MÁS ALLÁ DE LA PALMA DE MI MANO

Tal vez los sueños que más conmueven nuestro ánimo, son aquellos que se cumplen antes aún de que la vida los haya hecho cruzar por la incierta telaraña en que los tejemos. Digo esto con una prueba entre las manos. Llegué a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, a principios de 1971, mucho antes de haberla soñado como la tierra de promesas cumplidas que sería. Tres meses antes, la UNAM era para mí una entelequia remota, a la que asistían algunas de las compañeras con las que mis hermanas y yo compartíamos la casa de estudiantes que albergaba nuestra joven y despiadada curiosidad. Nosotras estábamos inscritas en la Iberoamericana, al igual que nuestros hermanos, nuestros primos y nuestros probables e improbable novios. Acudir a la Ibero desde Puebla era ya suficiente audacia, a nuestro mundo no se le hubiera ocurrido aconsejarnos ir a ningún sitio más inseguro que ese. Pero mi fortuna estaba más allá de la palma de mi mano. Así que llegué a la UNAM dos años después de haber terminado la preparatoria y tras abandonar una tras otras, sin tregua ni recato, varias carreras hacia ninguna parte. Había pasado un mes, seis, dos o tres días por el inicio de profesiones tan disímbolas como la sociología, el cuidado familiar, la filosofía y la contaduría. Para mi corazón estaba claro que en ninguna de aquellas tendría futuro, pero mi cabeza era un abismo de confusiones apta según las pruebas vocacionales para muchas cosas y según las pruebas diarias para ninguna en claro.

La mañana en que llegué a la Facultad de Ciencias Políticas, tras obtener el ingreso a la UNAM en un examen que para mi desazón tuvo lugar en una escuela inmensa con la que di tras varias horas de diversos trolebuses y camiones. Corría —según yo— una aventura, aunque el jardín en el centro de la pequeña escuela estuviera iluminado por un sol transparente y el aire oliera a intimidad y convento. Había sin embargo, recuerdo, una cerrada algarabía dentro de la que todo el mundo iba moviéndose hacia donde debía con la naturalidad de los peces.

El salón número uno recibía en su panza inclinada a los grupos más grandes, y todos los grupos de primer semestre eran grandes como la concurrencia de un teatro. Los tardíos adolescentes que conocí aquella mañana tenían en común la edad y la incierta voluntad de trabajar en los medios de comunicación, que entonces, quién la diría, estaban aun más de moda que ahora. Sobre todo porque entonces parecían la tierra de la gran promesa. Ahora ya se sabe que de todo el glamour participan unos cuantos y que quienes estudian la carrera de comunicación tendrán que trabajar con algo más que una sonrisa y un micrófono. Todos queríamos en apariencia lo mismo, en lo demás éramos un grupo acaudalado en diferencias. Yo era una mensa a quien sólo salvaba su curiosidad, pero tenía compañeros que llevaban cinco años de ganarse la vida, compañeros que parecían saberse el mundo de antemano y predecirlo al dedillo, compañeros que a su decir sobrevivieron a la Plaza de las Tres Culturas el dos de octubre del sesenta y ocho, compañeras que habían perdido la virginidad a los catorce, compañeras vírgenes y políticamente incorrectas que sabían disimular como reinas los defectos de ingenuidad y falta de mundo que en aquel salón se consideraban una penuria imperdonable. Tenía compañeras recatadas y compañeros mariguanos, tenía un mundo completo en el que hurgar que me conmovió desde el primer día. Del primer día recuerdo más que nada a mis compañeros; de los demás, de cada día durante los siguientes años fui obteniendo riqueza que no podré retribuirle jamás a la generosa y nunca bien pagada universidad. No sé a quién se le ocurrió llamarla «Alma Mater», cuando uno es joven semejante apelativo le suena cursi, hueco. Con el tiempo, se acaba sabiendo aunque no se diga ni con vehemencia ni con asiduidad, que algo en nuestra índole está marcado para siempre por los años y las tardes que pasó en la facultad. No sé los demás, yo aprendí en meses cosas que me cambiaron la vida para siempre. No sólo las cosas que era deber de la institución enseñarme —cómo escribir, cómo entender lo que otros escriben—, sino las que por azar o por destino me cayeron cerca.

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Éramos unos diez compañeros, estábamos escondidos en un salón vacío, muertos de risa y pánico, tragándonos el ruido, atisbando por la rendija de la puerta el paso de Froylán López Narváez, el maestro de Teoría de la Comunicación I. La clase anterior nos había dejado leer dos capítulos de un libro de Eduardo Nicol y tras hacerlo, responder a cinco preguntas que él tuvo a bien dictarnos desde antes. Pero no entendimos nada, ni el capítulo, ni las preguntas. Pasamos la mañana preguntándonos unos a otros sin dar con un atisbo de respuesta. Decidimos no acudir a la clase. Le teníamos terror a la lengua desatada de Froylán, y pensamos que seguramente alguien iría. Sobre ese alguien tendría que caer la ira del maestro y ese alguien nos explicaría qué fue del ser y el devenir, del caos y el cosmos. Pero Froylán López Narváez llegó al salón y lo encontró vacío.

—Seguro no hubo nadie. Ahí viene de regreso —dijo David que era bueno como un santo y quería ser intelectual.

—Déjame ver —pedí yo robándole un pedazo de rendija.

En efecto, Froylán venía por el pasillo, con las manos atrás, el bigote adelante, los ojos diminutos, la nariz grande y perspicaz. Cuando pasó con ella frente a la puerta yo abrí y empecé a hablar como tarabilla sobre las mil dificultades de Nicol y sobre la imposible redacción de sus preguntas. Sentía a mis espaldas el horror de los únicos diez entre mis compañeros que se habían quedado a verlo llegar.

