9

Secretos y mentiras

Creo… que debo afirmar solemnemente (no con arrogancia, ni con desafío) que la profanación es la última idea en la que piensa un arqueólogo. En su trabajo de investigación tiene en mente una única y sola idea, que es rescatar los restos del pasado de la destrucción, y que cuando en el curso de su trabajo pasa por umbrales no violados, siente no sólo sobrecogimiento y maravilla destilados por su tremendo pasado, sino la sensación de una obligación sagrada. Y me atrevería a añadir que todo prueba que si la investigación científica de este tipo acabase mañana, sería mucho mayor el número de personas no autorizadas que saquearían tumbas que contuvieran oro y objetos preciosos, que serían vendidos y «diseminados por todas partes», y a efectos prácticos, ése sería su fin.

HOWARD CARTER[259]

Como ya hemos visto, la tumba de Tutankamón no contenía escritos significativos. Tan curioso resulta esto para nuestros ojos altamente literarios, que ha llevado al egiptólogo Nick Reeves a hacer la intrigante sugerencia de que a lo mejor Carter simplemente miró en el lugar equivocado, y que quizá algunas de las figuras de madera reales y divinas recuperadas de la tumba pueden contener realmente papiros funerarios, sellados bajo sus capas de dorado y pintura.[260] Esto no carecería de precedentes; en los entierros reales del Reino Nuevo se incluían habitualmente estatuillas de madera, y una, recuperada del depósito de la tumba de Amenhotep II, incluía una cavidad aparentemente destinada a contener un papiro. Sin embargo, hasta el momento esto no se ha demostrado. Los depósitos más probables de cualquier documento semejante en la tumba de Tutankamón serían las dos estatuas guardianas que permanecían erguidas a cada lado de la entrada de la Cámara de Enterramiento. Esas imágenes de madera de tamaño natural muestran a Tutankamón con la piel de un negro reluciente, pintada de resina. Llevan tocados de oro (uno un tocado khat, el otro un paño nemes)[261] y joyas de oro, y cada uno de ellos lleva un bastón que refuerza su autoridad. Sus faldas doradas, que sobresalen orgullosamente de su cuerpo, proporcionando un posible escondite para los documentos, llevan inscrito el nombre y títulos de Tutankamón, y una (la figura con el tocado khat) asegura ser el ka o espíritu del rey, y quizá de su estatua hermana: «el buen dios, del cual uno está orgulloso, el soberano del cual se alardea, el ka real de Horajte, Osiris, el Señor Rey de las Tierras, Nebjeperura».[262] Por desgracia, el examen con rayos X confirma que sus faldas no ocultan nada.

La idea de que Carter, por algún motivo personal, eliminase los papiros de Tutankamón se ha convertido en una de las favoritas de las historias alternativas y la ficción popular. Casi invariablemente, esas «escrituras perdidas» se relacionan con el Éxodo bíblico y quieren ligar a Tutankamón con Moisés, o a Ajenatón con Moisés, o en algunos casos extremos, a Tutankamón con Jesús. Para los no creyentes es una idea curiosa (seguramente, si alguien hubo en la familia real de Amarna que no fuera monoteísta, ése era Tutankamón) y probablemente refleja la preocupación occidental en los años veinte por el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío. La idea la lleva al límite Gerald O’Farrell en The Tutankhamen Deception [El engaño de Tutankamón], en el cual el autor sugiere que Carter y Carnarvon en realidad descubrieron a Tutankamón mucho antes de 1922. Entonces saquearon la tumba de cuatro quintas partes de su contenido, antes de volver a sellarla y «descubrirla». La maldición de la momia era en realidad una serie de crímenes necesarios para ocultar la verdad; los pergaminos de papiro, que sí estaban escondidos en las estatuas guardianas, demostraban un vínculo entre la corte de Amarna, Moisés y Jesús. Las consecuencias de ese engaño eran terribles:

