… el adivino intenta interpretar algo que en realidad no está nada claro…
Sofía había estado vigilando la puerta de la verja del jardín, mientras leía sobre Demócrito. Para asegurarse, decidió, no obstante, darse una vuelta por la puerta.
Al abrir la puerta exterior descubrió un sobrecito blanco fuera en la escalera. Y en el sobre ponía «Sofía Amundsen».
¡De modo que la había engañado! Justo ese día, cuando con tanto celo había vigilado el buzón, el filósofo misterioso se había acercado a la casa a escondidas desde otro lado y simplemente había puesto la carta sobre la escalera, antes de darse a la fuga otra vez. ¡Demonios!
¿Cómo podía saber que Sofía iba a estar vigilando el buzón justamente ese día? ¿La habrían visto él, o ella, en la ventana? Al menos se alegraba de haber salvado el sobre antes de que su madre llegara a casa.
Sofía volvió a su cuarto y abrió allí la carta. El sobre blanco estaba un poco mojado por los bordes; además, tenía un par de profundos cortes. ¿Por qué? No había llovido en varios días.
En la notita ponía:
¿Crees en el destino?
¿Son las enfermedades un castigo divino?
¿Cuáles son las fuerzas que dirigen la marcha de la historia?
¿Que si creía en el destino? No estaba muy segura. Pero conocía a mucha gente que sí creía. Varias amigas de clase, por ejemplo, leían sus horóscopos en las revistas. Si creían en la astrología, también creerían en el destino, ya que los astrólogos pensaban que la situación de las estrellas en el firmamento podía decir algo sobre la vida de las personas en la Tierra.
Si se creía que un gato negro que cruzaba el camino significaba mala suerte, entonces también se creería en el destino, pensaba Sofía. Cuanto más pensaba en ello, más ejemplos le salían de la fe en el destino. ¿Por qué se decía «toca madera» por ejemplo? ¿Y por qué martes trece era un día de mala suerte? Sofía había oído decir que muchos hoteles se saltaban el número trece para las habitaciones. Se debería a que, a fin de cuentas, había muchas personas supersticiosas.
«Superstición», por cierto, ¿no era una palabra extraña? Si creías en el cristianismo o en el islam se llamaba «fe», pero si creías en astrología o en martes y trece, entonces se convertía enseguida en «superstición».
¿Quién tenía derecho a llamar «superstición» a la fe de otras personas?
Por lo menos, Sofía estaba segura de una cosa: Demócrito no había creído en el destino. Era materialista. Sólo había creído en los átomos y en el espacio vacío.
Sofía intentó pensar en las otras preguntas de la notita.
«¿Son las enfermedades un castigo divino?» Nadie creería eso hoy en día. Pero de repente se acordó de que mucha gente pensaba que rezar a Dios ayudaba a curarse, así que creerían que Dios tenía algo que ver en la cuestión de quién estaba sano y quién estaba enfermo.
La última pregunta le resultaba más difícil. Sofía jamás había pensado en qué era lo que dirigía el curso de la historia. ¿Serían las personas, no? Si fuera Dios o el destino, las personas no podrían tener libre albedrío.
El tema del libre albedrío le hizo pensar en otra cosa. ¿Por qué iba a tolerar que ese misterioso filósofo jugara con ella al escondite? ¿Por qué no podía ella escribirle una carta al filósofo? Seguro que él, o ella, dejaría un nuevo sobre grande en el buzón en el transcurso de la noche, o en algún momento de la mañana siguiente. Entonces, ella dejaría una carta para el profesor de filosofía.
Sofía se puso en marcha. Le resultaba muy difícil escribir a alguien a quien jamás había visto. Ni siquiera sabía si era un hombre o una mujer. Tampoco si era joven o viejo. Por lo que sabía, incluso podría tratarse de una persona a la que ella conocía.
En poco tiempo había redactado una pequeña carta:
Muy respetado filósofo: En esta casa se aprecia con sumo agrado su generoso curso de filosofía por correspondencia. Pero molesta no saber quién es usted. Le rogamos por tanto presentarse con nombre completo. A cambio será invitado a entrar a tomar una taza de café con nosotros, pero, si puede ser, cuando mi madre no esté en casa. Ella trabaja todos los días de 7.30 a 17.00 horas de lunes a viernes. Yo soy estudiante, y tengo un mismo horario, pero, excepto los jueves, siempre estoy en casa a partir de las dos y cuarto. Además, el café me sale muy bueno. Le doy las gracias por anticipado. Saludos de su atenta alumna, Sofía Amundsen, 14 años.
