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Descubrimiento

También hay en esta ciudad [Tebas], según dicen, notables tumbas de los primeros reyes… Ahora los sacerdotes dicen que en sus registros encuentran cuarenta y siete tumbas de reyes, pero en el tiempo de Ptolomeo, hijo de Lagos [Ptolomeo I], dicen, sólo quedaban quince, ya que la mayoría de ellas habían sido destruidas en la época en que nosotros las visitamos…

DIODORO SÍCULO[17]

A medida que la época dinástica acababa y la religión oficial de Egipto iba pasando del paganismo a la cristiandad, y luego de la cristiandad al islam, las tumbas del Valle de los Reyes quedaron abiertas y sin protección. Algunas sencillamente se perdieron; otras alcanzaron una segunda vida como capillas u hogares, o se volvieron a usar como tumbas. Se recordaba vagamente que el Valle había sido en tiempos un cementerio real, y eso se reflejaba en su nombre, Biban el-Moluk, o «Valle de las Puertas de los Reyes». Pero nadie sabía cuántas tumbas había allí, y como se había perdido todo conocimiento de la escritura jeroglífica, nadie sabía quién estaba enterrado en ellas.

En 1707, un decidido misionero jesuita, Claude Sicard, viajó a la pequeña e insignificante aldea de Luxor y se convirtió en el primer europeo en reconocer y registrar la verdadera naturaleza del Valle y sus tumbas:

Esos sepulcros de Tebas forman túneles en el interior de la roca y son de una asombrosa profundidad. Salas, habitaciones, todo está pintado de arriba abajo. La variedad de colores, que están casi tan frescos como el día en que se pintaron, produce un efecto admirable. Hay tantos jeroglíficos como animales y objetos representados, cosa que nos hace suponer que allí se encuentra la historia de las vidas, virtudes, actos, combates y victorias de los príncipes que allí se hallan enterrados, pero nos resulta imposible descifrarlos por ahora.[18]

Otros siguieron pronto. En 1743, la Descripción de Oriente y algunos otros países del reverendo Richard Pococke fascinó a sus lectores, proporcionando un mapa bastante erróneo de las tumbas, que frustraría a los arqueólogos durante los años venideros:

El valle donde se encuentran esas grutas puede tener unas cien yardas de ancho. Hay señales de unas dieciocho. Sin embargo, hay que observar que Diodoro dice que sólo quedaban diecisiete en la época de los Ptolomeos, y yo he encontrado las entradas de ese número más o menos, la mayor parte de las cuales estaban destruidas en su tiempo, y ahora sólo quedan nueve en las que se pueda entrar. Las colinas a cada lado son rocas empinadas, y todo el lugar se halla cubierto por áridas piedras que parecen haber caído desde ellas. Las grutas están excavadas en la roca de la manera más hermosa, formando largas habitaciones o galerías bajo las montañas… Las galerías son casi todas de unos diez pies de ancho y de alto; cuatro o cinco de esas galerías, una dentro de otra, de treinta a cincuenta pies de largo, y de diez a quince pies de alto, generalmente conducen a una sala espaciosa en la cual se ve la tumba del rey, con su figura tallada en relieve en la tapa, como vi en una de ellas. En la habitación más alejada de otra, la imagen del rey está pintada en la piedra a tamaño natural; ambos lados y los techos de las habitaciones tienen tallados jeroglíficos con aves y animales, y algunos de ellos están pintados, tan frescos como si los hubieran acabado de pintar, aunque deben de tener más de dos mil años de antigüedad…[19]

En 1798, la Comisión de Napoleón (un grupo de científicos, historiadores y artistas encargados de registrar el Egipto antiguo y moderno) llegó a contar solamente once tumbas en el valle principal, más una en el Valle Occidental. La publicación de su investigación, como parte de la Description de l’Égypte (1809-1829), coincidió con la culminación del trabajo de Jean-François Champollion, que descifró la escritura jeroglífica. De repente, los estudiosos podían leer los textos que decoraban los muros de tumbas y templos, mientras los textos mismos por primera vez estaban disponibles para los eruditos menos viajeros, a través de las láminas de la Description. Cuando se descifraron sus listas de reyes, la historia perdida de Egipto fue restaurada y la egiptología se convirtió en un tema adecuado y respetable para el estudio académico. Los museos que antes contemplaban los artefactos egipcios como callejones sin salida, bellos pero sin sentido —a diferencia de los objetos griegos y romanos, que siempre habían sido reconocidos como bellos y relevantes para el desarrollo de la civilización occidental—, ahora se mostraban cada vez más interesados por adquirirlos.

Exploradores y cazadores de tesoros acudieron al Valle. Esos primeros egiptólogos no tenían ni idea de que las momias reales ya habían sido retiradas de sus tumbas, y su esperanza era siempre encontrar un enterramiento real intacto. Su curiosidad no era puramente académica: se habían recuperado los suficientes enterramientos no reales como para sugerir que una tumba real podía estar repleta de tesoros que se podrían vender con grandes beneficios al creciente número de coleccionistas privados e institucionales de Occidente. Encontrar las tumbas reales, de hecho, no era demasiado difícil: desde 1816-1817, el antiguo forzudo de circo Giovanni Battista Belzoni había usado sus conocimientos prácticos de ingeniería para localizar ocho, incluyendo la tumba de Ay. Pero aunque estas tumbas contaban con algunos objetos ocasionalmente, ninguna de ellas estaba intacta.

