconsejarle que se hiciera imposible: no vengas cuando llame, no le contestes siempre, no lo mires como si lo quisieras, pon el gesto de que eres divina, de que no te merece un pensamiento. Pero nada le dijo. Ya no son estos tiempos los de antes, ahora las madres metiches entre más lo son más lo disimulan y a veces de tanto disimularlo parecen escurridizas.

Ni hablar de Magdalena un mes, ni dos, ni nueve. Silencio hasta esa tarde pálida en que dio con su hijo subiendo la escalera y no lo pudo evitar: pensó que era muy guapo y que Magdalena, la preciosa y posible Magdalena, lo sabía como nadie y aunque sólo fuera por eso había que saber en dónde andaba.

Ni remedio, a la hora de la cena, frente a la tele, dejó caer la pregunta como un si nada.

—¿Y qué pasó con Magda? —dijo.

—¿Con Magda? —respondió el príncipe de los imposibles dejando los ojos en la tele—. Con ella me porté como todo un hombre.

—¿Cómo? —preguntó la madre.

—La dejé de llamar —dijo el adolescente.

¿Qué sino el silencio? El hijo tenía entonces dieciocho años y hoy veinticuatro. El imposible en su apogeo entonces y ahora.

La madre oyó hace poco que Magdalena tiene un marido a sus pies y es más guapa que nunca. No lo dudó.