PAISAJES ANTES DE LA BATALLA
Hay años que no agrietarán nuestro futuro con el recuerdo de un misterio que aún nos duela, tampoco lo estremecerán evocando el inicio de una pasión ingobernable. Años cuyos días sosegados nos hicieron vivir en la fiera anormalidad de lo que llamamos normal, cuyas tardes volverán juntas, como si hubieran sido iguales, como si nada excepcional las hubiera tocado, como si no fueran excepcionales en su aparente monotonía, en su ir y volver con los mismos deberes y los mismos placeres irrepetibles.
Este 1993 que languidece con su prensa llena de horrores y sometida a presagios previsibles, que hambrea y angustia y descobija a unos, que ha traído arrebato, amores y presagios a otros, ha pasado sin revuelo por las vidas estupefactas de algunos entre los que me cuento.
Nada horrible nos turbó, nada nos hizo creer dueños de la luz que palpita en las estrellas. Ni nos tiró la desgracia ni nos arrebató la dicha, sólo cruzó la vida por nuestro lomo y no se llevó con ella ni el sosiego ni la esperanza.
Tampoco es que hayamos perdido la gastritis, ni que el tiempo nos haya cubierto de tedio mientras tejíamos tras la ventana viendo el mismo paisaje. Es sólo que hemos gozado de lo que podríamos llamar un año flojo. Un año durante el cual nuestro destino no se antojó trasladable al argumento de una novela, ni al guión de una película, ni siquiera al relleno de una teleserie.
Como se entiende, 1993 ha sido uno de esos años por los que algún día sentiremos nostalgia cuando los niños eran niños, cuando los amigos se desvelaban hasta hartarnos, cuando escribir era un deber como el colegio, cuando no íbamos a la calle por el gusto de no ir, cuando nos alegraba la llegada de Jodie Foster a una película nueva en el videoclub, cuando estaba de moda la comida japonesa, cuando odiábamos a los caballos que ensuciaban el Parque México, cuando el smog de muchas mañanas nos impedía caminar por Chapultepec, cuando nos quitábamos el dolor de cabeza con Sydolil, cuando Lola me llevó al club de precios, cuando fuimos a Ixtapa como si fuéramos importantes, cuando se inauguró el nuevo Salón México y llegó al mercadito el control turbo para el Súper Nintendo, cuando los hijos impidieron que su papá se comprara un Spirit y la mamá se cayó de los patines por última vez. Cuando nació Mercedes con sus ojos achinados y su sentencia del Mahabarata bajo el brazo:
—¿Y qué es inevitable para todos nosotros? —preguntó la fuente.
—La felicidad —dijo el muchacho.
Cuántas cosas con las que entibiaremos los recuerdos pasan en los supuestos años flojos. Cuántas cosas sé de cierto que no quiero olvidar.
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Me cuenta Bruno Estañol, con su tono irónico y su voz decantando las palabras, que 1993 es el aniversario de la muerte de Charcot. Se detiene como si evocara algo imprescindible y sigue:
«Una vez le dijeron a Charcot:
—Oiga, lo que estudia usted es una cosa muy extraña.
—Sí —contestó él— pero eso no le impide existir.
Se referían a la histeria», dice Bruno y cierra su anécdota con una sonrisa. Bruno nunca habla de más, por eso aún sigo pensando qué otra cosa habría aparte de lo que dijo.
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Caminamos por un panteón en San Juan de Puerto Rico. El primer panteón que se hizo fuera de las murallas, frente al mar como un acertijo. Para entrar hemos brincado la barda Sonia Cabanillas, la encargada del Departamento de Literatura de la universidad que me ha invitado a ese país de prodigio, Juan, el único hombre que da clases en ese departamento, Conchita Ortega y yo con mi despiste. Andamos de tumba en tumba buscando a Daniel Santos.
—¡Aquí está! —grita Juan como si se lo hubiera encontrado cantando en el teatro Blanquita. Las demás corremos hasta el hueco en el pasto sobre el que aparece su nombre. Todavía no hay una lápida formal. Hay sólo una cruz de madera, unas flores de plástico rojo y un caset con su foto amarrado a la cruz con un mecate. Ahí abajo está Daniel Santos. ¿Cómo le estará yendo a él, que tantas penas de madrugada nos acompañó?
Maicha está en el hospital, la operaron. Ya no sabe qué hacer consigo.
—¿Cómo vas? —le pregunto una madrugada.
