PATRIA DE LA INFANCIA
Mi abuelo paterno era italiano por dentro y por fuera. Cuando lo conocí tenía casi ochenta años y la piel blanquísima arrugada en surcos. Sus manos habían ido poblándose de pecas, y una torpeza suave regía el afán de sus escasas caricias. Hablaba poco, pero las frases que salían de su lengua sonaban redondas y misteriosas en los oídos de la niña pálida y ojona que era yo a los cuatro años. Los domingos le hacíamos una visita lenta y poco ruidosa. Lo recuerdo sentado frente a un escritorio de cortina lleno de papeles en orden. Sus manos y las pilas de papel eran el horizonte sobre el que se acomodaban mis ojos, mientras lo saludaba como una muñeca guiada por su cuerda. Buon giorno, nono, salía de mi boca en un tímido y apresurado bonyornonono. Entonces, él sacaba de su bolsa cinco pesos de plata en una moneda, los ponía sobre mi mano y contestaba con su voz redonda Buon giorno, bambina. Sólo eso recuerdo de mi abuelo paterno, pero es grande el hueco de mi memoria que ocupa ese recuerdo.
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Tenía también cuatro años cuando me tocó representar, en la fiesta anual del colegio, el privilegiado papel de Virgen María naciendo de una azucena. Nunca supe de qué trataba la obra, mi deber artístico sólo consistía en quedarme acuclillada y quieta dentro de la azucena, hasta que el llamado del señor San Joaquín me indicara que debía brotar con toda mi pureza del fondo de la flor. Durante los ensayos fui una actriz modelo, el problema fue que el día de la representación, los alambres pelones en forma de azucena que siempre sirvieron para ensayar, quedaron cubiertos con una tela blanca y pegados con el Resistol 5000 de 1954: la llamaban cola y era una resina oscura que olía a rata muerta durante varios días después de haber sido aplicada. Ni tras veinte años de vivir en la contaminada ciudad de México he ambicionado el aire limpio tanto como lo ambicioné entonces. Un inclemente San Joaquín me impidió sacar la cabeza las veinte veces en que intenté nacer antes de tiempo. Como él sí era un gran actor, me empujaba con un golpe cada vez que presa del ahogo buscaba yo salir. Nunca ha nacido tan muerta la purísima Virgen María.
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Cantábamos una canción de amor como quien canta un villancico. Para jugar a la Pájara Pinta había que repetir una copla inolvidable. A los cuatro años, uno se arrodillaba sin pudor a los pies de su amante, se levantaba fiel y constante y le pedía un besito de su boca. Algunas veces, todavía, una parte de mí tiembla con la niña arrodillada que pedía un beso como quien pide agua.
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El abuelo materno era un liberal como un rayo de miel en la leche tibia de las costumbres y pudores en que crecimos. Se bañaba con nosotros, desayunaba un cocol de anís untado de nata, que iba entreverando con sorbos a su café, luego nos llevaba a subir árboles para rescatar los chabacanos que crecían en julio. Aún no puedo morder la piel de uno sin evocarlo. Y siempre, antes de pagar la fruta que me entregan en la mano, la muerdo y me cercioro de que haya cerca una rama por la cual bajarse del árbol.
El abuelo Sergio también nos enseñó, entre quién sabe cuántas otras cosas invaluables, a olfatear el extremo sur de un melón antes de abrirlo. Si no estaba perfumado, si con el puro olfato no sentía uno la fruta entre los dientes, aún no estaba listo para otorgarnos su secreto.
—Lo mismo sucede con los amores —decía—. Hay que olerlos bien antes de probarlos.
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La primera caja que yo tuve en la vida me la regaló un mediodía don Julián Dib. Un hombre cuyo estómago grande y tenso era como una prueba de su fe en los placeres y en la vida. Fumaba unos puros oscuros que soltaban su aroma por todo el comedor a la hora del postre. La caja era justo una caja de puros cubanos. Su hija era mi amiga del colegio, su regalo fue el principio de una larga adicción.
