UNA LUZ QUE CURABA
Digo su nombre para consolarme del espanto con que supe de su muerte. Era un hombre generoso y sabio, como sólo pueden serlo los pocos seres humanos que albergan en su corazón la diaria memoria de que no somos vivos eternos. Tal vez porque todos los días lidiaba con la muerte y sabía cómo nombrarla callándosela, sabía que semejante enamorada nos sorprende siempre con el desfalco de lo insólito, sabía como nadie consolar de ese desfalco, porque como nadie sabía que los muertos habitan el corazón de los vivos que no les niegan la entrada.
Se llamaba Teodoro Césarman, era médico. Un cardiólogo singular al que uno consultaba sin clemencia, y sin que él hiciera valer el alto rango de su especialidad, lo mismo para un catarro que para una gastritis, una alergia, un juanete, un mal amor o una inaplazable voluntad de suicidio. Yo siempre supuse que era así porque él creía que todos los males menores y mayores están regidos por las glorias y pesadumbres que aquejan el corazón. Y porque a semejante certidumbre llegó gracias a la inusitada belleza que albergaban los vericuetos de su índole noble. Tal vez por eso, cuando un joven de veinte años fue a buscarlo en mi nombre diciéndole que el aire se cerraba contra su pecho y que no sentía vida en sus entrañas desde hacía varios días, él, que de sólo mirarlo lo supo sano como un león, tuvo la paciencia de tratarlo como a un enfermo grave y le hizo un electrocardiograma, una radiografía, un ultrasonido, una lenta auscultación y una prueba de resistencia. Le dio una palmada en el hombro, le entregó sus resultados y le recomendó que leyera a León Felipe. Después lo despidió sin cobrarle un centavo. El joven se curó en unos días. ¿Quién no? Si todos los que tuvimos el afán de su amistad aprendimos a curarnos con mirarlo, y no sé cómo hemos de sobrevivir sin sus ojos enderezando nuestros pesares, sonriéndoles a nuestros temores:
—Teodoro, hace días que despierto con un temblor cayendo sobre mi frente como una lagartija, y la cabeza me duele como si dentro rugiera un tren.
—Urge que termines ese libro —decía mientras me consolaba poniendo la punta del estetoscopio contra mi espalda. Luego conversábamos sobre el país, sobre el último cuadro de Josele, esa especie de diosa de la alegría que ha sido siempre su mujer, sobre la ciudad, los hombres que la cuidan y descuidan, la dieta y la disciplina como la única de sus prohibiciones.
—Come lo que te haga feliz, habla de lo que te haga feliz, quiere a quien te haga feliz, corre si te hace feliz, no te muevas si eso te hace feliz, fuma si te da tranquilidad, no fumes si fumar te disgusta. No te quites la sal, ni el azúcar, ni el amor, ni la poesía, ni el mar, ni el colesterol, ni los sueños, y quiere a tus amigos y déjalos quererte, y no te opongas a tu destino porque esa enfermedad no la sé curar.
Cónsul de nuestras desdichas, comandante de nuestros extravíos, lo llamábamos para avisarle que el tren había dejado nuestra cabeza y él preguntaba como quien borda:
—¿La taquicardia también se te quitó?
—No me dijiste que tuviera taquicardia.
—¿Querías que te curara o que te aleccionara? Ven a verme cuando acabes el libro.
Y uno siempre iba a verlo al terminar un libro. Iba como quien le lleva veladoras a un santo. A ponerle la ofrenda y pedirle ayuda para sobrevivir al milagro.
Era un lujo su voz a media tarde como la respuesta de un cielo misericordioso y audaz. Acudíamos a oírlo como quien busca al agua y al pan tierno. Renato Leduc, siendo ya muy viejo, me había invitado a conocerlo como invitan los niños a compartir un tesoro. Y fuimos a comer con él a un restorán del centro lleno de las algarabías que Renato consideraba imprescindibles para la buena digestión. Césarman nos esperaba fumando frente a su aperitivo. No sé si seré capaz de recordar a Teodoro sin el cigarro atravesado en sus labios.