Ellos [Carter y Carnarvon] manipularon a los medios de comunicación y a los políticos de todo el mundo con una habilidad que sería la envidia de cualquier magnate de la prensa o asesor de imagen moderno, pero, en el curso de su robo, que les costó casi diez años concluir, descubrieron un secreto con unas implicaciones tan explosivas que ni siquiera se atrevieron a explotarlo. Suprimiendo la verdad, cambiaron el curso de la historia, quizá a costa de la vida de millones de personas, y al final casi con toda seguridad fueron asesinados por lo que sabían, junto con otros muchos.[263]

Sin referirse a innecesarias complicaciones de escritos religiosos perdidos y múltiples asesinatos, los trabajadores egipcios siempre supusieron que Carnarvon y Carter estaban buscando un tesoro (muy probablemente, oro) que venderían con gran provecho. ¿Por qué si no iban a mantenerlo todo oculto en la tumba? Los egipcios casi con toda seguridad conocían la primera visita nocturna «secreta» a la Cámara de Enterramiento, y tal como escribió Weigall a Carter en enero de 1923: «los nativos dicen que, por tanto, ustedes tuvieron la oportunidad de robar algunos de los millones de libras en oro…».[264] Algunos de sus colegas también se preguntaban lo mismo. Es muy probable que el propio Carter sobreviviese tratando con antigüedades durante su precario período de empleado por cuenta propia, antes de formar equipo con Carnarvon. Ciertamente, comerció durante la Gran Guerra —una época en que el turismo y los precios cayeron en picado y se podían encontrar gangas— y entonces ayudó a su patrón a adquirir muchas piezas valiosas. A principios del siglo XX coleccionar y comerciar no eran un tabú absoluto para los arqueólogos como ocurre hoy en día, y Carter estaba lejos de ser el único egiptólogo en tener sus escarceos. Sin embargo, ya existía una creciente sensación de que la excavación ética y vender objetos al mejor postor no eran dos actividades que cuadrasen entre sí cómodamente. Como inspector para el sur de Egipto, Carter había adquirido unos conocimientos especiales de las tumbas y sus contenidos. Ahora, de repente, cambiaba de guardabosques a cazador furtivo, y ayudaba a vender unos objetos que muchos creían que no se habrían tenido que vender en absoluto.

No era ilegal comprar antigüedades legalmente adquiridas a un comerciante con licencia. Sin embargo, a pesar de un sistema de inspecciones y registros obligatorios, no era siempre posible determinar qué había sido adquirido legalmente y qué no. Demasiados comerciantes obtenían sus suministros de excavadores no oficiales, o trabajadores que robaban impunemente objetos en las propias narices de sus empleadores arqueólogos: ya hemos visto que esto ocurrió con los objetos de la KV 55. Esos objetos, despojados de su contexto arqueológico, eran hermosos, pero carecían de valor desde un punto de vista arqueológico. En cuanto a los excavadores oficiales, las normas del Servicio de Antigüedades generalmente permitían que los objetos encontrados por excavaciones legales se repartieran al 50 por ciento entre el excavador y las autoridades egipcias, y eran las autoridades las que decidían qué objetos se quedaban en el Museo de El Cairo. Sólo en el caso de artículos excepcionales o inusuales podía el Museo reclamarlo todo. Después de la «división» de los objetos, el excavador era libre de hacer lo que quisiera con su parte: normalmente, se distribuía entre sus financiadores como recompensa por su contribución a la excavación, pero algunas veces entraba a formar parte de una colección privada y se desvanecía a todos los efectos (quizá reapareciese años después, como regalo a algún museo local) o se vendía para recuperar los gastos de la excavación.

Acreditados museos occidentales, decididos a mejorar sus colecciones egipcias, no siempre rehuían los tratos dudosos, y su ansiedad hacía subir más aún los precios, haciendo que las excavaciones ilegales compensaran más aún económicamente. Wallis Budge, conservador de Antigüedades egipcias y asirias en el British Museum (1893-1924), compraba antigüedades con frecuencia, tanto legítimamente como en el mercado negro, ahorrándole así al museo las preocupaciones y gastos de llevar a cabo sus propias excavaciones. Desde luego, no fue el único profesional de un museo que lo hizo, pero sí fue el único que publicó un muy exagerado relato de sus aventuras. La conmoción que experimentamos al leer su autobiografía, By Nile and Tigris [Por el Nilo y el Tigris] (1920), la causan no sólo los acontecimientos en sí, sino el hecho de que Budge estuviese dispuesto a alardear abiertamente de ellos. En un momento dado, por ejemplo, nos cuenta cómo burló tanto al Servicio de Antigüedades Egipcio como a la policía. Nos unimos a él el día después de que comprase el Papiro de Ani, una copia bellamente ilustrada de la 19.a dinastía del Libro de los Muertos:

