Restauración
Hay, nos sentimos tentados de creer, ciertas características que se vuelven innatas en el hombre en aquella época oscura que apenas ha tocado levemente la investigación arqueológica. Hay atavismos que relampaguean y de los que apenas somos conscientes, y puede que estos nos despierten la simpatía por el joven Tut-ank-Amen, por su reina y por la vida que sugerían sus muebles funerarios. Puede que esos instintos nos hagan anhelar que se desvele el misterio de esas oscuras intrigas políticas por las cuales sospechamos que se vio acosado, incluso cuando seguía a sus perros slughi por pantanos y desiertos, o disparando a los patos entre los juncos con su sonriente reina. El misterio de su vida se nos escapa… las sombras se mueven, pero la oscuridad nunca acaba de levantarse del todo.
HOWARD CARTER[218]
No es posible contar la historia completa y precisa de la vida y la muerte de Tutankamón. Existen todavía demasiadas preguntas sin responder; demasiadas zonas en blanco. Puede ser que algún espectacular descubrimiento futuro (un diario perdido, quizá) acabe por permitirnos comprenderlo todo, pero esto parece altamente improbable: en el Antiguo Egipto nadie, que nosotros sepamos, llevaba diarios personales. Lo que es mucho más probable que suceda es que una cantidad pequeña pero constante de nuevos descubrimientos —derivados del nuevo análisis de objetos ya examinados, otras pruebas científicas hechas al cuerpo de Tutankamón, el descubrimiento de un nuevo texto o fragmento de estatua— continuará aumentando nuestros conocimientos. Para mí, como para otros muchos egiptólogos, eso no importa en realidad; es el viaje hacia la historia completa, ir extrayendo trabajosamente los detalles y conectar entre sí hechos que parecen dispares lo que resulta fascinante. Probablemente no es ninguna coincidencia que muchos egiptólogos, tanto profesionales como aficionados, sientan un gran interés, a veces incluso productivo, por la ficción detectivesca.[219]
Mientras tanto, cualquiera que asegure poder escribir una biografía de Tutankamón «con todas sus imperfecciones», o bien escatima la verdad, o bien es un ingenuo, o quizá trabaje en la televisión: la resistencia de los productores televisivos a aceptar que la egiptología es una disciplina en desarrollo, con pocas respuestas concluyentes y sin matices, hace que los egiptólogos profesionales rechinen los dientes, irritados, cuando tienen que soportar un «documental» más que simplifica temas enormemente complejos hasta niveles básicos y elementales.
Todo el que intente hacer una biografía de Tutankamón escribirá una historia distinta. Lo que sigue no es el relato definitivo de su vida, sino simplemente el que, en mi opinión, más se adapta a las pruebas (biológicas, históricas y arqueológicas) hasta la fecha. En algunos puntos, estas distintas pruebas se contradicen, y por tanto, aunque he intentado que el relato se base en las pruebas, he tenido que hacer algunas suposiciones. Las más importantes son:
21. Tutankamón: una reconstrucción moderna por el artista J. Fox-Davies.
Allí donde hay una duda, he seguido el principio de la navaja de Occam: no hay que multiplicar los objetos más allá de lo necesario (a menudo parafraseado como: «siendo todo lo demás igual, la explicación más sencilla es habitualmente la correcta»). Como ésta es mi interpretación de las pruebas ya presentadas en este libro, he evitado el uso de notas al pie.
Nebmaatre Amenhotep III, hijo de Tutmosis IV, nació de la reina del harén Mutemwia. Como Tutmosis tenía otras esposas más importantes, era improbable que el joven príncipe accediera alguna vez al trono de su padre. Pero los dioses sonrieron a Amenhotep y a su madre y, quizá a los diez años de edad, heredó el reino más rico y más poderoso de todo el Mediterráneo.
Los reyes de Egipto no podían gobernar sin una reina a su lado. La consorte de Amenhotep, Tiya, se convertiría en una de las reinas más influyentes y notorias de todo Egipto. Su nombre y su imagen se incluirían junto a los de su marido en los monumentos oficiales y en muchos objetos personales, y aparecería junto a él en las estatuas, e incluso se la mencionaría en la correspondencia diplomática que unía a los grandes Estados nororientales de la Edad del Bronce Final. Tiya era una reina fértil, y dio muchos hijos a su marido, incluyendo cuatro hijas y dos hijos.
