COMENTARIOS A LA GUERRA DIARIA
Son las tres de la media noche, llueve y me despierta una gata maullando en el tejado vecino. Un tejado ajeno, como ajena es la casa en que duermo mientras espero el día en que la casa de los últimos doce años de nuestra vida quede como una adolescente recién bañada y vuelva a ser nuestra.
Me despierta la obsesión constructora que como una herencia macabra cae de vez en cuando sobre todas y cada una de las mujeres de mi clan. He visto a mi abuela, a mi madre, a mis tías y a mis primas desgastarse planeando una escalera como quien pone los cimientos de la torre de Babel. Es un mal de familia: todas, a excepción de mi hermana, que está hecha de una pasta menos porosa, o que sufre lo mismo pero no lo pregona, hemos pasado noches en vela desentrañando los desvaríos de nuestras casas.
Me pregunto qué amores penará la gata que me ha despertado. ¿O será que los goza con semejantes ruidos? Adivinar, los seres vivos compartimos algunos desconsuelos, la enfermedad o el hambre, por ejemplo, los padecen los gatos o los burros tan mal como los hombres. No sé cómo serán entre los otros animales el desamor, la política o los deseos. Sé que entre los humanos crean estragos que los llevan a cantar o a matarse.
¡Qué escándalo trae la gata! Uno diría que se va a quedar privada de tanta zozobra. Malvado animal. Me ha despertado y bajo su ruido destrozando la noche no puedo sino imaginar catástrofes. Llueve y no está el señor de la casa, pero yo sé que cuando llueve así él recuerda la remota noche en que un ciclón avasalló la casa de madera que cobijó su niñez y avasalló con esa casa su infancia y el destino de gloria que estaba para su padre. Llueve con tono de presagio, sin tregua, sin donaire. Llueve y estoy a salvo como después sabré que no estuvieron otros.
Pasan por nuestro país los ciclones y nos recuerdan quiénes somos, de qué modo vivimos, cómo viven otros en los que pensamos poco y de mala gana. Pero nadie tiene la culpa de que maúllen los gatos, nadie tiene la culpa de que venga un ciclón que aún no se ha ido cuando llega el siguiente. Nadie tiene la culpa aunque estemos en una época incapaz de concebir el azar sino como conjura.
He cumplido cuarenta y ocho años, llueve y no piensan marcharse los demonios que acosan esta noche de gatos. ¿De qué color pintaremos las paredes del patio? Tengo hambre. Extraño la cena que no quise dar. No sé de dónde saqué la idea peregrina de que las mujeres de mi edad tienen que ahorrarse la cena para que su cuerpo se ahorre la vergüenza de verse viejo. Como si no hubiera viejas flacas. He cumplido cuarenta y ocho años sin ir a la cirugía plástica, sin la flexibilidad adolescente que precisan ahora la cuarentonas respetables, negándome a caminar con una pesa en cada mano, concentrada en mi estampa más que en el cielo y las aguas que cercan mi camino, llamando al perro como quien llama en él a los niños dependientes y juguetones que mis hijos han dejado de ser.
Mis hijos están creciendo a su aire y ya no van conmigo al parque. Crecen de prisa y sin memoria, como si el futuro los jalara con unos hilos de hierro, como si no vinieran de mí ni de su padre sino del sol y de las ansias de un enigma. Y yo, que supe acompañar sus duelos y sus gripes, su fiesta diaria, su incansable curiosidad depositada con serenidad entre mis manos —como si todo lo dijera mi lengua y todo hubieran ya comprendido mis ojos—, yo, que supe el resumen de sus certezas y fui la caja de sus dudas, aprendo ahora a ver cómo se hacen camino sin preguntarme adónde van, ni qué opino del cielo y sus afrentas.
Me divierten mis hijos creciendo bajo el diluvio de cambios y mensajes cruzados que escuchan y asimilan en un orden que nunca comprenderé y contra el que nada puedo. Peor aún, nada quiero. Hubo que agrandar la casa para que sus cuartos tuvieran ventilación y privacía. Privacía, la palabra del fin de siglo, no está en el Diccionario de la Real Academia, sin embargo hace rato que usamos la voz privacía como traducción de «privacy», la palabra mágica que uno cuelga en los cuartos de hoteles extranjeros para pedir que nadie interrumpa la anónima y pocas veces tan bien lograda intimidad.
Vista desde los ojos de mis hijos, la privacía es el derecho a un mundo en el que no metan la nariz las madres o el hermano. A veces me cuesta entender el derecho de los hijos a tal intimidad porque yo crecí en una casa cuyas puertas no tenían cerrojos, dormí en una recámara compartida con mi hermana, y tuve una adolescencia que no podía elegir el lujo de la privacía, porque no hay privacía en los clanes. Por eso mi adolescencia y sus dilemas fueron siempre vistos como la adolescencia conjunta de al menos diez primas con la misma edad. Hijas todas de la misma comuna ambigua que es una familia ampliada a tribu. Mis hijos en cambio, los hijos de los padres clase media en estos tiempos, son vistos y tratados como únicos e irrepetibles. Estamos demasiado conscientes de la gloria que son, y se los decimos con tanta insistencia como nuestros padres pusieron en no decírnoslo. Queremos que se sepan inteligentes y hermosos como árboles sagrados, como nuevos dioses. Y no sé si volvemos a equivocarnos, tal vez volvemos a equivocarnos, dándoles en sobredosis todo lo que nuestros padres evitaron darnos para que la soberbia no nos hiciera sus presos.
—Si uno es inteligente… —dije una vez frente a mi abuela.