El funcionario a cargo de la policía nos dijo que el jefe de la Policía de Luxor había recibido órdenes durante la noche del señor Grébaut, director del Servicio de Antigüedades, de que tomara posesión de todas las casas que contuviesen antigüedades de Luxor, y que arrestara a sus propietarios y a mí…

Ahora, entre las casas que estaban selladas y custodiadas se encontraba una pequeña que daba al muro del jardín del antiguo hotel Luxor. Esa casa era fuente de considerable ansiedad para mí, porque en ella había almacenado las latas que contenían los papiros, varias cajas de anticas, algunas cajas de cráneos para el profesor Macalister, y un bonito sarcófago y momia de Ajmim… Esa casa tenía unos muros de adobe gruesos y una especie de sardâb o sótano en el cual estaban guardadas muchas anticas. Como su muro del fondo estaba construido contra el muro del jardín del hotel Luxor, que era al menos de dos pies de grueso, la casa se consideraba uno de los «almacenes» más seguros de Luxor. Cuando los comerciantes de Luxor y otros hombres que tenían posesiones en la casa la vieron sellada, y los guardias apostados junto a ella, y oyeron que iba a ser una de las primeras casas que se abrieran y sus contenidos confiscados en cuanto llegase Grébaut, primero invitaron a beber coñac a los guardias con ellos, y luego intentaron sobornarlos para que se fueran durante una hora, pero los guardias se negaron tozudamente a beber y a abandonar sus puestos. Los marchantes alabaron la fidelidad de los guardias y les llenaron de cumplidos, y luego, haciendo de la necesidad virtud, se fueron y los dejaron. Pero no olvidaron que la casa daba al muro del jardín, y entonces tuvieron una entrevista con el director residente del hotel, y le hablaron de sus dificultades y de sus inminentes pérdidas. El resultado de su conversación fue que al anochecer, un cierto número de robustos jardineros y trabajadores aparecieron con sus herramientas de cavar y sus cestas, y que cavaron bajo aquella parte del muro del jardín que estaba contiguo a la casa, y accedieron directamente al sardâb de la casa… Mientras yo contemplaba las obras con el director del hotel, me pareció que los jardineros estaban muy duchos en el arte de entrar en una casa, y que debían de tener mucha práctica.

… Me pareció poco sensato confiar demasiado en el silencio de nuestra operación, y por tanto pensamos en dar de comer a la policía y a los soldados, porque estaban hambrientos y sedientos. El señor Pagnon, el propietario del hotel, hizo que les preparasen una cena sustanciosa, que consistió en medio cordero hervido con varias libras de arroz, servido a trocitos con rodajas de limón y pasas en una enorme bandeja de latón. Todos estaban agachados en torno a la bandeja, en el suelo, se vertió un enorme cuenco de grasa de cordero hirviendo encima del arroz, y los hombres hambrientos fueron cogiendo aquel sabroso guiso con las manos. Mientras comían contentos y felices, fueron entrando un hombre tras otro en el sardâb de la casa y sacaron, pieza por pieza, caja por caja, todo lo que tenía el mínimo valor comercial… De esa manera salvamos el Papiro de Ani, y todo el resto de mis adquisiciones, de los funcionarios del Servicio de Antigüedades, y todo Luxor se alegró.[265]

Mientras Budge estaba atareado «salvando» objetos para su museo, en el extremo opuesto de la balanza, el conservador Émile Brugsch era sospechoso de vender objetos de la colección del Museo de El Cairo para su beneficio personal. De nuevo, esto hay que ponerlo en su contexto. Aunque ahora nos pueda parecer extraño, en aquella época los conservadores de los museos contemplaban sus colecciones como propiedades personales suyas, para usar y disponer de ellas a su antojo, y no era desconocido el hecho de que los visitantes del museo volviesen a casa con una cerámica «sin valor» o una sarta de cuentas, regalo de un amigo conservador. El Museo de El Cairo incluso vendía los objetos que no quería (ristras de cuentas de las momias) en su propia tienda del Museo.