Después de treinta años muy prósperos en el trono, Amenhotep celebró un jubileo o heb sed, un festival de renovación y rejuvenecimiento que se vio marcado por un programa impresionante de construcciones y jolgorio en todo el reino. A partir de esa época, el rey empezó a interesarse por su propia naturaleza divina, una divinidad que él expresaba a través del arte y la arquitectura. La teología tradicional decretaba que sólo en la muerte los reyes semimortales de Egipto podían volverse plenamente divinos. Sin embargo, conservada ya para la eternidad en los muros del templo de Luxor, la leyenda del nacimiento de Amenhotep apuntaba a una divinidad más temprana y terrenal. En la lejana Nubia llevó las cosas un poco más lejos aún, dedicando un templo a sí mismo como el ser divino «Amenhotep, Señor de Nubia», mientras un templo subsidiario en la cercana Sedeinga celebraba a su consorte igualmente divina, Tiya. Ese interés por la divinidad personal iba de la mano con un creciente interés por la religión solar. Aunque los cultos estatales tradicionales nunca quedaron descuidados, Amenhotep prestaba particular atención a un antiguo y hasta la fecha olvidado dios del sol llamado Atón. Atón, que no tiene género, resulta difícil de clasificar, pero parece representar la luz del sol, más que al sol mismo.
Siguieron dos jubileos más y luego, después de treinta y ocho años de gobierno, Amenhotep murió y fue enterrado en una enorme tumba bellamente decorada en el Valle Occidental. No quiso yacer solo; sus arquitectos habían proporcionado alojamiento adicional con habitaciones para sus parientes femeninas más cercanas y para la reina Tiya. Su templo conmemorativo, muy llamativo, el mayor templo real que se había construido jamás, estaba situado al borde del desierto. Lleno de estatuas colosales del rey como dios, con sus avenidas llenas de imágenes de chacales y esfinges y más de 770 estatuas asombrosas de la diosa Sejmet, era un lugar que sobrecogía. Hoy en día lo único que queda de toda aquella magnificencia son los Colosos de Memnón, dos figuras sedentes espléndidamente aisladas junto a la carretera polvorienta y moderna.
Como su hijo mayor, Tutmosis, había muerto antes que el padre, fue el segundo hijo de Tiya el que le sucedió en el trono como Neferjeperura Waenra (las transformaciones de Ra son perfectas, el único de Ra) Amenhotep IV. El nuevo rey ya estaba casado con su prima Nefertiti, hija de un hermano de Tiya llamado Ay. Ella, como su tía, resultó una reina muy fértil, que dio a su marido seis hijas que sobrevivieron y un número de hijos varones que no consta.
Amenhotep IV empezó su reinado como rey típico (aunque extraordinariamente rico) de la dinastía 18.a, coronado por el dios Amón y gobernando desde Tebas y Menfis. Cuando los trabajadores empezaron a preparar su tumba en el Valle Occidental, se fundó una nueva ciudad en Nubia, con un templo dedicado a Amón. Mientras tanto, continuaron las obras de edificación en el templo de Karnak y a su alrededor, donde Amenhotep preservaba el maat (el estado ideal de las cosas) completando los proyectos sin acabar de su padre. En el año 2, sin embargo, se produjo un cambio inesperado. Se iba a celebrar un heb sed, no después de los tradicionales treinta años de reinado, sino en el tercer aniversario de la subida al trono de Amenhotep. El festival requería nuevos edificios. Heliópolis, Menfis y Nubia se beneficiaron de nuevos templos solares mientras Tebas (corazón del culto del gran dios estatal Amón) recibía una serie de capillas y templos dedicados a la adoración de Atón. Esta arquitectura sería desmantelada y reciclada poco después de la muerte de Amenhotep, de modo que, en lugar de una colección de impresionantes templos solares, hoy en día nos enfrentamos a un rompecabezas gigantesco hecho con miles de bloques de arenisca tallados y pintados. Las escenas conservadas en esos bloques dejan bien claro que el panteón tradicional, Amón incluido, se dejó deliberadamente a un lado en las festividades de Amenhotep. Atón, por el contrario, representó un papel muy visible en las celebraciones.
