SOÑAR UNA NOVELA
La primera vez que pensé en ella, Emilia Sauri estaba sentada en el patio trasero de su casa, dándoles de comer a unas gallinas inquietas y blanquísimas. Su falda recogida dejaba ver unas piernas fuertes y largas como después las tuvo. Tenía los ojos de almendras, amplia la palma de las manos, olía a sahumerio y a yerba clara. Sobre su cabeza vagabundeaba una luna recién amanecida y una estrella crecía en su entrepierna mientras su imaginación invocaba a un hombre con el que no dormía.
Emilia Sauri sería una mujer presa de dos pasiones. Doméstica y audaz, suave pero beligerante. Tendría una casa grande llena de hijos y parientes, un marido deseado, generoso y trabajador como el agua, un amante cuya historia yo no sabía de cierto, ni quería conocer sino hasta la mañana en que irrumpiera a medio libro para alzarnos en vilo a ella y a mí. Impertinente y desordenado, con los hombros caídos y la cabeza prediciendo portentos.
Para fortuna de ella y mía, Emilia Sauri nunca tuvo gallinas. La siguiente vez que la vi, dilucidaba sin tregua si era verdad o era que un sueño la había puesto a querer a dos hombres al mismo tiempo, con la misma vehemencia, con el intacto deseo por uno y otro, sin más dolor que un enigma de horarios y amaneceres. ¿Cómo se puede querer a dos hombres y hacerse al ánimo de amanecer sólo con uno? Emilia Sauri se daría este problema y otros le iría dando la vida que se me fue ocurriendo a partir de la tarde en que sus padres la engendraron por fin, tras mucho irla buscando.
Diego Sauri, su padre, sería un hombre de mar, atado a la traición de no escucharlo por vivir bajo dos volcanes y en el seno de una mujer consoladora y cuerda, cuya cintura breve no perdería la forma con los años de trifulca y amores que le esperaban. Josefa Veytia, su madre, apareció una mañana en un café de Veracruz junto a su incansable hermana Milagros. Pero todo esto pasó mucho después de aquellas vacaciones de Semana Santa en que vi a Emilia Sauri rodeada de gallinas y quise como nada escribir una historia para ella. ¿Cómo sería que en lugar de gallinas su padre tuvo a bien heredarle una botica llena de frascos pequeños y tarros de porcelana? No sé, tal vez mi ambición de pasado se siente mejor entre jarabes de ruibarbo y pastillas de tolú que entre gallinas y palomas mensajeras. Quizá cuando busqué una pasión para Diego Sauri, él aún vivía en una isla cuyo verde silencioso necesitaba más de un curandero que de un apicultor. ¿Cómo sería que Emilia fue naciendo a finales de un siglo carcomido como el nuestro, como todos los siglos, por el abuso, la esperanza y la sinrazón? ¿Cómo es que fue creciendo hasta dar con la juventud y la guerra? No sé. Tantas cosas pasan durante un libro, tanta ocurrencia y tanto afán caben en trescientas cuartillas, que cuando me preguntan de qué se trata el libro que apenas terminé, siento el temor de que sea posible decir en diez palabras todo lo que fui diciendo durante años de llegar puntual como a ninguna parte, al cuarto cuyo silencio exorcizo con el diario deber de inventar una historia. Ese y ningún otro trabajo me ha dado la vida. Nunca aprendí a bordar, jamás me alcanzó el talento para tocar el piano, no imaginé siquiera la posibilidad de liarme con la ingeniería, no sabría administrar una empresa, ni obedecer a mi partido o a mi jefe, no se me ocurre cómo salvar la ecología y sé de medicina lo que mi ansia de médico me ha enseñado a leer en el vademécum. No he podido jamás memorizar dos renglones de una ley, no sabría llevar las cuentas de una tienda, ni soy capaz de vender un paraguas en mitad de un aguacero. No me quejo de todas mis carencias, escribir es un oficio que enmienda casi cualquier mal. Escribiendo en los últimos años he podido sentir a una mujer con la voz de ángel que no tengo, he conseguido enamorarme de diez hombres con toda mi alma, he recuperado al padre que perdí un amanecer, he convivido con él y su gusto por la ópera, la política y el buen vino, como si él fuera el boticario Sauri