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Cuando Elena entró a tercero de primaria tenía nueve años y nunca antes había ido a la escuela. Tuvo durante su primera infancia una maestra para ella sola en la sala de su casa. Yo no sabía si eso era envidiable o penoso. Llevaba siempre unos moños blancos con puntos rojos en el extremo de cada trenza, y sonreía con timidez. Le tocó sentarse en la fila de atrás. Su pupitre quedaba justo a mis espaldas. Un día me tocó el hombro y me invitó a comer a su casa. Los demás días, me di por invitada, hasta la fecha. No tengo una amiga más antigua, y por eso la culpo de mi vieja tendencia a fantasear imposibles.
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Mi mamá era sosegada y metódica como el Ave María. Ahorrativa y dudosa, apasionada y contumaz. Éramos cinco hermanos y no íbamos todos a sus compras y quehaceres. Cuando yo conseguía colarme a una de sus expediciones por el centro de la ciudad, terminábamos el recorrido en una mercería oscura y diminuta por cuyas paredes se acomodaban sin espacio ni tregua toda clase de pequeños tesoros. Se llamaba La Violeta, sus dueños vendían hilos y botones, alfileres y pasadores, listones, broches y juguetes de a peso. No sabía mi madre, no sé si lo dije alguna vez, la feria de emociones que era entrar de su mano a La Violeta.
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Verónica, mi hermana, tenía un gato al que le ponía gorro y le daba su leche en mamila, lo sacaba a pasear en el carrito de las muñecas y lo sometía al tedio de fingirse bebé. Luego, lo soltaba para que de noche se fuera a buscar parrandas tras la barda del jardín. Era una creatura doble el gato aquel, y ella supo siempre tratar con sus dos lados. Para mí, entender todo ese cambio de personalidades, era de una dificultad inalcanzable.
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Mis hermanos jugaban fútbol, hablaban de fútbol, veían el fútbol, tenían álbumes de fútbol y admiraban a un portero al que llamaban la Tota Carvajal. Al principio de los partidos el más chico caminaba hasta el centro de la cancha y se hincaba a persignarse con una devoción de misionero. Quince minutos después de iniciado el partido lo expulsaban por insultos al árbitro.
Los viernes de Dolores eran todo un acontecimiento. Se ponían altares con botellitas de agua coloreada y mandarinas con banderas oro, sobre manteles púrpura tamizados con las figuras en blanco de papel picado. Se colocaba en el centro del altar a una virgen con el corazón clavado por siete espadas que significaban siete dolores. Y bajo semejante representación de lo trágico, en el colegio rezábamos el rosario y al terminar las maestras nos servían agua de Jamaica. Para tan simple ceremonia cada quien tenía que llevar un vaso con su nombre del que nunca se desprendía. Y aunque ahora no puedo creerlo, tan breve y simple ceremonia era todo un acontecimiento. Me pregunto a qué se debería, y supongo que al hecho de que los días en el colegio fueran tan legítimamente idénticos uno al otro. Así las cosas, no recuerdo a nadie quejándose de tedio.
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Yo era la encargada de contar historias durante la clase de costura. Pero no fue por eso que siempre iba atrasada en mi labor, sino porque la lengua siempre le ha ganado a mis manos. Aun cuando estoy callada, trabajo más rápido con ella que con las manos. Por eso encimo las palabras y me como las letras al escribir a máquina. Sin embargo, he tachado más veces de las que destejí, y he debido callarme más veces de las que bordé. Nunca aprendí a coser como se debe, pero la clase de costura tenía una paz de agua endulzada que jamás he conseguido mientras escribo.
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Caminaba apoyándose sobre su carro de madera pintado de verde, y arrastrando una pata de palo. Tenía la piel rojiza y los cabellos de un blanco amarillento. Su grito era un incendio a media tarde. Vendía nieve de limón en barquillos de a quince y veinte centavos. Lo llamábamos Satuno Posale, pero así no se llamaba, nunca supimos cómo se llamaba. No tenía tiempo de conversar porque nuestra casa quedaba a sólo tres calles de su destino final, El gato negro, una pulquería rodeada de moscas de la que salía sin recato un olor ácido que desde siempre confundo con la desolación. Pasaba por nuestra esquina y ahí se detenía justo el tiempo que tardaba en alcanzarnos la fiereza inalterable de su grito. Sólo vendía nieve de limón. Una nieve tersa y blanda como no he vuelto a sentir otra. No era agria, porque estaba hecha con el té de una yerba a la que mi suegra llama zacate limón. Su carro como el último vestigio de una cultura en extinción, su cuerpo mermado, su voz de cohete, nos esperaban el minuto justo que tardábamos en bajar. Luego, reiniciaba su caminata hacia la gloria, y se perdía en la cantina desde las cinco de la tarde hasta que la cerraban.