En su defensa, Carter probablemente habría aducido que el comercio de antigüedades no es un asunto tajante y sin términos medios, y que como egiptólogo convertido posteriormente en comerciante, él realizaba una función que era muy necesaria. Si no identificaba las piezas más valiosas y las dirigía hacia coleccionistas adecuados, ya fueran privados o institucionales, nadie lo haría, y los objetos sencillamente desaparecerían, sin documentar, junto con los turistas ricos que compraban recuerdos (objetos auténticos recuperados de las tumbas tebanas, objetos auténticos «importados» de otras partes de Egipto, objetos auténticos embellecidos con escrituras modernas, o falsificaciones puras y duras) a voluntad. El descubrimiento de la tumba de tres reinas del harén de Tutmosis III, en agosto de 1916, en el remoto Wadi Gabbanar el-Qurud (Valle del Simio) en la orilla occidental tebana, le da la razón.

Esa tumba, prácticamente intacta, apareció ante unos saqueadores tebanos después de una intensa tormenta que había causado una grave inundación.[266] La tumba fue saqueada de inmediato, y no existe registro alguno de sus contenidos in situ, aunque relatos contemporáneos escritos por egiptólogos que vivían en Egipto en la época del descubrimiento están de acuerdo en que había tres enterramientos intactos y un enorme número de objetos funerarios, incluyendo muchas jarras de almacenamiento de alabastro. Las partes orgánicas del entierro (la madera y las propias momias) se habían podrido, pero la piedra y el oro seguían allí. Las inscripciones de los vasos canópicos nos dicen que las tres reinas eran Manuwai, Manhata y Maruta; esos nombres no egipcios sugieren que las tres procedían de la región de Siria/Palestina. Para cuando llegó la excavación oficial, en septiembre de 1916, sólo quedaban los objetos que habían desechado los ladrones. Muchos de los objetos funerarios cayeron en manos del marchante Mohammed Mohassib, que según se dice pagó nada menos que 1.100 libras por el botín. Como el Servicio de Antigüedades no mostró interés alguno por recuperar los bienes robados, Carter pudo reconstruir la historia del robo y comprar la mayoría de los objetos remanentes de Mohassib y otros traficantes, usando dinero que le proporcionó Carnarvon. Esos objetos fueron comprados posteriormente en siete lotes, a lo largo de cinco años, por el Metropolitan Museum of Art, por un precio de 53.397 libras. Todavía se exhiben en Nueva York hoy en día. Como Carter cobraba habitualmente un 15 por ciento de comisión, su beneficio personal en ese trato debió de ser importante. Nadie podría asegurar que ésta fuese una cadena de acontecimientos ideal, pero sin la intervención de Carnarvon y Carter, esa colección única se habría dispersado y perdido.

En la primavera de 1924, Carter y su equipo fueron apartados de la tumba de Tutankamón. Finalmente, Carter abandonó Egipto y se embarcó para dar un ciclo de conferencias en Estados Unidos que asegurarían su futuro financiero. Herbert Winlock, representante del Metropolitan Museum querido por todos y extraordinariamente diplomático, se quedó para negociar un acuerdo a su favor. Más tarde Carter decidió publicar su versión de los hechos que sucedieron a continuación y el papel que representó Winlock, una versión descarnada y sincera que incluía correspondencia privada con éste y que casi saca de quicio al representante del museo, normalmente tranquilo.

Como Carter estaba ausente y existían pocas probabilidades de que volviese, el Servicio de Antigüedades Egipcio aprovechó la oportunidad para nombrar un comité para que llevase a cabo un examen exhaustivo de la tumba de Tutankamón y de las tumbas asociadas usadas para el almacenamiento, conservación, fotografía y recreación. Cuando el comité se puso a trabajar, Winlock, a su vez, insistió en que el capataz de Carter, Reis Hussein, le hiciera un informe diario de los acontecimientos que ocurrieran en el valle. De ese modo, se informó a Winlock casi inmediatamente cuando el comité, investigando en la tumba del almuerzo (KV 4), descubrió una cabeza de madera casi de tamaño natural de Tutankamón pulcramente envuelta y colocada dentro de una caja de vino Fortnum & Mason. La cabeza, enyesada y pintada, mostraba a Tutankamón como el joven dios del sol Ra, emergiendo de la flor del loto al principio del mundo.