A finales del año 5, Atón se había convertido en el dios estatal dominante de Egipto. Las copiosas ofrendas que en tiempos se habían presentado en los templos de Amón, ahora se habían desviado a los templos de Atón, de modo que el culto de Atón se iba haciendo más rico, mientras el culto de Amón se hacía más pobre. Pronto los viejos templos quedaron cerrados y se tomó la decisión de volver a situar la corte en la ciudad de Ajetatón, construida a propósito, en Egipto Medio (Ajetatón significa Horizonte de Atón; hoy en día la ciudad se conoce con el nombre árabe de Amarna). Rechazando el nombre personal que le ligaba con el despreciado Amón, Amenhotep (Amón está satisfecho) adoptó una nueva identidad. A partir de aquel momento se llamaría Ajenatón (espíritu viviente de Atón).
Ajenatón ser distanció de sus obligaciones heredadas sin ningún remordimiento, volviendo la espalda a los dioses estatales. Era un rechazo flagrante del aspecto más importante de su reinado: su deber de mantener el maat. Desafiando al statu quo, se embarcaba por un camino difícil, lleno de peligros para él mismo y para Egipto. La gente corriente quizá no se sintiese demasiado preocupada por todo aquello: siempre habían estado excluidos de la religión estatal, y las pocas pruebas que hay sugieren que simplemente seguían reverenciando una mezcla ecléctica de semidioses, antepasados y deidades locales que se venían adorando desde hacía muchas generaciones. Pero la élite (los cortesanos que rodeaban a Ajenatón y que se vieron forzados a seguirle a Amarna) debió de encontrar muy difícil todo aquello, ya que se les requería que aceptasen públicamente el nuevo régimen. El nuevo dios, un disco sin cara y sin cuerpo, brillaba solo sobre la familia real. Mientras Ajenatón, Nefertiti y sus hijos adoraban a Atón, la élite adoraba a través de Ajenatón y su familia, ayudaba en sus devociones privadas mediante estelas que llevaban imágenes del rey y de la reina. A medida que la familia real fue reemplazando de forma efectiva a los antiguos dioses, asumieron los papeles que antes representaba el dios sol creador Atum (ahora Atón) y sus hijos gemelos Shu (la atmósfera: Ajenatón) y Tefnut (la humedad: Nefertiti). Sus hijas, en número creciente, eran representadas junto con la pareja real; ofrecían su apoyo femenino a su rey y su dios, sirviendo al mismo tiempo de recordatorios vivos de la fertilidad de sus padres.
Aquello era inusual, pero quizá no habría sido demasiado malo. Lo que realmente haría daño era el hecho de que, junto con muchos de los antiguos dioses, Osiris y su reino de los muertos hubiesen desaparecido. Al negárseles el acceso a la otra vida en el Campo de Juncos, los cortesanos de Ajenatón estaban condenados a morar en sus tumbas hasta el fin de los tiempos. Esa nueva teología queda reflejada en las tumbas que tallaron en la parte alta de los acantilados al este de la ciudad. Tradicionalmente, las tumbas de la 18.a dinastía se decoraban con imágenes del propietario de la tumba dedicado a sus labores cotidianas. En Amarna, sin embargo, los propietarios de tumbas eran simples espectadores, o en el mejor de los casos actores secundarios, en las vidas de la familia real. Incluso Ay y Tiye, los cortesanos más importantes de Ajenatón, eran relativamente insignificantes en su propia tumba.