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Martha Alicia Pérez tenía la cara redonda y la nobleza inundándole un par de ojos claros. A los ocho años, la perturbaba con frecuencia el malestar provocado por la condición indescifrable de los misterios. Más que ningún otro, el de Santísima Trinidad, un solo Dios con tres personas distintas. Uno en esencia y trino en persona.
Una tarde, durante la clase de Ciencias, pidió la palabra como si un rayo de sabiduría la hubiera tomado de repente y no pudiera guardarse la dicha de su lucidez un segundo más. La maestra le concedió la interrupción preguntándole a qué se debía:
—Es que ya entendí el Misterio de la Santísima Trinidad —anunció sofocada.
—Dinos cuál es —le pidió la maestra como si ambicionara en ella la voz del Espíritu Santo.
—¡Cabeza, cuerpo y extremidades! —contestó Martha Alicia apresurándose a derramar sobre nosotros la luz de su descubrimiento.
Interrumpiendo el jolgorio de nuestras risas, la maestra se levantó de la silla frente a su mesa de trabajo, caminó en silencio hasta el centro del salón y dijo con la solemnidad de un obispo:
—En todo lo que se refiere a misterios, incluidos los de la familia y la Historia Patria, aprendan a quedarse con la explicación del catecismo: son asunto de fe. Se creen o no. Creerlos es un don, un privilegio de elegidos.
Nunca imaginé, en la paz de aquella tarde, que tal don podía perderse. Sin embargo, cuando quiero lamentar la pérdida, recuerdo la dicha en los ojos de Martha Alicia y la invoco como a un sortilegio: Todos, alguna vez, nos sentiremos dueños del misterio.
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Nos daban un peso los domingos. Alcanzaba para diez chicles de a diez, en la tienda de don Silviano el de la esquina. Alcanzaba para quince botellitas de azúcar, rellenas de azúcar perfumada. Alcanzaba para cinco sobres de larines, para cuatro paletas heladas, para siete giros de ruleta en el bote del hombre que daba barquillos a cambio de números. Alcanzaba para muchas cosas, pero nunca para guardarlo. Verónica mi hermana lo regateaba mejor que todos nosotros, pero terminaba por acabársele, como a los demás. Entonces merodeaba en torno a mi madre, que era la administradora absoluta y temerosa de las quincenas que con toda y grapa le entregaba su marido, y empezaba un litigio de dames y para qués por cuya luneta yo hubiera pagado mi siguiente domingo, de haber sido necesario. Una mañana, a punto de salir rumbo a la escuela, metida en su uniforme de cuadritos, con su corta melena humedecida y sus ojos alertas, Verónica respondió al primer para qué de mi madre, con la voz ronca y contundente de sus ocho años: «Para sentirme segura de bolsillo».
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Don Carlos Mastretta tenía dos trajes, seis corbatas, un par de zapatos cafés y uno de negros, una lupa, una pluma fuente que llenaba con tinta verde, una máquina de escribir en la que encontraba complicidades los domingos, una memoria de la que no hablaba, otra con la que cantaba unas canciones tristísimas cuya letra no entendíamos y no quisimos entender jamás. Cuando el domingo se acababa en miércoles y uno se acercaba a pedirle un guiño a su cartera, él hurgaba en la bolsa de su pantalón y nos la daba completa. Ya lo sabíamos, la llevaba siempre vacía. Una vez, tras revisarla en busca de una fortuna que no encontré, me quedé mirando a mi padre, y él percibió en mi expresión demorada un atisbo de incredulidad. Entonces, sin decir una palabra, fue volteándose hacia fuera, una por una, las dos bolsas laterales de su pantalón, las dos bajas de su saco, la ranura interior de un costado, y la bolsa trasera de su pantalón. Los pedacitos de tela blanca colgaban vacuos y desfallecientes, dándole a su figura un aspecto entre desolado y burlón: «Esto tengo, pero de todos modos, podemos bailar», dijo con una gota de luz en sus ojos oscuros que a veces aparece, torera y embaucadora, entre los párpados de mi hijo.