Como la cabeza carecía de notas y número de objeto que normalmente acompañaban el metódico trabajo de Carter, los miembros egipcios del comité pensaron que Carter había robado la cabeza de la tumba o pretendía robarla. Enviaron un telegrama al primer ministro Zaghlul, y se despachó la cabeza inmediatamente al Museo de El Cairo, donde la custodiaron como prueba. Lacau y el inspector general Rex Engelbach, que conocían a Carter, se sentían inclinados a creer que podía haber otra explicación: la cabeza podía no ser de la tumba de Tutankamón, e incluso puede que se la comprara a algún marchante; uno de los trabajadores sencillamente pudo haber colocado la cabeza incorrectamente en la tumba del almuerzo; la cabeza podía haberse recuperado de la escalera y pasadizo antes de que se estableciera el sistema formal de registro de Carter… Ciertamente, no tenía sentido que Carter abandonase un artículo robado donde cualquiera podría encontrarlo. Winlock envió un telegrama codificado a Carter:

Envíe toda la información que pueda relativa al origen STOP Avísenos por carta si se ha hecho alguna investigación para que estemos preparados STOP Se ha causado una mala impresión en los miembros egipcios fue anunciado por telegrama a Zaghlool inmediatamente y enviada por correo exprés a Cairo STOP Lacau y Engelbach han sugerido que usted la compró por cuenta del conde el año pasado desde Amarna pero no sé si realmente creen eso.

La respuesta de Carter fue inmediata y precisa:

La pieza mencionada pertenece como todas las demás piezas pertenecientes tumba en número cuatro al material encontrado en relleno de pasadizo STOP Se anotaron en números de grupo pero no plenamente registradas en índice STOP[267]

Seguía una carta explicativa. La cabeza se recuperó en medio de los desechos que bloqueaban el pasadizo, en un estado muy frágil. Se restauró y se dejó a un lado en un momento en que la KV 4 era la única disponible como almacén. Presumiblemente, pues, había sido olvidada, ya que la descripción de Carter del contenido del pasadizo en la publicación de 1923 omite toda mención a ella. Se incluyó e ilustró como Lámina I en la publicación de 1933. Carter acababa la carta exponiendo su irritación de que un artículo tan valioso se hubiese enviado a El Cairo sin preparación previa para el viaje.

Esta explicación (muy razonable, dada la enorme cantidad de material del que tenía que ocuparse Carter) fue aceptada sin más interrogantes, y oficialmente se cerró el asunto, dejando a Lacau y Carter como aliados mucho más estrechos que nunca. Parece probable que Lacau empezara a sentir algo de resentimiento por el grado de control que Morcos Bey Hanna estaba imponiendo sobre lo que consideraba de su dominio. Sin embargo, aquello dejó una duda persistente sobre la precisión de los registros de Carter e incluso, en la mente de algunos, sobre su honradez.[268]

Casi con toda seguridad fue a Carter a quien se le ocurrió la brillante idea de que los gastos de la excavación (incluyendo su propio salario) se pudieran sufragar mediante la compra barata de buenas antigüedades y su venta con un bonito beneficio. Aquello atraía al jugador que había en Carnarvon. Sin embargo, a pesar de los tratos con el British Museum y el Metropolitan Museum, entre otros, se recaudó relativamente poco dinero con este plan, ya que Carnarvon, que era coleccionista tanto como marchante, era incapaz de resistirse y se quedaba muchas de las compras para su propia colección. En el momento de su muerte, la colección de Carnarvon, alojada en Highclere, era una de las mejores colecciones privadas de antigüedades egipcias del mundo.

22. Tutankamón como Ra emergiendo de un loto, inicialmente descubierta «en el relleno del pasadizo» y posteriormente redescubierta en la KV 4.

