ABRIR UNA VENTANA
Una amiga de mi madre, monja desde hace cincuenta años, la visita un tiempo durante las primaveras, con la sonrisa infantil y el espíritu audaz de quienes todos los días le descubren un prodigio a su destino. Hace unos años, tuvo un accidente que la hubiera dejado paralítica de por vida si su empeño no la pone a luchar con toda clase de aparatos y terapias hasta conseguir moverse despacio, apoyada en un bastón y en el deseo ingobernable de bastarse a sí misma. El mes pasado llamó desde el convento en que vive y yo, que no pude resistirme a escucharla por el otro teléfono, la oí responder a la pregunta de mi madre interesada en saber de su salud y su estado de ánimo: ¿Cómo he de estar? La vida es una fiesta.
Con semejante axioma como tesoro, dejé de oír la conversación y me senté en el suelo tibio y las plantas de un patio que mi madre metió a su casa como quien mete un pedazo de convento sevillano. Estuve ahí un rato, sintiendo a los niños jugar con el perro, mirándome los pies y contándome las venitas lilas que a las mujeres de mi familia les proliferan en las piernas después de cierta edad. «Así se empieza», me dejé pensar. Un pedazo de sol entraba por el hoyo en el cielo que ilumina el patio y todo, hasta el aire ardiendo del mayo sin lluvias, me resultó sosegado y hospitalario como debe ser siempre la vida.
Cuando quiere elogiarme, la antropóloga Guzmán, antes mi madre, elogia la sabiduría con que elijo a mis amigas. Ese día me tocó devolverle el piropo. Al terminar su conversación con Aura Zafra me sorprendió divagando en su patio, y antes de oír su mirada de ¿qué haces ahí perdiendo el tiempo?, le dije:
—Cualquiera pensaría que su respuesta es la de una corista en mitad de un espectáculo.
—Así es Aura —contestó ella.
—Es una maravilla.
Medio coja, medio vieja, medio pobre, medio encerrada, y nada tonta, esa mujer considera que la vida es una fiesta, quiere decir lo obvio, que tiene la fiesta dentro y que se busca las razones para tenerla.
¿Qué cantidad de trabajo y talento habrá que dedicarle a este empeño? Llegar a los setenta y un años dispuesta a hacer la misma declaración. Vivir en los cuarenta y cinco o en los sesenta, sin cederle terreno al tedio y la desesperanza.
—¿Cómo le hace? —le pregunté a la antropóloga.
—Dice que abriendo ventanas —contestó mi madre.
—Y eso, ¿qué quiere decir?
—Cuando se lo pregunté me contestó que lo pensara yo —dijo la antropóloga.
Nos fuimos a caminar. Para los poblanos, tras la leyenda acerca de que los ángeles trazaron las calles de la ciudad, late siempre la certeza de que tal leyenda es una verdad irrebatible. Así que, a pesar de lo mucho que padecemos a nuestros gobernantes, de lo poco que estos se afanan por mantener limpia una ciudad a la que hace muchos años que no pertenecen, de cuánto nos enerva saberlo y cuán poco hacemos por evitarnos su incómoda presencia, acostumbramos recorrer las calles del centro, las calles de los ángeles, con una devoción siempre nueva.
Mi hermana es implacable y vehemente, por eso alegra caminar junto a ella. Se va enojando contra su cabeza llena de ideas y contra el mundo que las contradice. La encuentro siempre llena de novedades, pródiga y aromada.
Visitamos la casa en que nació nuestro abuelo. Se está viniendo abajo poco a poco, sobre las cabezas de los actuales dueños y el imaginario colectivo de quienes heredamos el apellido y la destreza fantasiosa de los anteriores. Nos dan permiso de pasar a verla. Dos fresnos centenarios y el mismo par de pinos que escalaban las historias de mi abuelo y sus hermanos, reinan sobre un jardín intocado por años. La escalera de hierro y granito podría caerse con un ventarrón y todo parece suspendido en un tiempo inaudito y lejano. Desde ahí caminamos hasta lo que fue el Mercado de La Victoria. Al llegar, nos detenemos en la puerta que da a un costado de la iglesia de Santo Domingo. Con los ojos cerrados, uno cree percibir los ruidos mágicos y el aire misterioso que emanaban de aquel gran mercado. Todo el que lo haya caminado cuando la vida y los sueños de cientos de personas lo poblaban febriles un domingo cualquiera, teme cruzar la puerta que ahora se abre a un falso y aséptico silencio. Un contrato con los locatarios que llenaban el aire de gritos y vendían desde cazuelas hasta alhajas, desde pescado hasta flores, desde telas importadas hasta manta de cielo, desde muñecas de cartón hasta pan de huevo, hizo posible que el lugar se limpiara de ratas y horrores para recuperar su belleza decimonónica, sus hermosos espacios, su kiosco de cristal. Se trataba según el proyecto original, de convertir el lugar que ya le quedaba chico a la necesidad citadina de una central de abastos, en un sitio que regalara el lujo de su espacio a las artesanías, la comida, el arte, las flores, la música de Puebla. Los vendedores de ese mercado aceptaron dejarlo libre un tiempo para su remodelación, bajo el acuerdo de que podrían volver a trabajar en los sitios que les pertenecían adaptándose al nuevo uso que se les diera.