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En la casa de mi amiga Elena había un fresno cerrándose sobre medio jardín. Nos subíamos ahí como gatos en busca de parranda. Y pasábamos buena parte de la tarde montadas en las ramas, hablando cosas que ya no recordamos. Hasta que oscurecía y la luz entre las hojas empezaba a bajar azul plúmbeo, como una aura sobre nuestras palabras. Perdimos la costumbre de encaramarnos a los árboles, pero el viento de la noche todavía cobija nuestras largas conversaciones, porque así como se pierden las habilidades, con el tiempo se intensifican los aprietos que uno conjura conversando hasta que oscurece.
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Siempre quise llegar a quinto año de primaria para ser alumna de la señorita Irma. Porque la seño Irma era una mujer recia, cuyos ojos inteligentes no eran temibles. Tenía una voz contundente y vivaz, unos pechos grandes y firmes, unas piernas fuertes que no se depilaba, y que llevaba siempre subidas a un par de tacones muy altos. Ahora que la evoco, sé que por encima de todos los atributos que yo le concedía, era una mujer sensual. Y entre el cortejo de solteras irremediables que hacía el plantel, resultaba extraña. Cuando por fin llegué a quinto año, la seño Irma fue nuestra maestra por dos meses y un buen día no volvió a la escuela. Nadie nos dijo la razón de su ausencia y al poco tiempo nos pusieron otra maestra. Yo todavía guardo su desaparición como un agravio, pero ella hizo bien yéndose con su novio a mejor puerto que nosotros.
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En nuestro colegio, el prócer don Benito Juárez no era considerado tal. Era, estaban de acuerdo, un pastorcito con el mérito de haber llegado a presidente de la República, pero después de tal mérito no nos daban a su favor más que una colección de historias en torno a cómo se quemaba en el infierno y otra en torno a la sinrazón de los méritos con que se empeñaba en adornarlo el gobierno. Para efectos prácticos, nosotros sabíamos dos versiones de su vida, una para escribirla en los exámenes que la escuela tomaría en cuenta para calificarnos, y otra para ponerla en los exámenes escritos en papel revolución que la Secretaría de Educación Pública mandaba para revalidar nuestros estudios. Ahora, aún hay quien se queja de mi doble banda. Pero yo, que sé de dónde vengo, estoy segura de que, en lo que a ese defecto se refiere, he superado lo imposible.
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Mi mamá, que a la fecha se solidariza con todas las causas olvidadas por el mundo, organizaba posadas para los presos. Mientras fuimos niñas pasábamos dos días de las largas vacaciones de invierno llenando las bolsas que serían el aguinaldo de los doscientos hombres encerrados en el edificio de la vieja penitenciaría, hoy convertido en Casa de Cultura. Había que poner en cada una dos tortas, unos dulces, un paliacate y tres paquetes de cigarros Tigres. Luego ella y sus compañeras de iniciativa, las iban a entregar. Una vez me llevó a acompañarla. Me dejó encargada con alguien antes de cruzar la reja y desde ahí la vi hundirse en una marea de cuerpos oscuros arrebatándole bolsas. No me cupo la duda: una chispa brotada de la hoguera que consumió a Juana de Arco, tenía encendido su corazón.