Carnarvon dejó sus antigüedades a su mujer, Almina. Como el dinero de la familia de lady Carnarvon había financiado la colección, parece bastante razonable, aunque el heredero de Carnarvon, lord Porchester, veía las cosas de un modo distinto. Lady Carnarvon tenía un estilo de vida muy caro y muy poco interés en el arte del Antiguo Egipto. Carnarvon se dio cuenta de que ella casi con toda seguridad vendería su colección, y por eso, en un codicilo de su testamento, aconsejaba:

Si ella ve necesario vender la colección, sugiero que se dé a la nación (es decir, al British Museum) la primera opción de compra por 20.000 libras, muy por debajo de su valor, una suma que sin embargo sería absolutamente entera para ella, libre de toda deuda. De otro modo, sugiero que la colección se ofrezca al Metropolitan de Nueva York, y que el señor Carter se haga cargo de las negociaciones y fije el precio.

Si mi esposa decide mantener la colección, dejo por entero a su voluntad la decisión de legársela a mi hijo o a la nación o a Evelyn Herbert. Sugiero, sin embargo, que consulte al doctor Gardiner y al señor Carter al respecto.[269]

El precio especificado de 20.000 libras estaba muy por debajo del valor del mercado de la colección, estimado por Carter en unas 35.000 libras, y lady Carnarvon se mostraba remisa a seguir el consejo de su marido. Inicialmente, planeó disponer de la colección poniéndola a subasta, pero Carter la convenció de que no era buena idea. No está claro si la colección fue ofrecida o no al British Museum: existen persistentes rumores de que se le dio una primera opción de compra por 20.000 libras si aceptaban a las cuatro de la tarde de aquel mismo día (cosa que, evidentemente, no pudieron hacer), pero no hay nada que respalde esa historia. La colección se acabó vendiendo al Metropolitan Museum por 145.000 dólares, por entonces poco más que las 20.000 libras sugeridas por Carnarvon.

En 1924, Carter se encargó de empaquetar la colección para depositarla en el Banco de Inglaterra. Hizo una lista de 1.218 objetos o grupos de objetos, y luego añadió el comentario: «Unas pocas antigüedades poco importantes no pertenecientes a las series mencionadas las dejé en Highclere».[270] El 6.o conde, un hombre con una fuerte aversión a la egiptología en general y a Tutankamón en particular, no tenía interés alguno por esas piezas. Unas pocas quedaron por la casa como adornos, pero la mayoría (más de 300 objetos) fueron almacenadas en dos armarios empotrados en las gruesas paredes entre el salón y la sala de fumadores.[271] Gradualmente, esas piezas se fueron olvidando hasta que sólo Robert Taylor, mayordomo del 6.o conde, sabía que estaban allí. Taylor había redescubierto la colección en 1972, mientras hacía planes para una fiesta, pero no volvió a pensar en ello. En 1987, a la muerte del 6.o conde, se hizo necesario realizar un inventario de Highclere. Taylor salió de su retiro para ayudar al 7.o conde, y entonces pudo enseñarle los armarios. Asombrado, el 7.o conde ordenó que se buscara por todo el castillo y salieron a la luz más objetos. En la habitación del ama de llaves, por ejemplo, se encontraba un fragmento de piedra que tenía grabados unos jeroglíficos. Esa colección olvidada incluye objetos que datan desde el Reino Medio hasta el período ptolemaico, y la parte obtenida legalmente por Carnarvon de sus anteriores trabajos en Tebas y el Delta, incluyendo piezas recuperadas de la tumba de Amenhotep III. Ninguna de esas piezas tiene relación alguna con Tutankamón. Las circunstancias de su redescubrimiento, sin embargo, condujeron a la especulación totalmente errónea de que podían ser objetos de Tutankamón escondidos.