—Mal —me contesta—. Pero sabes lo que te digo, cuando más oscuro está es porque ya va a amanecer.
Mateo llega del colegio y entra en mi cuarto. Se muerde una sonrisa que no quiere dejarme y me tira un papel cuadriculado que firma la niña rubita de la que a veces le oigo hablar con su amigo Federico.
—Ya somos novios —me dice y se va a jugar basket.
Tiene los hombros erguidos de mi abuelo materno y la barba partida de su abuelo paterno. Tiene un caminado tan suyo como la camiseta negra de los Bulls que de tanto usar a veces se confunde con su piel. Nos trae muertas a la rubita y a mí.
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Veo la laguna de San Baltazar y me estremezco. Todavía me cuesta creer que ha vuelto a estar ahí. De niños nos llevaban a buscar ajolotes en su ladera. No quedaba dentro de la ciudad, sólo era el paseo más cercano. Después, las casas la sitiaron y un fraccionamiento se la comió. No volvimos a pensar en ella.
No está bien el plural. Debo decir que yo no volví a pensar en ella, Verónica sí. Hace cuatro años me llevó a ver el basurero que crecía dentro.
—Se draga, se limpia, llueve y volvemos a tener laguna —dijo con su voz apresurada que en cuanto acaba de decir se calla y ejecuta.
Regresó la laguna y es extraño, pero está más bonita que la de mis recuerdos. Tiene árboles alrededor, muchos peces colorados, demasiados patos, dos changos, pequeñas garzas de temporada, un camino de grava para darle la vuelta y lanchas para cruzarla con un remo. Verónica es mi hermana la chica, pero siempre hizo las cosas más rápido que yo. Y siempre he sentido por ella la admiración que se le tiene a la hermana mayor.
Converso con la mamá de una compañera del colegio de Catalina. Estamos adormiladas y friolentas esperando a que el camión en que nuestras hijas se irán de campamento despegue con su carga preciosa. Las niñas están adentro y se han olvidado de nosotras. Tienen el futuro y la curiosidad, ¿para qué iban a necesitarnos?
Yo estoy desvelada y me quejo. Siempre abro los ojos antes de las siete. No importa la hora en que me acueste. Si fue a las once dormí ocho horas, si fue a las cinco dormí dos. No hay manera.
—Ay no —me dice la mamá—, a mí no me pasa eso. Yo soy normal.
El autobús hace mucho ruido y arranca como un dragón, dejándonos huérfanas. Son las siete y media. El día está gris, me muero del sueño, pero ni hago el intento de volver a mi cama. Yo no soy normal.
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En casa de los Sauri el corredor del segundo piso es un espejo apretujado de plantas y flores por el que entra el sol de un modo casi violento. Asida al pretil de una maceta Emilia se para por primera vez y da un paso levantando la cabeza como una bailarina. Mientras, su madre la mira inundada en la sal de dos lágrimas enormes.
—¡Qué logro! ¡Qué adelanto! Por fin, después de setenta cuartillas, consigo que Emilia Sauri deje de ser una bebé. ¿Alguna vez podré empezar a contar cómo pierde al amor de su vida?
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Completa esta imagen la de una tarde en que mi madre que pasa dos días de visita en casa, me pide que le lea algo del libro que estoy escribiendo. Saco las cuartillas que se amontonan en un folder azul. Leo a saltos, un poco de un capítulo y un poco de otro para no aburrirla. Después de un rato me detengo y la observo. Tengo la sensación de que he vuelto a los seis años. Ella me mira como me veía entonces, tal vez con más indulgencia todavía.
—Qué bonito escribes, hija —me dice—. Qué bonito está eso. Te felicito, mi amor. Y dime, ¿en algún momento va a pasar algo?
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Estamos en la papelería más bonita de toda la ciudad. Queda en Polanco y visitarla es como ir a Nueva York. Ya hemos comprado todos los cuadernos, lápices, etiquetas, crayones, sobres, tijeras y estuches que necesitamos. Ya hemos comprado también las cosas que tal vez necesitemos.
Catalina quiere escoger el papel con el que forrará sus libros de cuarto año. A su salón le tocó el color amarillo, pero ella se empeña en que no sea cualquier amarillo. Así que estamos recargadas sobre el mostrador de los papeles, viendo muestrarios.
—Cati —le digo bajito—. A tu izquierda hay un muchacho guapísimo.