Tal acuerdo se firmó durante un gobierno, se confundió y trastocó bajo el siguiente y vino a terminar de tergiversarse durante los primeros años del actual. No sé cómo sucedió tal cosa. En Puebla, los ciudadanos comunes y corrientes entre los que me cuento, reciben los hechos consumados. Así que abrí los ojos, cruzamos la reja y encontré el antiguo mercado regido por el aire de un Suburbia y un Vips.
¿Qué cosa quiere uno tener contra tales tiendas? Ninguna. En cualquier otro lugar de la ciudad y del país las vemos con simpatía. Yo compro ahí las mezclillas de mis hijos y mi hermana los libros con soluciones fáciles para asuntos difíciles, con los cuales lo mismo sobrelleva las dificultades de un viaje, que aconseja el corazón de una amiga lastimada por el mal de amores. Sin embargo, no nos explicamos qué vinieron a hacer en mitad de un mercado con el que nada tenían que ver. Misterios de la fiesta que es la vida.
En la tarde volvemos con la antropóloga y su hermana, con dos primas y todos nuestros hijos.
—¿Este es el famoso Mercado de La Victoria? —pregunta mi hija—. Es como un centro comercial, pero medio vacío.
—Este era —le contesta mi madre que camina cerca de mí.
—Lástima. Me hubiera gustado verlo como en tus tiempos —dice sabiendo que eso quiere escuchar y luego canta mientras bailotea: «La salsa del destino te ha cruzado en mi camino, baby. Come on, come on».
—¿Vamos a las nieves? —dice la hermana de la antropóloga, que es una mujer entusiasta y elegante como la luna.
Volvemos a los portales. Una de las primas encuentra recuerdos en todas partes. Se va quedando prendida a un puesto de periódicos, a la mesa en que inició los desfalcos de un gran amor, a la fuente en que el Arcángel Miguel batalla contra el cielo oscureciendo.
Por fin nos sentamos en las nieves.
—Todo tiene remedio —digo.
—¿Cuándo? —pregunta mi madre que desde que salió de la universidad tiene más prisa que un miembro de los comités de lucha de los setenta.
—Eso sí no sé —le digo.
Estamos sentados en unos bancos giratorios y los niños dan de vueltas mientras llegan sus nieves. El perro mete su lengua en mi horchata y el tiempo, ese enemigo de los buenos ratos, se deja perder sin más.
—La salsa del destino te ha cruzado en mi camino —canta mi hermana contagiada por la música que rige las vueltas de los bancos que bailan con los niños.
—Eso es exacto lo que a mí me pasó —dice la prima de los mil recuerdos.
—A todas —le contesta la otra prima.
—Verás que se compondrá el mercado —le digo a mi madre que continúa evocando las glorias de La Victoria, cada vez más indispuesta contra el gobierno y sus aliados.
—Lo dudo. Desde los Ávila Camacho que estamos en las mismas. Ni quien nos oiga, ni quienes hagamos el ruido necesario para ser oídos.
Una mezcla de nostalgia y futuro incierto corre por los portales.
Dos noches después, presa de la vorágine y el yugo inevitable de los lunes, tengo un insomnio largo que se prende a un espléndido texto de Jean Meyer, titulado con justa razón La épica vasconcelista. Es un ensayo inteligente y tristísimo. Tras leerlo, el pesar por los hombres que pueblan su relato se trastoca sin que nos demos cuenta en pesar por nosotros. ¿Somos herederos de esa barbarie y ese recurrente imposible?
Cuando amanece, busco razones para aceptar que la vida es una fiesta, y abro una ventana al domingo anterior.