La nueva capital de Egipto se encontraba en la orilla este del Nilo, casi equidistante de la capital del sur, Tebas, y la del norte, Menfis. La construcción empezó durante el año 5 y progresó rápido; a finales de aquel año, el rey se alojaba en unas dependencias temporales mientras inspeccionaba el progreso de su palacio. Hacia el año 9, Amarna estaba en pleno funcionamiento y se había importado una población al efecto. La ciudad ofrecía todo tipo de instalaciones: templos del sol de piedra, palacios de ladrillo, villas espaciosas, talleres y despachos. Fuera del núcleo central de la ciudad, un pueblo de trabajadores alojaba a los artesanos que trabajaban en las tumbas de élite y en la tumba real de múltiples cámaras, escondida en el Wadi real. Desafiando la tradición establecida de que el rey debía viajar mucho y exhibirse constantemente ante el pueblo de su país largo y estrecho, Ajenatón muy rara vez salía de su nueva ciudad (no mostraba interés alguno en participar en las ocasionales campañas militares, por ejemplo) y todos sus hijos menores nacieron allí. Por tanto, fue en Amarna, en el año 12, donde ocurrió el acontecimiento más importante de su reinado. Un festival grande y único, el «durbar», reunió a una gran cantidad de embajadores y vasallos convocados de Nubia, Libia, las islas mediterráneas y Oriente Próximo. Hubo festines, congratulaciones, muchas horas pasadas de pie al sol, y se recibió una enorme cantidad de tributos que incluían caballos, carros, mujeres y oro. Era una época de peste en Oriente Próximo; por tanto, quizá no fuese una coincidencia que Tiya y las tres princesas más jóvenes muriesen poco después de la celebración.
Al cabo de un par de años, Nefertiti también murió, y fue enterrada en la tumba real de Amarna. También fue enterrada allí Kiya, la más notoria de las reinas del harén de Ajenatón y madre de varios de sus hijos, incluido Tutankamón. Con la súbita pérdida de casi todas sus parientes femeninas, Ajenatón necesitaba una consorte (una esposa real o teórica) que pudiese llevar a cabo los ritos femeninos que apoyarían su reinado. Resolvió el problema elevando al hijo de mayor edad que había tenido con Nefertiti, Semenejkara, a la posición de corregente, con Meritatón a su lado como Gran Reina. Ahora, Meritatón podía asumir los papeles religiosos y políticos desempeñados por Tiya, Nefertiti y Kiya. Ella lo hizo con suma facilidad; como Tiya, pero a diferencia de Nefertiti, su nombre fue mencionado en la correspondencia diplomática, y su fama se extendió por todo Oriente Próximo.
Ajenatón murió en el otoño del año 17 de su reinado, y fue sucedido, tal y como él había planeado, por su corregente Semenejkara, con Meritatón a su lado. Pero apenas Semenejkara había enterrado a su padre en la tumba de Amarna cuando él mismo murió también. Semenejkara fue sucedido por su medio hermano menor, Tutankamón, cuya elevación al trono fue apoyada por su medio hermana, la reina viuda Meritatón y su abuelo Ay. Meritatón enterró a su marido en su tumba en el Wadi real (el propio Valle de los Reyes de Amarna) y luego gobernó Egipto como regente en nombre del joven rey. Cuando Meritatón murió, aproximadamente dos años después de su marido, ella también recibió un entierro adecuado en Amarna. Tutankatón, que sólo tenía ocho años, se casó con su medio hermana (poco mayor que él) Anjesenpatón, la única princesa superviviente, y empezó a gobernar (en teoría) solo.
Por supuesto, un niño de ocho años no puede gobernar sin ayuda. Tutankamón heredó un grupo de consejeros que eran muy conscientes de los problemas que acosaban tanto a la monarquía como al país. Los más importantes entre los consejeros eran Ay y Maya, y los dos visires, Pentu y Usermont. Amenhotep-Huy era el virrey de Kush (Nubia), y su esposa, Taemwadjsi, la jefa del harén, y el generalísimo Horemheb era comandante en jefe del ejército. Horemheb es un personaje curiosamente opaco que consiguió la hazaña casi imposible de mantener un perfil relativamente discreto a lo largo del período de Amarna y al mismo tiempo conservar algo de autoridad. No sólo era un soldado de rango elevado, sino que era «sustituto del rey en todo el reino», y «Noble del Alto y Bajo Egipto», títulos que sugieren que era el heredero al que había designado Tutankamón. Si es correcta la interpretación literal de sus títulos, debió de ser una simple formalidad, ya que nadie podía esperar razonablemente que el joven Tutankamón muriese antes que Horemheb ni tampoco que muriese sin haber engendrado un hijo.