—Uno nunca dice que es inteligente —aconsejó ella de tajo. Y yo creo que por cosas así es que aún no puedo con los elogios sino como con piedras.
Temiendo repetir la censura que inhibe, he elogiado a mis hijos a todas horas y con tal inclemencia que dada su inherente objetividad, he conseguido hacerlos dudar de todas las cosas que digo. Se han vuelto fieros consigo mismos, inclementes para juzgar ya no digamos sus tareas o sus opiniones, sino sus cuerpos, su modo de caminar, sus fervores. Mientras miran la tele como quien mira una cascada y se deja embrujar por su murmullo de oráculo, aseguran que nunca tendrán físico de actores ni profesión mejor, más digna y más audaz que la de actores o cantantes. Entonces me preocupan mis hijos. No es que yo crea como otros padres que la televisión los va a dejar tontos, porque en contra de semejante teoría tengo la certeza de que la televisión los ha ayudado a crecer sabiendo que hay más cosas bajo las estrellas de las que sueña su imaginación, y sé que crecer con esta certidumbre es ya estar en camino de vivir la vida con la cabeza en su lugar y el corazón en alerta. Sin embargo, creo que precisamente de semejante certidumbre derivan angustias que nosotros no padecimos y le exigen a su vida cosas que nosotros no éramos capaces de exigirnos a su edad: ¿Respeto a sus padres? Ellos se exigen saber quiénes son y qué quieren sus padres. ¿Cumplir con la escuela? Ellos cumplen con la escuela sabiendo que no todo lo que sirve en la vida viene de la escuela y que la educación formal deja una enorme cantidad de agujeros sin respuesta. Sin embargo se levantan a tiempo y les dan por su lado a los maestros y se reúnen en equipos a investigar la cultura mixteca o el origen de la levadura, como si con semejantes trabajos pudieran librarse de la congoja que es pertenecer a un mundo de tal tamaño que los hace tan hijos de los mixtecos como de los romanos, más influenciados en sus deseos y esperanzas por los pechos de Cindy Crawford y las valentonadas de Arnold Schwarzennegger que por la mítica belleza de Elena o el estoico valor de Cuauhtémoc. Sus héroes están más cerca y son más peligrosos porque parecen asequibles un domingo de cine y están lejísimos de cualquier lunes en la mañana. Sin embargo, la vida no se cansa de repetir su historia. Mateo tiene de tarea ir a ver Hamlet y Catalina se sabe de memoria los diálogos de Romeo y Julieta.
¿Qué opinaría Shakespeare si supiera que sus obras de teatro se convierten en películas cuyos diálogos repiten los adolescentes del tardío siglo veinte en un por él desconocido país llamado México? No sé. Me alegra que esta pregunta no se les haya ocurrido a los entrevistadores, casi siempre empeñados en suponer que uno tiene respuestas para cualquier cosa. Seguramente no se les ha ocurrido porque no tiene relación directa con lo femenino y la literatura, si la tuviera, ya alguien me la habría hecho. Y yo hubiera tenido incluso frente a una pregunta tan impredecible como esta, menos desazón que frente a las preguntas sobre literatura femenina y, seguramente, menos tedio.
La próxima semana tendremos que cambiarnos de casa. Volveremos, como quien canta el tango, pensando que si veinte años no es nada, un año es nadita. Hemos estado fuera de la casa en que mis hijos vivieron su infancia, por tan largos y tan cortos trece meses. Y me ha costado no sé cuántas tardes de nostalgia entender que aun cuando la casa se haya vuelto más cómoda y menos romántica, está tocada por el mismo millón de significados ocultos entre sus piedras que le fuimos dando. La casa tenía una cocina llena de vericuetos que ahora parece un set del Discovery Channel, tenía un barandal de hierro colado que yo consideraba una belleza y que nuestro arquitecto encontró prescindible para decir lo menos, porque él siempre trata de decir lo menos para no herirme con su sentido estético más cercano al minimalismo que al barroco desorbitado que trae mi herencia poblana. De cualquier modo, creo que por fin hemos llegado al acuerdo de que él pone la casa, y nosotros el desorden. Ambos lados estamos agradecidos con semejante acuerdo. Lo demás será la vida devolviéndoles a las cosas su vieja historia y su futuro inconforme.
Dentro de algunos años, cuando yo esté cuatrapeada en una silla del estudio tratando de dar con el mejor modo de decir un recuerdo, habré olvidado las noches en que me despertaba una gata en el tejado ajeno y en la oscuridad caía sobre mis ojos el temor a equivocarme eligiendo vidrios opacos en lugar de trasparentes, chimenea en vez de espacio, escalera sin barandal, ventanas sin cortinas, pisos de piedra, árboles en mitad del patio, paredes blancas, techos blancos, baños blancos. Y esta de hoy, que es la última vez que me despierta una casa a la que mañana mudaré mis enseres, nuestro afán, la memoria de lo que fuimos, no tendrá lugar entre mis recuerdos ingratos. Será —diría Leduc— más adorada cuanto más nos hiere, una de las horas que habré de invocar con mayor alegría. Esa noche seré, ojalá, vieja de veras, y tendré algún insomnio por alguna otra causa. Diré entonces los versos que hoy me curan:
Oh, si el humo fincara, si retornara el viento,
si usted alguna vez más volviera a ser usted.
Inútil divagación sobre el retorno, llamó Renato Leduc al poema.
—Aunque toda divagación es inútil y todo retorno imposible —creo que dijo, o así me conviene creer que dijo. Porque los muertos entrañables acaban hablando el lenguaje que los vivos queremos que hablen. Sobre todo cuando nos hacen falta sus palabras en mitad de la noche.