—¿Se puede saber qué hacen aquí espiando? —preguntó López Narváez más puesto que nunca en su carácter de ogro.

—Estamos pensando en cómo decirle que no entendimos —dije yo para acabar de decir estupideces.

—¿Qué les parece si se dedican a pensar en cómo entender? —preguntó López Narváez a quien aún no entendemos del todo, pero que para muchos sigue siendo uno de los más queridos maestros.

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Gari tenía el pelo claro y lacio de los rancheros michoacanos. Estaba tocado por una frescura extraña. Tenía un Volkswagen viejito pero bien cuidado en el que le daba aventón a todo el que cupiera y fuera derecho por Insurgentes hacia el centro. Yo era de esas. Cómo le agradecí entonces las veces que me ahorró el camión apretadito y destartalado, cómo se lo agradezco aun ahora. Me divertía con sus frases y su espíritu indómito.

—¿Tú por qué estudias periodismo? —le pregunté muy al principio, durante los días en que yo preguntaba para contestarme.

—Yo para tener de qué hablar con mis clientes —me contestó.

Gari trabajaba cortando el pelo en una cadena de peluquerías que era de sus primos. Me asombró. No estudiaba para cambiar su destino sino para afianzarlo. Sin embargo con él, como con todos, el destino y la audacia jugaron a su antojo.

Gustavo Sáinz nos daba clase de Redacción Periodística IV. Un día llegó al salón con su montón de tareas corregidas y preguntó por mí. Temblé. Quedó de hablar conmigo al terminar la clase. Sus clases me divertían, estaban llenas de historias arrasadoras y de sentencias extravagantes. Iban de la poesía barroca a la máquina para orgasmos que inventó Wilhem Reich. Se me olvidó el temor. No lo recuperé sino hasta el momento en que me llamó. Intentaba yo escapar con la boruca en que todo el mundo corría a la siguiente clase.

—Estás equivocando la carrera —dijo Sáinz extendiendo mi tarea.

«Otra vez», pensé yo. De ningún modo, primero muerta que abandonar otra carrera.

—Este reportaje lo inventaste. Y está bien inventado —dijo riendo.

Llevaba yo tres semestres de inventar con éxito las notas informativas, las entrevistas y los reportajes. Los demás maestros no me habían descubierto. Ahora sé a qué se debía. No estaban en el secreto. No tenían por qué saber que los grandes mentirosos son malos periodistas, pero pueden derivar en escritores. Gustavo Sáinz lo sabía. De qué manera lo sabía el muy mentiroso.

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La clase se llamaba Periodismo y Literatura. Nunca he oído a nadie hablar con la pasión por Tolstoi que tenía nuestro barbado y enfático maestro. Esa mañana, viéndolo caminar de un lado a otro del salón como un iluminado estuve segura de que debía invertir parte de mi primer salario en la compra de La guerra y la paz. Después, mientras leía en las noches y las tardes del domingo, me encontré varias veces un ruso imponente al que era perfecto imaginar con la estampa completa de Hugo Gutiérrez Vega.

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El comité de lucha de la facultad tenía las paredes oscuras y un mimeógrafo del que salían a todas horas volantes mal impresos que daban cuenta de las huelgas y las luchas dispersas por el país como el confeti por el país de los primeros setenta. Yo tomaba todos y cada uno de los que ofrecían mis ilusionados y furiosos compañeros. Extendía la mano con la culpa de no ser uno de ellos y la confianza de quien vive con ellos. Tenía una pequeña columna en el periódico Ovaciones. Ahí escribía todo lo que la vida me iba poniendo enfrente. Una vez resumí en un artículo la información que obtuve del mimeógrafo del Comité en una tarde.

Al día siguiente me llamó el director del periódico y exigió que le dijera mis fuentes. Yo me hice la interesante. Me negué. Él respondió que el mismísimo Secretario de Trabajo aseguraba que mi nombre era un invento del periódico para golpearlo con información secreta sólo conocida en una oficina de Los Pinos. Yo me reí. Guardé mis fuentes. Me sigo riendo.

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Encontré a Concha Ortega en la última clase del último semestre. Se trataba de aprender a formar un periódico. Había que medir cuadratines y pensar diseños. Ambas nos aburríamos como si previéramos que de nada serviría todo eso en la época de las computadoras. Aunque por supuesto no lo preveíamos. La cibernética, entonces, nos parecía lo más destacado y remoto de la ciencia ficción. Conversando bajo la voz del maestro, nos hicimos tan amigas que ha dado tiempo de que la cibernética le dé alcance a nuestra larga y estupefacta amistad. No podríamos ser más distintas, no podríamos habernos encontrado sino en la facultad.

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La bendita facultad dio para todo. Para una morena cuyo cuerpo hacía temblar por igual a maestros y alumnos, para una rubia que se había impuesto el atuendo de una monja laica y cumplía con rigor su trabajo de ángel junto al mimeógrafo, para un maestro que ligaba recitando a Marx con entonación de poeta místico y uno empeñado en recordarnos que los niños eran un invento de la canija burguesía. Dio para entender el amor y la barbarie, para una sorpresa tras otra, para descuartizar la fe de un monje y concebir la de un pagano. Dio para crear villanos y para reconstruir héroes y dio gente empeñada en pensar la verdad como una mezcla de verdades, el acuerdo como una consecuencia del respeto, la tolerancia como una virtud, la duda como la más ardua y sensata de las virtudes. Dio para cumplir los sueños que nunca soñamos y para sembrar los que aún no cumplimos.