Tutankatón había nacido durante el reinado de Ajenatón. Pasó toda su breve vida en el interior de las fronteras de Amarna, donde había sido educado para que adorase a Atón a través de su propia familia. No conocía otra forma de existencia ni otro dios, pero sus consejeros sí, y ellos podían ver el daño que habían provocado las políticas de Ajenatón. Diecisiete años de realeza mirándose el ombligo habían dejado a Egipto débil y vulnerable, su política exterior hecha trizas y su economía interna corrompida. Con Semenejkara y Meritatón ya muertos y enterrados, era hora ya de iniciar una ruptura decisiva con el pasado. Tutankatón era lo bastante joven para poder convertirlo a las formas antiguas, ya probadas y consolidadas. Sería un monarca tradicional del Reino Nuevo; una combinación ideal de valiente guerrero, sabio administrador y sacerdote consciente. Recalcando su propia ortodoxia personal, devolviendo el maat al caos, sin identificar realmente a su padre Ajenatón como fuente de ese caos, el nuevo rey demostraría su valor y Egipto se vería renovado.
El nuevo rey inauguró una nueva era. Superficialmente, fue capaz de cumplir gran parte de lo que se proponía. Pero los veinte años de gobierno de Ajenatón no podían olvidarse fácilmente. La influencia insistente de Amarna se detecta de una manera más obvia en el arte oficial, que conserva muchos de los rasgos de Amarna, pero también hay una sutil alteración en las relaciones entre el rey, los dioses y la gente, que se refleja en el arte funerario de las élites, donde el entronizado dios Osiris ahora desplaza al rey en las escenas que decoran las paredes.
La disolución de los templos del Estado por parte de Ajenatón había golpeado el corazón de la prosperidad de Egipto. Los templos tradicionales manejaban una amplia gama de asuntos, que incluían tierras, barcos, canteras y trabajo campesino. Efectivamente, y con poco escándalo, habían servido como mecanismos de producción, almacenamiento y distribución, sus sacerdotes actuaban como contables altamente cualificados, y sus almacenes llenos de grano eran una especie de banco estatal al que se podía recurrir en una crisis. Tutankatón recibiría el mérito de restablecer los dioses tradicionales del Estado, abriendo de nuevo sus templos, volviendo a dedicar sus estatuas y restableciendo sus sacerdocios. Como primer paso en el largo camino del politeísmo se cambió el nombre a Tutankamón (Imagen Viva de Amón), gobernador del sur de Heliópolis [Tebas], mientras su consorte Anjesenpatón se convirtió en Anjesenamón (Ella Vive por Amón).
Maya, ahora jefe del tesoro, se embarcó en una campaña para recaudar impuestos. Visitando los templos más importantes desde el Delta a Asuán, se aseguró de que los recursos que se habían derivado al culto de Atón fueran recibidos ahora por el Estado. Empezó la demolición de los edificios de piedra de Ajenatón tanto en Tebas como en Amarna (los bloques se reutilizaron ahorrativamente en las propias obras de construcción de Tutankamón) y asumió la responsabilidad de la restauración de los monumentos de Amón saqueados. Los picapedreros tebanos cogieron sus cinceles y se añadió la imagen de Tutankamón al tercer pylon (puerta de entrada) del templo de Karnak; completando aquel pylon, iniciado originalmente por Amenhotep III, Tutankamón pudo hacer una afirmación pública de su relación con uno de los reyes más gloriosos de Egipto. Por razones similares, Tutankamón completó y decoró la columnata de entrada de Amenhotep en el templo de Luxor. En Karnak de nuevo, se creó una avenida de esfinges con cabeza de carnero que iba entre el décimo pylon y el templo de Mut, y las esfinges se reciclaron hábilmente a partir de las esfinges que se habían hecho originalmente para los templos de Ajenatón en Karnak. Tutankamón fue representado en forma colosal (o bien como sí mismo o como un dios que llevaba su rostro) en los templos de Karnak y Luxor, y en su propio templo conmemorativo, que se estaba construyendo en la orilla occidental. Las escenas de Tutankamón dirigiéndose en su carro hacia la batalla con enemigos asiáticos, y haciendo campaña contra los nubios, decoraban los muros de su templo conmemorativo; es discutible si esas escenas se deben interpretar literalmente o no. Mientras tanto, escondida en el Valle Occidental, se estaba excavando su tumba. Como «Capataz de Obras en el Lugar de la Eternidad» y «Capataz de Obras en Occidente», el multititulado Maya probablemente asumió también esa responsabilidad.