y yo albergara el inocente fervor de su hija Emilia. He sido cuerda como Josefa y desmesurada como Milagros Veytia. He tenido un tío rico que me hereda una casa colonial y he jugado por fin junto a la fuente que había en el jardín de mi bisabuelo. Es más, lo he conocido, he aprendido de sus palabras cómo curar heridas, cómo reconocer gravedades, cómo sacar hijos de las panzas azules en que los guardan sus madres. Escribiendo Mal de amores —el libro que apenas terminé hace seis meses y que ya extraño como a un mundo perdido para siempre—, me subí a los trenes de la revolución, me hice médico, curandera, adivino, aldeana, general, cura, librero, guerrillera, amante de un hombre que me necesita y de otro que no sabe lo que quiere. Ahora que la novela se ha quedado en manos de otros, que la han leído ya los tres lectores a los que más temo, y los tres que mejor me perdonan. Ahora que ya está vendida a los editores y que empiezan a llegar las cuidadosas cartas de los traductores, me ha tomado una nostalgia de todo ese mundo entre álgido y beatífico en que viví mientras la escribía, echando maldiciones, durmiendo mal, abrumando a los otros con el pesar de quien un día sí y otro también se siente perdida en una realidad extraña y ardua que quién sabe cómo la atrapó y quién sabe cuándo pensará soltarla.
¿Qué es hacer un libro? ¿Para qué hacer un libro? Los libros son objetos solitarios, sólo se cumplen si otro los abre, sólo existen si hay quien está dispuesto a perderse en ellos. Quienes hacemos libros nunca estamos seguros de que habrá quien le dé sentido a nuestro quehacer. Escribimos un día aterrados y otro dichosos, como quien camina por el borde de un abismo. ¿A quién le importará todo esto? ¿Será que habrá quien llore las muertes que hemos llorado? ¿Habrá quién le tema al deseo, quien lo consienta y lo urja con nosotros? ¿Para qué hacer una novela de costumbres? ¿A quién conmoverá el olor a sopa caliente bajando por las escaleras que sube un aventurero como Daniel Cuenca? ¿Quién apreciará el silencio anticuado y valiente de Antonio Zavalza? ¿Valdrá la pena leer diez libros sobre yerbas y menjurjes para encontrar dos nombres que hagan creíble media página?
Empecé a escribir la novela para Emilia Sauri casi un año después de verla y ambicionarla por primera vez. Era enero de 1993. Decidí que Emilia Sauri naciera justo cien años antes porque quise pensar la vida en esos tiempos, entre otras cosas porque fueron años de riesgo y sueños que parecían remotos. No imaginaba tiempo más distinto del nuestro. No supe sino después de muchos meses de lectura, cuánto ignoraba de lo que según yo todo mexicano sabe como su nombre. ¿Qué pasaba en nuestro país durante los años anteriores a la guerra civil? ¿Qué era el Porfiriato además de un período de treinta años en el que gobernó un general llamado Porfirio Díaz? ¿De qué vivía la gente, qué profesión elegía, quiénes no podían elegir y quiénes no elegían porque ni eso necesitaban? ¿En dónde estudiaban los niños de clase media, qué jabón usaban, qué médicos veían, qué medicinas tomaban, qué diversiones los acunaron, en qué viajaban? Después, a la novela, sólo pasó el perfume remoto de eso que aprendí. No hacía falta más. Al parecer no se necesitaba la especialización en héroes y convocatorias, proclamas y manifestaciones que cruzaron la historia patria entre 1893 y 1917. Sin embargo, no me hubiera atrevido a creerme la novela sin tenerla. Aunque al corregir hayan quedado sólo dos o tres menciones de todo aquel enjambre. Obtuve, en cambio, del presente que se nos fue imponiendo, materia de reflexión y anécdotas para temblar por un pasado que a veces parece de regreso.
Cumplí con el deber de inventar cada mañana un mundo y escribí para sentir que mejoraba el presente invocando el pasado, para asegurarme de que la vida ha sido difícil y hermosa muchas veces antes de ahora, para recordar que no tiene remedio y que más de uno se empeña en que lo tenga a pesar de saber con meridiana claridad que de nada sirve su empeño.