Howard Carter también dejó una colección de antigüedades. Su testamento era sencillo. Harry Burton y Bruce Ingram, editores del Illustrated London News (la única publicación británica que seguía interesada por Tutankamón), fueron nombrados ejecutores. Su casa en Cisjordania y todo su contenido pasó al Metropolitan Museum, y después de diversos legados menores, incluyendo uno para su leal sirviente Abdel-Asl Ahmad Said, el resto de sus propiedades fue a parar a su sobrina, Phyllis Walker, hija de su hermana Amy. Aquí Carter, como Carnarvon antes que él, tenía un consejo que darle:

… recomiendo con insistencia que consulte a mi ejecutor sobre lo aconsejable de vender cualquier antigüedad egipcia o de otro tipo incluida en mi legado.[272]

La señorita Walker se tomó muy en serio el consejo y consultó a Burton, Newberry y Gardiner. Todos llegaron a la misma conclusión: que la colección privada de Carter incluía objetos de la tumba de Tutankamón. Los artículos, relacionados por Burton para Engelbach, nuevo jefe del Servicio de Antigüedades Egipcio, eran los siguientes:

Aunque algunos de estos objetos eran de una importancia comercial o histórica desdeñable, el reposacabezas de cristal con sus inscripciones era un objeto único y, por tanto, valioso. No está claro cómo o dónde fueron adquiridos esos objetos ni quién los sacó de la tumba, y es muy posible que algunos, o todos, fuesen extraídos por Carter de la colección privada de Carnarvon justo antes de su venta al Metropolitan Museum. Margaret Orr, hija del compañero de excavaciones de Carter y coautor suyo, Arthur Mace, afirmaba que su madre, Winifred, no aprobaba a Carter porque éste exhibía abiertamente antigüedades (presumiblemente tomadas de la tumba, aunque no se puede probar) en su casa de Londres.[273]

Burton e Ingram se encontraron entonces en una situación difícil y que podía resultar muy violenta. ¿Cómo se podían devolver aquellos objetos a Egipto con el mínimo escándalo? En principio se pensó que se podían devolver por «valija diplomática». Con Gran Bretaña a punto de entrar en la guerra, sin embargo, el Foreign Office se mostraba reacio a cooperar. En realidad, el subsecretario Laskey se vio impulsado a observar: «Supongo que se tienen que devolver los objetos… yo personalmente me inclino más por tirarlos al Támesis».[274] Al final se entregaron los objetos en el Consulado Egipcio, en Londres (donde permanecerían durante toda la guerra), y luego en 1946 volvieron por avión al rey Faruk, que los entregó personalmente al Museo de El Cairo.

Los objetos de la colección de Carter (menos los objetos de Tutankamón) se valoraron para la convalidación testamentaria en sólo 1.903 libras. Se vendieron a través de Spink, de Londres, o de Ingram y Burton, y al final fueron a parar a colecciones de museos incluyendo el Ashmolean Museum, Oxford, e, inevitablemente, el Metropolitan Museum de Nueva York.[275]

En 1978, Thomas Hoving publicó Tutankamón: la historia jamás contada. Hoving no era historiador alternativo ni escritor de ficción: era desde hacía muchos años director del Metropolitan Museum (1967-1977). Sus esquelas se referían a él como «un hombre carismático, buscador de tesoros… de esa raza de los líderes valientes y que crean una mitología propia», mientras que en su autobiografía, que para muchos recuerda la de Budge, mucho más antigua, describía su papel como «en parte pistolero, esbirro, consejero legal, contrabandista cómplice, anarquista y adulador».[276] A pesar de su título, lo que prometía revelar el libro no era la verdad jamás contada sobre Tutankamón, sino la verdad jamás contada de su descubrimiento. En todos los sentidos resulta un libro muy extraño para haberlo escrito el director de un museo:

La historia completa no es en absoluto el relato noble, blanco, limpio y triunfante que tan familiar nos resulta. La verdad está llena de intrigas, tratos secretos y arreglos privados, actividades políticas encubiertas, tejemanejes, intereses egoístas, arrogancia, mentiras, esperanzas rotas, patetismo y sufrimiento… una serie de acontecimientos desfigurados por las fragilidades humanas que condujeron a un cambio fundamental y duradero en la conducta de la arqueología en Egipto.[277]