Similares restauraciones y mejoras ocurrieron por todo Egipto, aunque tristemente no hay pruebas de ello. Menfis, cuyo estatus como capital administrativa de Egipto se ve atestiguado por un marcado incremento en el número de tumbas pertenecientes a burócratas, tiene un par de dinteles que llevan inscrito el nombre de Tutankamón. Murió un buey Apis y, por tercera vez, se le dio un entierro pleno y formal en Saqqara. Otras informaciones son más nebulosas: hay referencias a una «casa de reposo» construida por Tutankamón junto a la Gran Esfinge, y el funcionario del norte, Maya, menciona una misteriosa «Casa de Nebjeperura [Tutankamón]». Nubia se benefició de importantes reconstrucciones de templos en Kawa y en el templo de Soleb de Amenhotep III, y Amenhotep-Huy elevó un nuevo templo en Faras, en la Baja Nubia.
Una serie de objetos recuperados de Amarna (anillos de porcelana y un bloque que muestra a Tutankamón, mientras era todavía Tutankatón, haciendo ofrendas a Amón y Tut) atestiguan los inicios de su reinado en Amarna. Las obras abandonadas en el Wadi real quizá fueran el principio de su tumba original. Sin embargo, Amarna no era un buen sitio para una capital; era remoto y estaba demasiado asociado con el culto a Atón. Al cabo de cuatro años de su subida al trono, los consejeros de Tutankamón habían tomado una decisión importante. Tebas serviría una vez más como capital religiosa de Egipto, mientras que la administración tendría su base en Menfis. Inicialmente se dejó en Amarna una población significativa, pero cuando quedó claro que la corte no volvería nunca, el número fue menguando, y la ciudad de ladrillo se fue desmoronando. Sólo sobrevivió el pueblecito de los trabajadores, que se ocupó e incluso se expandió antes de ser abandonado durante el reinado de Horemheb.
Abandonar Amarna significaba abandonar los cementerios de Amarna. La mayor parte de las tumbas de la élite de Amarna quedaron sin concluir, y parece que sólo una, la tumba de Huya, administrador de Tiya, fue usada realmente. Sin embargo, el Wadi real sí que fue usado, y la tumba real, más quizá las tumbas vecinas usadas para Semenejkara y Meritatón y las princesas menores, albergaban a un número importante de familiares de la extensa familia de Tutankamón, y sus valiosos ajuares funerarios. Todo el mundo sabía lo que significaba aquello. El Wadi debía ser custodiado día y noche, y aun así, no había garantía de que no sería saqueado. ¿Quién iba a guardar a los guardianes? Las cosas llegaron a una crisis cuando se rompió la seguridad de la tumba, se robaron algunos objetos, se rompieron sarcófagos, pintarrajearon las paredes de la tumba y algunas momias sufrieron daños. Se tomó la decisión de trasladar los restos reales a la seguridad del Valle de los Reyes lo más rápidamente posible. Maya, en su papel de supervisor de las obras del Valle de los Reyes, probablemente asumió la responsabilidad de llevarlo a cabo.