En la parte inferior de la hoja escribió: «Se ruega contestación».
A Sofía le pareció que la carta era demasiado formal. Pero no era fácil elegir las palabras cuando se escribía a una persona sin rostro.
Metió la hoja en un sobre de color rosa y lo cerró. Por fuera escribió: «Al filósofo».
El problema era cómo sacarlo fuera sin que su madre lo viera. Al mismo tiempo, tendría que mirar el buzón temprano a la mañana siguiente, antes de que llegara el periódico. Si no llegaba ningún envío durante la noche, tendría que volver a recoger el sobre de color rosa.
¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?
Aquella noche, Sofía subió pronto a su habitación a pesar de que era viernes. Su madre intentó tentarla con una pizza y una película policiaca, pero dijo que estaba cansada y que quería leer en la cama. Mientras su madre estaba sentada mirando fijamente a la pantalla del televisor, Sofía bajó a hurtadillas a llevar la carta al buzón.
Al parecer, su madre estaba un poco preocupada. Desde que surgió aquello del conejo grande y el sombrero de copa, hablaba con Sofía de una manera completamente distinta a la de antes. Sofía no quería preocuparla, pero ahora tenía que subir a la habitación para vigilar el buzón.
Cuando su madre subió, sobre las once, estaba sentada delante de la ventana mirando a la calle.
—¿No estarás sentada mirando al buzón? —preguntó.
—Miro lo que me da la gana.
—Creo que estás enamorada de verdad, Sofía. Pero si llega con una nueva carta, no lo hará en medio de la noche.
¡Qué asco! Sofía no aguantaba esa tontería del enamoramiento. Pero habría que dejar que su madre creyera que su estado de ánimo se debía a algo así.
Su madre prosiguió:
—¿Él fue el que dijo aquello del conejo y el sombrero de copa?
Sofía asintió con la cabeza.
—¿No es… no consume droga, verdad?
Ahora Sofía sentía verdadera lástima por su madre. No podía permitir que se preocupara tanto por una cosa así. Por otra parte, era bastante tonto pensar que las ideas divertidas tuvieran que ver con las drogas. Los mayores son un poco tontos a veces.
Se volvió y dijo:
—Mamá, te prometo aquí y ahora que jamás probaré algo así… y él tampoco consume drogas. Pero le interesa bastante la filosofía.
—¿Es mayor que tú?
Sofía dijo que no con la cabeza.
—¿De la misma edad?
Dijo que sí.
—¿Y le interesa la filosofía?
Volvió a decir que sí.
—Seguro que es majísimo, cariño. Y ahora, creo que debes dormir.
Pero Sofía se quedó durante horas mirando al camino. Sobre la una, tenía tanto sueño que los ojos se le iban cerrando. Estuvo a punto de acostarse, pero de repente vislumbró una sombra que salía del bosque.
La oscuridad era casi total, pero había luz suficiente para poder distinguir la silueta de una persona. Era un hombre, y a Sofía le parecía bastante mayor. ¡Por lo menos, no era de su misma edad! En la cabeza llevaba una boina o algo parecido.
Miró una vez hacia la casa, pero Sofía no tenía ninguna luz encendida. El hombre se fue derecho al buzón y dejó caer dentro un sobre grande. En el momento de soltar el sobre, descubrió la carta de Sofía. Metió la mano en el buzón y sacó la carta. Al cabo de un instante, estaba ya otra vez en el bosque. Se fue corriendo hacia el sendero y desapareció.
Sofía notaba cómo le latía el corazón. Lo que más hubiera deseado era salir corriendo tras él. Aunque pensándolo bien, no podía hacer eso, no se atrevía a ir corriendo tras una persona desconocida en plena noche. Pero tenía que salir a recoger el sobre, eso sí que no lo dudaba.
Al cabo de un rato, bajó la escalera a hurtadillas, abrió cuidadosamente la puerta de la calle con la llave y se fue hasta el buzón. Pronto estaba de vuelta en su habitación, con el gran sobre en la mano. Se sentó sobre la cama conteniendo el aliento. Pasaron un par de minutos y no se oía ningún ruido en toda la casa. Entonces abrió la carta y comenzó a leer.
Era evidente que no recibiría ninguna contestación a su carta hasta el día siguiente.