—Míralo —dijo Renato señalándolo.
—¡Un cardiólogo que fuma! Sólo tú eres capaz de dar con semejante fantasía.
—Es un buzo diamantista. También da permiso de emborracharse, desvelarse y entrar en amores después de los ochenta.
—¿Dialéctica sucinta de un sabio calamar?
—Eso es, un médico sabio —dijo acercándome a su tesoro.
Teodoro Césarman era un médico que nunca fue más juez que cómplice. Y en eso estaban su sabiduría y su generosidad. Por eso nos hacía sus amigos y como tales nos trataba.
Una mañana llegué a verlo con un dolor en el hombro derecho y unas ronchas purulentas cubriéndolo. Yo creía que era algo así como un piquete de araña pero él lo llamó herpes y con semejante nombre me provocó un ataque de horror.
—Aléjate —le pedí—. El herpes es contagioso. ¿De dónde me vino?
—¿Qué dices, niña? —me contestó poniendo la delgada palma de su mano sobre las ronchas, acariciándolas sin ninguna reticencia. Después llevó esa misma mano hasta su cara y la pasó por sus mejillas y por su lengua—. Créeme que no hace nada. Es cansancio —dijo mientras yo me tragaba unas lágrimas gordas cuyo recuerdo aún me llena la boca de sal y agradecimiento. Me explicó que el virus de la varicela regresa en forma de herpes cuando bajan las defensas, y quién sabe qué cosas que no escuché porque estaba mirándolo como al bendito que era. Pensando con qué polvo de estrellas habría que pagar la destreza de sus manos, la paciencia de sus oídos, la entrañable fidelidad de su lengua.
—¿Te gusta el bosque? —preguntó—. Yo no me creo que tengas epilepsia —dijo en seguida. Y luego me mandó con un especialista que a la fecha tampoco se cree que yo tenga o haya tenido epilepsia.
—Tienes el mal de los desmesurados —dijo—. Se quita con la edad, por desgracia.
Debió tener razón, como siempre. Porque entre más envejezco más lejos queda aquel tormento del que ya no recuerdo ni los síntomas, y al que ya no le temo. Porque la naturalidad de Teodoro Césarman y la de su cómplice Bruno Estañol, me la quitaron de la cabeza y sus devaneos.
Tantas cosas, tantos nuevos amores, tanta luz le debo a la fuerza con que Teodoro Césarman acompañó mi vida, y la de muchos otros, que no encuentro cómo haré para llorar su muerte en esta edad sin lágrimas a la que también me auguró que llegaría.
—Estoy preocupada —le dije una vez—, lloro por cualquier cosa.
—Disfruta ahora que todavía puedes. Luego se queda uno sin lágrimas.
Creí que jugaba. Él, que vivía para darles gusto a otros, seguramente estaría inventando que llorar era bueno, para no avergonzarme con la desaprobación de mi lagrimerío fácil. Pero por desgracia he llegado a los días de los que me habló y ahora sé que no hay peor pesadumbre que las lágrimas que se guardan, podridas y necias como la razón que nos las veda.
—Si algo de horrible traen los años, es que se llevan a los amigos —me dijo otra noche, hace poco, en el desorden de una cena multitudinaria—. Y no hay cómo llenar el agujero que nos deja su muerte.
—Sólo con recuerdos —le dije.
No me contestó. Ha de haber estado como yo ahora, como tantos ahora, tratando de asir los recuerdos para buscarse un consuelo. Yo me he encontrado la copia de un recado que le mandé hace tiempo, y me alivia saber que le dije hace mucho lo que siempre diré de él.
«Dori queridísimo:
»Sé que estás aquí y eso me da incluso un modo distinto de caminar. Uno pierde el aplomo con tus ausencias. A veces no sólo el aplomo. Es un trabajo ingrato y generoso este que haces. Te bendigo siempre por seguir adelante con él. Hay que estar hecho de una madera cada vez más escasa y por lo mismo más entrañable para querer de modo tan intenso a quienes te piden ayuda. No pareces saberlo por eso me toca repetirte que estás bendito. Otra vez como cada vez, mil gracias».