PERRO MAR Y LADRONES
Esa tarde mis hijos salieron del colegio con la misma frescura de todos los días, litigando en torno a quién se quedaba a la práctica de deportes y quiénes querían bajar con ellos hasta la colonia Condesa y sus calles recién abiertas a la moda. Se acomodaron en la camioneta verde que le había hecho a su madre el favor de ponerla en la realidad: toda mujer con camioneta deja de ser un ente soñador y libertino para llevar consigo a todas partes la imagen de una señora con la cabeza en su sitio que tiene entre sus principales deberes el de manejar un medio de locomoción en el que puedan pasear sus vástagos, con sus bicicletas, sus amigos y sus múltiples e insaciables demandas. Lino, que es el hombre platicador y disperso, a cargo de recoger a la clientela escolar en semejante vehículo, se había estacionado en la puerta de la escuela. Hasta ahí llegaron los niños y la maestra de ojos suaves que los lunes vuelve con ellos como un hada. No bien estuvieron todos instalados con las mochilas en la parte de atrás y el ánimo dispuesto a bajar por Constituyentes ruidosos y discutidores, dos hombres con pistolas los obligaron a bajar y se llevaron a Lino con todo y camioneta.
Cinco minutos después me llamó la maestra. Todo en ella, su voz por encima de todo, trataba de ser apacible y bueno como sus ojos. Los habían asaltado, los niños y ella estaban bien, pero se habían llevado a Lino. Una madre de familia se ofreció a traerlos desde Cuajimalpa. Los vi entrar a la casa como a los hijos pródigos. Puse mi mejor cara, ellos pusieron la cara que mejor pudieron. Nos abrazamos. Por fortuna, al poco rato apareció Lino. Estaba asustadísimo, iracundo, empolvado. Resonaban en su cabeza las amenazas y el roce de la pistola contra su cuerpo. Lo amenazaron con volver a su casa por él y a la nuestra por los niños si hacía cualquier denuncia.
Lo demás lo conoce cualquiera. Está en las conversaciones telefónicas y en las sobremesas de todo aquel que se considere un habitante normal de la ciudad de México. Las autoridades son muy amables, son comedidas, saben cómo son esos asaltos y pueden describirnos trescientos iguales. Desarman los coches o los cobijan en camiones que luego cruzan la frontera sur y bajan su mercancía en países donde hay quien los compra por menos de la mitad de su valor real. Nuestro consuelo es el que reza que nuestro mal es mal de muchos. ¿Consuelo de tontos? Único consuelo. Actas, denuncias, viajes al seguro, entrevistas con licenciados sonrientes y con policías capaces de hacer preguntas fantásticas:
—Díganos usted. ¿Los asaltantes tenían tipo de policías?
Qué más da. El hecho es que para nuestra fortuna y regocijo no volveremos a ver la camioneta, pero hay mil cosas que agradecerle al destino, los hados, los dioses, la protectora mirada de los muertos a quienes estamos siempre encomendados.
Los asaltantes tuvieron la generosidad de no lastimar a nadie. Bendita sea la vida.
Los ojos de los niños asustados, son sus mismos bellísimos, entrañables, imprescindibles ojos. Nada les pasó. Bendita sea la vida.
Devolvieron a Lino sano y con una historia memorable para su caudal de historias. Bendita sea la vida.
Se llevaron la camioneta. Ya no tenemos otra que nos roben. El trago amargo ya pasó. Bendita sea la vida.
Tenemos un perro que al ver entrar a los niños tiembla y mueve la cola con el mismo intenso, indiscriminado júbilo que pone siempre al verlos entrar. No sabe de dónde vienen, de qué se libraron. Pero todo en él parece también bendecir a la vida que los devuelve.
Llamamos a las abuelas. También bendicen a la vida.
Nos llaman los amigos. Bendita sea la vida.
Voy al dentista. Bendita sea la vida que me otorga lugar y paciencia para dejarme extraer sin más la muela del juicio. Los niños están bien, qué importa tener la cara hinchada y un agujero doliendo como un acantilado junto a la garganta. Bendita sea la vida que nos robaron una camioneta. Mejor sería vivir intocados y dichosos. Pero ya no se puede. ¿O se podría? ¿Debería poderse? ¿En una ciudad donde trescientos niños han rascado un túnel junto al metro Insurgentes para tener en donde dormir cuando les llega la noche?
Voy a la reunión mensual en la comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. No me atrevo a contar mi pérdida, sino como una dicha. Vivimos en esta ciudad, en este país, bendita sea la generosa vida que sólo nos quitó una camioneta. La Comisión tuvo que hacer una recomendación a la Procuraduría del Distrito Federal, tras recibir más de veinte denuncias en torno a órdenes de aprehensión que no se cumplieron. Órdenes en contra de presuntos asesinos, de presuntos violadores, que estuvieron a la mano de la policía, porque se sabía cuál era su dirección y estaba comprobado que no habían huido. Algunos de los acusados incluso trabajaron dentro de la misma policía durante más de un año después de haber sido girada la orden de aprehensión en su contra, algunos, quincena a quincena se presentaron a cobrar. Y aparentemente nadie los vio, nadie los encontró, nadie al parecer tuvo intención de buscarlos.
Así las cosas. Bendita sea la vida que sólo nos robaron una camioneta.