¡Buenos días de nuevo, querida Sofía! Déjame decirte, de una vez por todas, que jamás debes intentar espiarme. Ya nos conoceremos en persona algún día, pero seré yo quien decida la hora y el lugar. ¿No vas a desobedecerme, verdad?
Volvamos a los filósofos. Hemos visto cómo buscan explicaciones naturales a los cambios que tienen lugar en la naturaleza. Anteriormente, esas cuestiones se explicaban mediante los mitos.
Pero también en otros campos hubo que despejar el camino de viejas supersticiones. Lo vemos en lo que se refiere a estar enfermo y estar sano, y en lo que se refiere a los acontecimientos políticos. En ambos campos, los griegos tuvieron una gran fe en el destino.
Por fe en el destino se entiende la fe en que está determinado, de antemano, todo lo que va a suceder. Esta idea la podemos encontrar en todo el mundo, en el momento presente, y a través de toda la historia. En los países nórdicos existe una gran fe en «el destino», tal como aparece en las antiguas sagas islandesas.
Tanto entre los griegos como en otras partes del mundo, nos encontramos con la idea de que los seres humanos pueden llegar a conocer el destino a través de diferentes formas de oráculo, lo que significa que el destino de una persona, o de un estado, puede ser interpretado de varios modos.
Todavía hay muchas personas que creen en leer las cartas, leer las manos o interpretar las estrellas.
Una variante típicamente noruega es la adivinación mediante los posos del café. Al vaciarse la taza de café, suelen quedar algunos posos en el fondo. Esos posos pueden formar un determinado dibujo o imagen —sobre todo, si añadimos un poco de imaginación—. Si los posos tienen la forma de un coche, significa que la persona que haya bebido de la taza quizás vaya a hacer un viaje en coche.
Vemos que el «adivino» intenta interpretar algo que en realidad no está nada claro. Esto es muy típico de todo arte adivinatorio. Y precisamente porque aquello que se «adivina» es tan poco claro, no resulta tampoco muy fácil contradecir al adivino.
Cuando miramos el cielo estrellado, vemos un verdadero caos de puntitos brillantes. Y, sin embargo, ha habido muchas personas, a través de los tiempos, que han creído que las estrellas pueden decirnos algo sobre nuestra vida en la Tierra. Incluso hoy en día, hay dirigentes políticos que consultan a un astrólogo antes de tomar una decisión importante.
Los griegos pensaban que los seres humanos podían enterarse de su destino a través del famoso oráculo de Delfos. El dios Apolo era el dios del oráculo. Hablaba a través de la sacerdotisa Pitia, que estaba sentada en una silla sobre una grieta de la Tierra. De esta grieta subían unos gases narcóticos que la embriagaban, circunstancia indispensable para que pudiera ser la voz de Apolo.
Al llegar a Delfos, uno entregaba primero su pregunta a los sacerdotes, quienes, a su vez, se la daban a Pitia. Ella emitía una contestación tan incomprensible o ambigua que hacía falta que los sacerdotes interpretaran la respuesta a la persona que había entregado la pregunta. Así los griegos podían aprovecharse de la sabiduría de Apolo, ya que creían que Apolo sabía todo sobre el pasado y el futuro.
Muchos jefes de Estado no se atrevían a declarar la guerra, o a tomar otras decisiones importantes, antes de haber consultado el oráculo de Delfos. Así pues, los sacerdotes de Apolo funcionaban prácticamente como una especie de diplomáticos y asesores, con muy amplios conocimientos sobre gentes y países.
Encima del templo de Delfos había una famosa inscripción: ¡CONÓCETE A TI MISMO!, que significaba que el ser humano nunca debe pensar que es algo más que un ser humano, y que ningún ser humano puede escapar a su destino.
Entre los griegos se contaban muchas historias sobre personas que habían sido alcanzadas por su destino. Con el tiempo, se escribieron una serie de obras de teatro, tragedias, sobre esas personas «trágicas». El ejemplo más famoso es la historia del rey Edipo.
El destino no sólo determinaba la vida del individuo. Los griegos también creían que el curso mismo del mundo estaba dirigido por el destino. Opinaban que el resultado de una guerra podía deberse a la intervención de los dioses. También hoy en día hay muchos que creen que Dios u otras fuerzas misteriosas dirigen el curso de la historia.
Pero justo a la vez que los filósofos griegos intentaban buscar explicaciones naturales a los procesos de la naturaleza, iba formándose una ciencia de la historia que intentaba encontrar causas naturales a su desarrollo. El que un Estado perdiera una guerra, no se explicaba ya como una venganza de los dioses. Los historiadores griegos más famosos fueron Heródoto (484-424 a. de C.) y Tucídides (460-400).
