CONTAR LAS BENDICIONES
Hay quien asegura que dormir bien o mal es un asunto de herencia, como tantos otros. Yo sé que despertar en mitad de la noche, con el mundo creciendo deforme y aciago bajo la almohada, es un vicio de siempre, como la disposición a tararear canciones cuando algo nos preocupa, como la inexorable habilidad para otorgar a nuestras pertenencias una vida autónoma que las hace extraviarse, huir de nuestra vera igual que si se mandaran solas.
Tal vez el insomnio esté asociado con esta destreza para el buen perder. Se pierde el sueño como tantas cosas perdemos sin saber cómo. Quizás por eso cuando llega el insomnio, una de las primeras cosas que nos trae, es el recuerdo desordenado de nuestras pérdidas.
Todavía con los ojos cerrados, pero segura ya de que el recuerdo me ha tomado el cuerpo y se dispone a vapulearlo con sus entelequias y sus desatinos, evoco sin más el pequeño baúl que me regaló un tío en cuya mirada latía siempre la ambición juvenil del absoluto. Lo perdí al dejar la residencia para estudiantes en la que pasé el primer año de universidad, y debe venir de aquella pérdida mi gusto por las cajas, como si ninguna pudiera suplir los placeres que me dio ese cofre integrado por una breve colección de cajones diminutos.
Ahora su recuerdo vuelve de repente, dando el primer aviso de que la noche será larga. Casi puedo olfatear su madera oscura, sus recovecos, el aroma a tabaco que acompañaba al hombre temerario que me la regaló. Tras ella, llegan en hilera y se agolpan sin orden en el tiempo otras pérdidas que exigen su ración de recuerdo. ¿Dónde quedó el recorte de periódico que da cuenta del trabajo científico cuya conclusión es que el cerebro de las mujeres está más desarrollado que el de los hombres? Quiero encontrarlo para repensar eso de que en la zona de las emociones, los varones dejaron el interior de sus cabezas detenido en la época de los reptiles. ¿Por qué nadie comenta tan revolucionario informe? ¿Será que pasará inadvertido frente a la obstinación con que por siglos se ha creído que las mujeres somos seres menores, justo por los esmeros y la audacia con que nos buscamos en las emociones? ¿Dónde habrá quedado la pluma con tinta verde, la receta con el nombre de los chochos para el mareo, las semillas de níspero que quiero echar en el patio?
Tras concederles unos minutos a las pérdidas entran sin tregua los periódicos y su caos, la culpa, los buenos propósitos, la lista de artículos que no he entregado, las conferencias a las que no quiero asistir, la certeza de que escribo un libro que no le va a importar a nadie y la colección de autodepredaciones que semejante certidumbre acarrea. Doy vueltas, me acerco al reloj cuyos números laten iluminados a mi derecha y se abre paso en la telaraña encantada, como llama Bruno Estañol a la trama de relaciones entre la mente y el cerebro, el tema del insomnio en curso. ¿Quién, que padezca insomnio, no ha pensado en los últimos tiempos en el único tema que nos toma los días? Desde la hora del desayuno y la colección de noticias, hasta la hora de la cena y el enfrentamiento a sus varios y muy disímbolos intérpretes, en un solo tema —el país que habitamos— dividido en capítulos que suben y bajan en el escalafón según cobran o pierden relevancia, se ha vuelto nuestra obsesión, nuestra piedra de toque, nuestro motivo de agravio, nuestro pretexto para buscar o denostar héroes, para evadir o negar la ética que se funda antes que nada en la prohibición absoluta de matarnos como un modo de arreglar nuestros agravios y diferencias.
Se abre la noche, con su recuento de conversaciones llenas de sorpresa, de diferencias, de disgusto, con su irrupción de compasiones y su prolijo aumento de las dudas. Se abre la noche poblándose de preguntas. ¿Vale la pena preguntarse? ¿Las convicciones de cuál plaza cargan menos prejuicios? ¿Quiénes dudan y temen con más frecuencia de sus amargas o heroicas verdades? ¿Los paladines de cuál victoria temen más a su gloria? ¿No sirve la política para entendernos sin necesidad de atropellos? ¿Tienen los hechos vida propia? ¿Qué nos pasa por dentro? ¿Qué de toda esta maraña es lo esencial? ¿A qué horas el sol, el recuento de nuestras bendiciones, el poema? Nos insultamos. Caminamos sin razón y sin gloria a una guerra de todos los días. ¿Cuánto tiempo se puede vivir con esto a cuestas? Muchos males agravian nuestra tierra, pero aún aparecen escasos cuando nos tomamos el riesgo de imaginar lo que puede pasarnos si seguimos empeñados en el encono, las causas únicas, la inútil derogación de quienes no piensan o actúan como nosotros. ¿Hay salida? Elogiamos las armas de unos y denostamos las de otros. Nadie que mate o se lo proponga le hace bien al único país que tenemos. ¿A qué otra sorpresa nos enfrentaremos mañana? ¿Cómo dormir con las de ayer a cuestas? ¿De qué voy a escribir cuando amanezca? Todo me suena a buenas intenciones o a sermón, a querella o a disculpa. Todo puede ser leña para una hoguera que me aterra o fantasía de un cielo que no se vislumbra.
Hay quien dice que cuando la noche se parte en dos lo mejor es levantarse a trajinar como si fuera de día. ¿Pero qué hacer cuando también el día quiere partirse en dos y lastimarnos? ¿Cuando los pesares del insomnio amanecen intactos y uno no tiene ganas de ir con ellos al dentista? Porque el dentista es un hombre probo y simpático que conversa sobre su madre y su perro y la nueva técnica para tapar muelas sin amalgama. ¿Qué podemos hacer? Pocas cosas. Pero entre las dos que podemos elegir, hay una que nos conviene más porque entorpece menos la existencia: tomar aire, del contaminado, ver al cielo, gris, dejar los periódicos, intactos, y contar nuestras bendiciones.