Las tumbas reales de Amarna fueron abiertas de nuevo y su contenido, incluyendo los restos de Tiya, Ajenatón, Nefertiti, Kiya, Semenejkara, Meritatón, Meketatón, el marido de Meketatón (¿un hermano menor de Semenejkara?) y las tres princesas más jóvenes, fue transferido a unos talleres de la necrópolis tebana, siendo uno de ellos la inacabada tumba privada KV 55. Los dos depósitos del Reino Nuevo, creados durante el Tercer Período Intermedio, sugieren que los enterramientos de Amarna fueron despojados inmediatamente de sus objetos de valor. Éstos habrían sido una contribución valiosa a los cofres de Tutankamón y, en algunos casos, a sus propios preparativos funerarios. Las momias fueron trasladadas entonces a unos lugares de descanso más adecuados, y algunas de ellas acabaron en los dos depósitos del Reino Nuevo. Se volvió a sepultar a Tiya, así como a Semenejkara (aunque en el ataúd «restaurado» de Kiya), y durante un tiempo ambos yacieron uno junto al otro en la KV 55. Luego, al principio del reinado de Ay, la tumba fue abierta de nuevo, se saquearon de nuevo los bienes funerarios y Tiya (hermana de Ay) recibió un entierro más apropiado junto a su marido, en el Valle Occidental. Su capilla, muy voluminosa y difícil de trasladar incluso desmantelada, sencillamente se dejó abandonada en la KV 55. Semenejkara (que quizá se pensara que era Ajenatón) recibió una farsa de enterramiento real con los objetos sobrantes que nadie quería. Se volvió a sellar su tumba y poco después ésta quedó oculta bajo una capa de restos de la inundación. Como Ay estaba muerto y no quedaba nadie que llorase a la corte de Amarna, sencillamente se olvidaron de ellos.
Tutankamón y Anjesenamón no tuvieron ningún hijo vivo. Eso no suponía un problema grave; el rey era todavía joven y tenía un harén lleno de hermosas mujeres para tentarlo. Sin embargo, se convirtió en un problema cuando Tutankamón murió inesperadamente en un accidente de caza en el año 10 de su reinado. La tradición funeraria dictaba que Tutankamón debía ser enterrado por su sucesor, ya que «quien entierra, hereda». Eso no sólo procuraría a Tutankamón la mejor vida eterna posible, sino que demostraría a los dioses y al pueblo que su sucesor realmente estaba facultado para subir al trono. Pero su heredero designado, Horemheb, estaba ausente, llevando a cabo una infructuosa campaña en Oriente Próximo. Bajo esas circunstancias altamente inusuales, se podría haber esperado que Anjesenamón, la descendiente más importante de Ajenatón que quedaba con vida, hija de un rey y esposa de un rey, diese un paso al frente. Este hecho no carecía de precedentes: en la 12.a dinastía, Sobeknofru gobernó como faraón femenino en unas circunstancias similares, y su reinado fue aceptado por todos. Por el contrario, encontramos a Anjesenamón escribiendo al rey de los hititas y pidiéndole un hijo para que se convierta en su marido. Al menos esto sugiere un retraso atípico entre la muerte de Tutankamón y su entierro: un retraso que permitió a Anjesenamón esperar una respuesta, recibir al enviado hitita, devolverlo a casa y esperar a su novio. Un retraso que presumiblemente concedió a Horemheb tiempo más que suficiente para volver a casa. Ya no volveremos a ver a Anjesenamón.
Los ministros de Tutankamón establecieron la sucesión a su propia satisfacción. El anciano Ay (un candidato de compromiso) enterró a su nieto en su propia tumba, un gesto piadoso que aseguraba que Tutankamón estuviese adecuadamente provisto, mientras permitía al propio Ay apoderarse de la tumba de Tutankamón, mucho más grande. Las dos hijas nacidas muertas a Anjesenamón fueron enterradas con su padre, para que lo ayudasen y protegiesen toda la eternidad. Cuatro años después de su subida al trono, Ay murió también y fue enterrado en la tumba destinada originalmente a Tutankamón. Como su heredero, su hijo o nieto Najtmin, había muerto antes que él, fue sucedido por el generalísimo Horemheb. Horemheb borró el nombre de Tutankamón de la Estela de la Restauración (el manifiesto de Tutankamón) e insertó el suyo propio en su lugar. La Edad de Amarna había concluido de verdad.