Los griegos también creían que las enfermedades podían deberse a la intervención divina. Las enfermedades contagiosas se interpretaban, a menudo, como un castigo de los dioses. Por otra parte, los dioses podían volver a curar a las personas, si se les ofrecían sacrificios.
Esto no es, en modo alguno, exclusivo de los griegos. Antes del nacimiento de la moderna ciencia de la medicina, en tiempos recientes, lo más normal era pensar que las enfermedades tenían causas sobrenaturales. Por ejemplo, la palabra «influenza»[1] significa en realidad que uno se encuentra bajo una mala «influencia» de las estrellas.
Incluso hoy en día, hay muchas personas en el mundo entero que creen que algunas enfermedades —el SIDA, por ejemplo— son un castigo de Dios. Muchos piensan, además, que un enfermo puede ser curado de un modo sobrenatural.
Precisamente en la época en que los filósofos griegos iniciaron una nueva manera de pensar, surgió una ciencia griega de la medicina que intentaba encontrar explicaciones naturales a las enfermedades y al estado de salud. Se dice que Hipócrates, que nació en Cos hacia el año 460 a. de C., fue el fundador de la ciencia griega de la medicina.
La protección más importante contra la enfermedad era, según la tradición médica hipocrática, la moderación y una vida sana. Lo natural en una persona es estar sana. Cuando surge una enfermedad, es porque la naturaleza ha «descarrilado» a causa de un desequilibrio físico o psíquico. La receta para estar sano era la moderación, la armonía y «una mente sana en un cuerpo sano».
Hoy en día se habla constantemente de la «ética médica», con lo que se quiere decir que, el médico, está obligado a ejercer su profesión médica según ciertas reglas éticas. Un médico no puede, por ejemplo, extender recetas de estupefacientes a personas sanas. Un médico tiene también que guardar el secreto profesional. Esto significa que no tiene derecho a contar a otras personas algo que un paciente le haya dicho sobre su enfermedad. Estas reglas tienen sus raíces en Hipócrates, que exigió a sus discípulos que prestasen el siguiente juramento:
Utilizaré el tratamiento para ayudar a los enfermos según mi capacidad y juicio, pero nunca con la intención de causar daño o dolor. A nadie daré veneno aunque me lo pida o me lo sugiera, tampoco daré abortivos a ninguna mujer con el fin de evitar un embarazo. Consideraré sagrados mi vida y mi arte.
No utilizaré el cuchillo, ni siquiera en aquellos que sufren indescriptiblemente, dejándoselo hacer a los que se ocupan de ello.
Cuando entre en la morada de un enfermo, lo haré siempre en beneficio suyo; me abstendré de toda acción injusta y de abusar del cuerpo de hombres o mujeres, libres o esclavos.
De todo cuanto vea y oiga en el ejercicio de mi profesión y aun fuera de ella callaré cuantas cosas sea necesario que no se divulguen, considerando la discreción como un deber.
Si cumplo fielmente este juramento, que me sea otorgado gozar felizmente de la vida y de mi arte y ser honrado siempre entre los hombres. Si lo violo y me hago perjuro, que me ocurra lo contrario.
Sofía se sentó en la cama de un salto, cuando se despertó el sábado por la mañana. ¿Había sido un sueño o había visto de verdad al filósofo?
Tocó con el brazo el suelo bajo la cama. Pues sí, allí estaba la carta que había llegado por la noche. Sofía se acordó de todo lo que había leído sobre la fe de los griegos en el destino. Entonces, no había sido sólo un sueño.
¡Claro que había visto al filósofo! Y más que eso, había visto con sus propios ojos que se había llevado la carta que ella le había escrito.
Sofía salió de la cama y miró debajo. Sacó de allí todas las hojas escritas a máquina. ¿Pero qué era aquello? Al fondo del todo, junto a la pared, había algo rojo. ¿Podía ser una bufanda?
Sofía se deslizó debajo de la cama y recogió un pañuelo rojo de seda. Sólo estaba segura de una cosa: nunca había sido suyo.
Empezó a examinar el pañuelo minuciosamente y dio un pequeño grito cuando vio unas letras escritas con una pluma negra a lo largo de la costura. «HILDE», ponía.
¡Hilde! ¿Pero quién era Hilde? ¿Cómo podía ser que sus caminos se hubieran cruzado de esa manera?