Ella tiene nueve años, pero ya sabe mirar de reojo y aprisa. Es lista y escurridiza como una ardilla. Huele su piel a dulces y cuando platica le brillan los ojos. No me contesta. Olfatea el papel, lo toca de un lado y otro, lo mira de cerca y de lejos. Luego me dice sin dejar de ver el muestrario:
—Aich mamá, ya tiene canas.
En el centro de la Rotonda de los Hombres Ilustres hay una llama siempre encendida hasta la cual bajan en círculo las escaleras. Le doy una vuelta caminando muy despacio y luego me siento en el primer escalón. Llego ahí a recordar, aunque ya sé que nunca se me olvida.
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Voy con Rosario y su papá a comprar un piano para nuestra casa. Es la cuarta vez que visito la tienda de venta, renta y consignación de pianos suspendida en medio del ruido atroz que hace el eje vial donde antes estuvo la Avenida Tacubaya.
Es una especie de gran vitrina, un cuarto encristalado en el que los pianos de cola se codean presumiendo su alcurnia y enseñando sus teclados a la escéptica banqueta por la que sólo cruzan los sonoros arpegios de uno que otro albur.
Rosario es tímida y febril como una heroína del romanticismo. Toca en el piano de más noble estirpe el primer movimiento de una dificilísima sonata de Bach. Se la podría uno llevar así, entera, con todo y su música y su melenita despeinada y su gesto afligido. De repente se detiene, quita las manos de las teclas y nos mira. Faltan dos semanas para su examen de ingreso a la Escuela Nacional de Música.
En el salón de atrás, amontonados como trebejos en la penumbra, hay varios pianos verticales, algunos de abolengo. Están como durmiendo, aburridos de mirarse y ser vistos como si sólo fueran muebles, como si no trajeran dentro los sueños y el delirio de quienes hicieron música con ellos.
Ahí nos encontramos al Zeitter Winkelmann del año 1912. El año en que nació Ionesco, el año en que Picasso pintó El violín, el año en que Ravel terminó Dafnis y Cloe, el año en que se hundió el Titanic, el único año completo que gobernó el país don Francisco I. Madero.
Cualquier año es bueno para nacer, todos acarrean prodigios y desventuras. El papá de Rosario compra el piano para nuestra casa, y yo lo bendigo. ¿Quién me iba a decir a mí que alguna vez me comprarían un piano?
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Emma Rizo sabe y ha enseñado muchas cosas a lo largo de su vida. Desde un doctorado en el absurdo cotidiano hasta una maestría en literatura tiene en su haber. Sin embargo, nada tiene ni tendrá nunca más excepcional que un tesoro que ha sabido cultivar como nadie.
—Fíjate que tengo un tumorcito —me confesó una tarde de estas bajo el cielo más azul del año.
—¿Maligno? ¿En dónde? —le pregunto al ver el espanto como un pájaro sobre sus ojos.
—Sí, en el pulmón —me contesta soltando al cielo su risa como un conjuro sin tregua.
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Estoy peinando a Catalina que se mira en el espejo y protesta, siempre protesta cuando la peino, pero todas las mañanas aparece inequívoca y puntual con el cepillo rojo en una mano y el blanco en la otra, ¿me haces la cola?
—¿Ya se volvió a trabar tu novela? —me pregunta cuando no le respondo de inmediato a otra pregunta.
—Ya —le contesto mirándome en el espejo en que se mira. Tengo cara de loca de manicomio, no de una loca cualquiera. ¿Qué otra cara se puede tener a las siete de la mañana de un día que no promete sino trabazones?
—Haz como en las telenovelas —me dice con su cara de docta en la materia—. Repítele y repítele y repítele hasta que se destrabe. Mira —dice moviendo la mano— ahí pasan dos semanas en lo mismo y se dan otra destrabadita, otra vez dos semanas en lo mismo y otra destrabadita, hasta que por fin ayer se encontraron Juan y Mónica. Repítele. A la gente le gusta eso.
—¿Tú crees? ¿Cuándo me vas a dejar que te peine de coletas?
—Nunca —me contesta yendo a ponerse la mochila en la espalda. Luego alcanza a darme un beso y se va.
—Cati —la llamo cuando abre la puerta de la calle. Pero ya no me oye, va corriendo tras el hermano porque son cinco para las ocho.
—Creo —le digo al devorador de periódicos con el que me encuentro en el comedor— que uno nunca debe perder la oportunidad de discutir una teoría literaria.