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Cuando Margarita llegó a nuestra casa yo tenía seis años y ella diez más. Margarita tenía un cuerpo robusto y una cara de luna cruzada por la fuerza de dos ojos capulines. Tenía las mejillas más sonrojadas que he visto y una fuerza en los brazos que envidié desde entonces y hasta la fecha, y que no he conocido jamás en ninguna mujer. Sonreía con la timidez de una niña soltada a su destino a los cuatro años, venía de un pueblo que se llama Quecholac, cuya riqueza máxima era el polvo blanquizco que corre por el abandono de sus calles. Margarita se quedó a trabajar en nuestra casa, y eso hacía. No la recuerdo quieta, estaba siempre yendo de un lado para otro y en tres años aprendió a cocinar con la soltura y la precisión de su maestra. También se hizo de un novio. Se llamaba Juan y era moreno, alto y adorable. Al menos ella dio en adorarlo. En las tardes caminaban la calle de arriba para abajo, luego él la acompañaba hasta la puerta. Ahí se besaban protegidos por un colorín junto a la escalera, se besaban con un furor y unos ruidos que hacían temblar la curiosidad ayuna y ávida con que yo los espiaba. Yo no sabía del amor sino historias que nada tenían que ver con esas avideces y en las que dejé de creer al frecuentar el noviazgo de Margara. El amor era eso que a ella la movía, y ninguna otra cosa más que eso. Un anochecer entró de su encuentro con Juan, llorando como ya no lloraban ni mis hermanos menores. Toda su cara encendida y mojada se refugió en la cocina. Nadie se atrevió a preguntarle qué había pasado. ¿Por qué volvía de su incendio cotidiano con la intención de apagarlo en lágrimas? Al día siguiente no le puso azúcar al agua de limón, ni sal a la sopa, ni yerbas de olor a la carne. Y nadie dijo nada. Mi mamá sabía qué le pasaba, pero tampoco dijo nada. Decidí que debía hacer una expedición nocturna hasta la puerta de su recámara, porque ahí de seguro se lo contaría sin más a mi padre la vergüenza de Margara, el dolor de Margara, las lágrimas y lágrimas que Margara había estado soltando durante todo el día.
—El novio le pidió que se fuera con él sin casarse —dijo mi madre.
—Pobrecita —contestó mi padre.
Yo seguí sin entender mucho. Juan no volvió. Unos años después, en la vida de Margara apareció un taxista gordo, casado, plomizo. Con ese, que ni siquiera estaba por completo disponible, que no era guapo ni fuerte, se fue Margarita sin soltar una lágrima.
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Mis primos los Escalera, tenían un jardín en las afueras de la ciudad. Un jardín muy grande en el que su padre cultivaba alcachofas, sembraba flores, hizo un campo de fútbol para los niños y una casita de piedra para las niñas. Era una casa como las de los cuentos, con sus escaleritas de madera y su altillo, con su balcón y su puerta dividida en dos, con su chimenea diminuta y ningún baño. Era para jugar, pero nosotros inventamos que también podía ser para quedarse a dormir. No vivíamos en un mundo permisivo y audaz, sin embargo nuestras madres nos daban algunos permisos audaces, sin darse cuenta siquiera de que lo eran. Cuatro niñas pasando la noche en un terreno sin luz eléctrica, en las afueras de la ciudad. Un terreno que sólo vigilaba Don Casiano, un peón callado y enigmático del que no conocían mucho más que el nombre. Nunca temieron al dejarnos ahí, prácticamente solas y a la posible merced de quien quisiera. Dice mi madre que eran otros tiempos. Se lo creo. Pero desde esos tiempos, a las amigas no las dejaban quedarse con nosotros. Eran noches de primas, noches para las hijas de las tres hermanas Guzmán, que aunque no lo sabían, eran más libres y menos temerosas que el mundo en que creyeron.
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Los volcanes estaban ahí siempre, como el cielo y la tierra, como la catedral y el zócalo. El nueve de octubre de 1949, en una expedición a escalarlo, murieron dos personas. Yo nací ese día y debo tener en un hueco del inconsciente, la memoria precisa de tal expedición. Debe ser por eso, que así como no le temo al mar, porque no nací cerca de las historias de horror que lo rodean, no trato a los volcanes sino de lejos. Dicen que el mar se traga a las personas, que muchos no vuelven de su encuentro con él, que es ruin, implacable y misterioso. Eso mismo digo yo de los volcanes. Están ahí para mirarse, para preguntarles cosas: ¿Cómo era el mundo cuando ellos despertaron? ¿Qué pensaban los aztecas? ¿Qué odio lloraban sus enemigos? ¿Qué ambición y qué sueños rumiaban los españoles que los pisaron por primera vez? ¿Qué hay de cierto en la leyenda de sus amores? Están ahí para contarnos victorias secretas y guerras desconocidas, pero no para transgredir la soledad de sus cumbres. Porque así como saben del mar quienes nacieron acunados por su música, sabemos que son arduos los volcanes quienes nacimos bajo el silencio implacable de sus cúspides.