BOCA CERRADA

Seguro que este país, tantas veces cruzado por desacuerdos, ha vivido épocas de más discordia que la nuestra. Pero como uno la que padece es la suya, es ahora cuando las diferencias nos agravian y lastiman. Tanto pesar y tanta ofensa nos tienen tomados de tan distintas maneras, que es difícil no encontrar en cada reunión al menos una disputa y en cada encuentro amistoso mil diferencias. Entiendo ahora por qué nuestros abuelos tenían como lema no discutir sobre política y clero, por qué tantos de nosotros crecimos en sociedades que imaginamos acalladas por el miedo y que tal vez sólo habían aprendido a callar por prudencia.

Todos los días un montón de noticias contrarias nos tocan los oídos y nos llenan de dudas. Y a cada rato descubrimos a alguien que ha convertido nuestra duda en la certeza de algo espantoso. Por eso, ¿quién me lo hubiera dicho?, quiero educarme en la costumbre de callar cuando la política, ese remolino de discordias, irrumpe en la conversación. Con esto no quiero decir que el destino del país me tenga sin cuidado, ni que me haya hecho al ánimo de no tener opiniones y certidumbres en torno a lo que sucede. Lo que quiero decir es que no estoy dispuesta a defender mis convicciones dejando en ellas el hígado, ya no digamos las amistades o los cariños entrañables, cada vez que me invitan a una cena, concilio o desayuno. Es así como antes de salir, me hago una serie de recomendaciones tras las cuales me entrego sin más a la ignominia de no dar batallas inútiles en torno a todos los asuntos cruciales que nos cruzan. Me propongo, pensando en la política, no hablar sobre lo que no sé, no hablar sobre lo que creo que sé, no hablar sobre lo que imagino, no afirmar lo que otros me dijeron que imaginan o creen, no hablar sobre lo que dijo un editorialista, no citar a un columnista, no decir que le creo a ningún político, no decir que no le creo a ningún político, no preguntar cuánto gana la voz más radical de la reunión, no poner gesto justiciero cuando alguien vierte opiniones que comparto, no contradecir a quien esgrime a gritos una contundencia que me parece descabellada, no maldecir por lo bajo preguntándome qué hago en tal reunión, no contrariar a quien pregunta desafiante tras dos argumentos increíbles: ¿O no?

Dirán ustedes que tales actos de paciencia colindan con la estupidez y son deshonestos, mermadores de la personalidad o imposibles. Yo quiero dedicar el breve espacio de hoy a proponer tal práctica a los escasos lectores que quieran correr el grave riesgo de parecer inhabilitados para el compromiso con las grandes causas nacionales y, a cambio, ambicionen encontrar cierta paz de ánimo en mitad de la tormenta.

Como todo, es cosa de disciplina, fervor y maña. Y como en todo, la maña es lo imprescindible. Aunque la disciplina se necesita para no sacarle los ojos al prójimo que nos insulta con su mirada de no tienes valor ni convicciones, y el fervor se precisa para conservar nuestra convicción y nuestros afanes sin pregonarlos ni escupirles a quienes no los comparten. Las mañas pueden ir desde las salidas fáciles como morderse una uña, repetir postre, acomodarse el nudo del chal, sumir el estómago, enderezar la espalda, pasar al primer plano auditivo la música de fondo, repetir una oración aprendida a los cuatro años o recorrer la mesa respondiéndose a cuál de los invitados oyó preocupado por Chiapas antes del primero de enero de 1994, hasta las que se proponen imaginar desnudos a los comensales. Vale la pena proponerse cualquier cosa con tal de no caer en la tentación de hacer una propuesta, negarse a cumplir la de alguien o emitir juicios inútiles en torno a cualquiera de los asuntos irresolubles que nos consternan y enfrentan. Tengo la esperanza de que el paso voraz y generoso de los años, aunque no borre los duelos, nos devolverá el afán de concordia, entonces, habrá valido la pena haber cerrado la boca algunas veces.