Hoving escribía desde la perspectiva norteamericana antes que de la británica o la egipcia, usando plenamente los archivos de Tutankamón del Metropolitan, nunca publicados antes. Hoy en día vemos a Tutankamón como un rey egipcio y un descubrimiento británico, pero en los años veinte muchos norteamericanos, creyendo erróneamente que Carter no sólo era norteamericano sino también miembro del personal del Metropolitan Museum, no pensaban lo mismo. Sólo cuando oyeron hablar a Carter en su ciclo de conferencias de 1924, que obtuvo un éxito enorme, se dieron cuenta de su error:

El señor Carter habló ante el público por primera vez ayer en el Carnegie Hall del desierto del «Shahara», y les «asheguró» en nombre de «shus colegash» varias cosas tranquilizadoras sobre Tutankamón. Treinta y cuatro años de escarbar en busca de antiguas tumbas no habían hecho más que acentuar sus modismos vocales británicos, de modo que la persona que dijo por primera vez que Carter era norteamericano debería ser capturada, asfixiada e introducida en una vitrina de cristal y etiquetada como el observador humano más equivocado de toda la tierra.[278]

Nos sentimos tentados de preguntarnos qué le habría parecido al periodista el acento natural de Norfolk de Carter. Aunque Carter era indudablemente británico, su equipo era angloamericano. Sin embargo, la contribución del Metropolitan Museum raramente se reconocía fuera de Estados Unidos. La suya era una ayuda nada desinteresada, porque el Museo tenía ya esperanzas fundadas de recibir una importante cuota de los contenidos de la tumba como recompensa por su inversión, y Lythgoe ya había discutido esto en privado con Carnarvon, pero este trato todavía escocía. Aquí, por ejemplo, Lythgoe escribe en privado al director del Museo informándole del trato de Carnarvon con el Times (británico):[279]

Aunque estamos haciendo la parte del león del trabajo, la tumba es de Carnarvon y Carter, y el derecho a hablar públicamente de ella de una forma concreta es única y exclusivamente suyo… al menos por ahora.

A medida que la prensa norteamericana empezó a hacer preguntas, Mace, que era buen amigo de Carter, se vio obligado a publicar sus impresiones. En The Times del 14 de marzo de 1923 aparecía lo siguiente:

El señor A. C. Mace, conservador asociado del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, ahora en Luxor, pide que se publique en The Times la siguiente carta, dirigida al editor del Morning Post, que ha decidido no publicarla:

Señor: en el Morning Post del 20 de febrero, su corresponsal en Luxor afirma que los miembros del personal del Metropolitan Museum de Nueva York se sienten muy molestos por no permitírseles enviar información a los periódicos norteamericanos. Como miembro superior del personal del Metropolitan Museum que está trabajando en la actualidad en la tumba de Tutankamón, debería señalar que no existe ni una sola palabra de verdad en semejante afirmación. Nuestras relaciones con lord Carnarvon y el señor Carter son extremadamente cordiales en todos los sentidos, y nunca hemos expresado el menor deseo, ni sentido la menor necesidad de comunicar detalles de nuestro trabajo a la prensa de ningún país. Nuestro interés por la tumba es puramente científico, y lamentamos profundamente vernos explotados de esta manera por alborotadores irresponsables.

Suyo afectísimo,

A. C. Mace

La revelación más importante de Hoving es la primera visita no autorizada a la Cámara de Enterramiento, un relato ya publicado por Lucas. El resto de su libro se centra en los acontecimientos políticos que rodearon la excavación en general y las interacciones de Carter con el Metropolitan Museum en particular. Concluye con la sorprendente insinuación de que algunos artículos de pequeño tamaño de la colección del Metropolitan podrían haber salido, ilegalmente, de la tumba de Tutankamón.[280] Esa afirmación supuso un exhaustivo estudio interno de la colección que terminó, en noviembre de 2010, cuando el Metropolitan Museum y el gobierno egipcio anunciaron conjuntamente que se devolverían a Egipto diecinueve objetos. Los diecinueve objetos incluían quince «fragmentos» o muestras de estudio enviadas al Museo para su análisis, un brazalete de esfinge con incrustaciones y un perrito de bronce adquiridos por Phyllis Walker de la propia colección de Carter, y un collar de fayenza y parte de una manija descubiertos en la casa egipcia de Carter y enviados a Nueva York cuando se cerró la casa, en 1948.