No eran iguales todas las mañanas, por más que los de afuera me vieran sentada igual, torcida igual sobre la máquina igual, irritada con el ruido igual, oyendo la igual Ave María. Cada día era un tormento o una feria y nunca era predecible lo que me esperaba. Ahora, sin embargo, recuerdo esos días aún cercanos con la misma nostalgia con que se recuerdan los remotos tiempos de vino y rosas. En eso, escribir sí se parece a un parto. No puedo evocar ni uno solo de los malos momentos, si no fuera porque están para recordármelos quienes me oyeron quejarme y maldecir mi suerte a toda hora, yo diría que nunca la he pasado mejor que en los tiempos, la casa, y el país de los Sauri.
Me cuesta hablar de mi obsesión por las palabras, por el modo en que suenan y se combinan, por cuántos adjetivos sobran y cuál es el imprescindible. Todo eso es lo que yo llamaría la parte más secreta de mi vida privada. Que las cosas parezcan naturales requiere de un artificio peligroso. Que carezcan de artificio puede resultar aun más peligroso. Tengo vicio por los sonidos, gusto por oír las palabras redondas, cobijadoras, tibias. Escribo desde el principio pensando que tal vez nunca regrese al texto, pero inútil, cien veces regreso y mil volvería para seguir dándole vueltas. Empecé queriendo una novela centrada en los deseos y ambigüedades de una mujer y quién sabe cómo esta mujer y sus deseos quedaron dentro de una historia menos asible, más complicada. Yo imaginé a Emilia Sauri, primero como una mujer de treinta y siete años que no sabe qué hacer con los vericuetos de su corazón, después como una anciana que recuerda frente a una nieta preguntona. No importaba la política, ni se sabía de guerras en su entorno. En la novela que acabo de terminar, Emilia Sauri nunca nos muestra sus años treinta. Conocemos en cambio a sus padres con todo y amigos, familia, fantasías, ambiciones políticas y líos educativos. Recorremos con Emilia la infancia y la primera juventud, no la segunda. Asistimos a la guerra que jugó con su vida. No sabemos si tuvo gallinas, ni cómo creció a sus hijos. Tampoco habla nunca con su nieta. Esas cuartillas se quedaron afuera, sobraban a pesar de existir con tanta contundencia en mi cabeza. De ahí que la estructura del libro se volviera un problema. No recuerdo, porque no le conviene a mi actual afán de tranquilidad, la desesperación que me agitó durante los meses en que convencida de que el libro era muy largo, daba explicaciones innecesarias y andaba caminos que podían evitarse, acepté buscarle un orden distinto. Hubo noches en que despertaba segura de que de tanto borrar lo había borrado todo. Hubo otras en que no pude dormir, pensando en si sería mejor dedicarme a dar clases de lentitud y meditación. Y hubo unas peores. Unas en las que estuve cierta de que nadie me aceptaría como alumna del primer grado de yoga. Si alguno de esos días hubiera invadido mi casa la familia de ratones que llegó la semana pasada, me hubiera vuelto loca. Por fortuna el azar y la lluvia supieron esperar. No a que yo terminara el libro, los libros nunca se terminan, pero sí a que me desprendiera de él. Muchas cosas, arduas e incomprensibles pasaron en el país mientras tuve media cabeza tomada por la fuerza de una realidad que a nadie sino a mí le importaba y que de nadie si no de mí dependía. Ahora que llevo un mes y medio mirando sin filtros la vida que nos aflige, tiemblo de pensar que nuestro futuro pueda parecerse al que trastornó el país de los Sauri. Elegimos modos extraños de convocar y asumir el mundo que nos rodea. Pienso ahora que preferir el pasado, instalar en él las piernas y los ojos de Emilia Sauri, ha sido la manera de soñar que estos tiempos tienen remedio, que no son peores que otros, que nuestros hijos tendrán pasiones, futuro y abismos, como los tuvieron nuestros abuelos y los vamos teniendo nosotros.