Los reyes perdidos no fueron encontrados hasta la década de 1870, cuando Ahmed el-Rassul, miembro de una notable familia de ladrones de tumbas, descubrió la entrada oculta de la tumba del sumo sacerdote Pinodjem II. Como ya hemos visto, esta tumba albergaba no sólo los enterramientos familiares de Pinodjem, del Tercer Período Intermedio, sino un depósito completamente separado de momias reales del Reino Nuevo. Como las momias reales ya habían sido despojadas de todo objeto de valor, los hermanos de el-Rassul se concentraron en el ajuar funerario de la familia de Pinodjem. Vendieron una serie de papiros ilustrados, vasijas de bronce, figurillas y al menos una momia antes de que sus tratos atrajesen la atención del Servicio de Antigüedades. El 6 de julio de 1881, los el-Rassul revelaron la localización de la tumba y bajaron a Émile Brugsch, representante del Museo de El Cairo, por el pozo. Para su asombro, descubrió una cámara repleta de momias en sus ataúdes y etiquetadas, incluyendo a los reyes de la 18.a dinastía Ahmosis, Amenhotep I, Tutmosis I (una momia muy polémica), Tutmosis II y Tutmosis III. Una segunda cámara conducía a los enterramientos recién saqueados de la familia Pinodjem.

Mientras tanto, el egiptólogo francés Victor Loret había empezado a excavar el Valle de los Reyes. Descubriría dieciséis tumbas, pero su descubrimiento más importante, en 1898, fue la tumba de Amenhotep II (KV 35). Yaciendo en el pasadizo de la tumba encontró una momia masculina anónima unida al modelo de un barco. Dentro de la Cámara de Enterramiento encontró al propio rey, despojado de todos los objetos de valor y vuelto a vendar, pero yaciendo en su sarcófago original de cuarcita. Una cámara lateral sellada contenía tres momias del Reino Nuevo sin vendas, sin ataúd y sin etiqueta, yaciendo una junto a la otra, cada una de ellas con un agujero en la cabeza y el abdomen dañado, mientras que en una segunda cámara se encontraban nueve ataúdes sencillos que llevaban escritos los nombres reales, incluyendo los de la 18.a dinastía Tutmosis IV y Amenhotep III.

En el transcurso de sólo diecisiete años, casi todos los reyes de la 18.a dinastía habían sido descubiertos de nuevo. Todavía faltaban Hatsepsut, Ajenatón, Semenejkara, Tutankamón, Ay y Horemheb. Ay, sin embargo, tenía una tumba abierta en el Valle Occidental, mientras que Ajenatón tenía también una tumba abierta en Amarna. La tumba saqueada de Hatsepsut sería identificada en 1903 (KV 20); la de Horemheb, también saqueada, en 1908 (KV 57). En 1910, sólo Semenejkara y Tutankamón carecían tanto de momia como de tumba. Los excavadores que buscaban una tumba real intacta de la 18.a dinastía en realidad estaban buscando a esos dos personajes relativamente desconocidos.

Los reyes ramésidas de la 19.a dinastía eran unos arribistas —pertenecientes a una familia militar del norte— que, para justificar su derecho a gobernar, ponían un énfasis constante en sus nexos con los primeros reyes egipcios. Los templos que los reyes Seti I y Ramsés II, nacidos plebeyos, construyeron en Abidos, por tanto, incluían una Lista de Reyes: linajes de «antepasados» faraones inscritos en orden cronológico. Esas listas omitían a Ajenatón, Semenejkara, Tutankamón y Ay, pasando directamente del muy respetado Amenhotep III al igualmente respetado Horemheb. Excluidos de la historia oficial de Egipto, Ajenatón y sus sucesores inmediatos se convirtieron en no-reyes: sus reinados, que completaron en total treinta años, no habían ocurrido nunca oficialmente. Los observadores modernos encuentran difícil de aceptar esa flagrante falsificación de la historia. Para un pueblo que creía que la palabra escrita podía tener propiedades mágicas, sin embargo, resultaba totalmente aceptable. La historia podía y debía ser corregida para reflejar los acontecimientos tal y como tenían que haber sido.

Afortunadamente, los reyes que faltaban habían dejado suficientes pruebas textuales y arqueológicas para confirmar la existencia del «período de Amarna», el período en el cual Egipto fue gobernado desde la ciudad de Amarna, y los egiptólogos en general están de acuerdo en que los reinados omitidos encajaban en la 18.a dinastía como sigue:

La secuencia exacta de acontecimientos que rodearon la muerte de Ajenatón, sin embargo, era nebulosa, y la relación entre Ajenatón, Semenejkara y Tutankamón incierta, aunque la sucesión tras la muerte de Tutankamón quedó perfectamente clara. Como sucesor inmediato suyo, se cree generalmente que Semenejkara era hijo de Ajenatón. El egiptólogo Percy Newberry, influido por el florido estilo artístico de Amarna, sacó una conclusión muy distinta. Describe una estela de caliza con el extremo redondeado, un objeto votivo dedicado al soldado Pasi, tallado con una imagen de dos reyes sentados uno junto al otro en un diván. Uno de los reyes ostenta la doble corona del Alto y Bajo Egipto, el otro lleva la corona azul:

Los dos personajes representados son indudablemente Ajenatón y su corregente Semenejkara [sic]. La estrecha relación entre el faraón y el muchacho que aparece representado en la escena de la estela recuerdan la relación entre el emperador Adriano y el joven Antinoo.[20]

De hecho, Newberry estaba dejando que su imaginación se desbordara. No es posible determinar quiénes son los dos «reyes», ya que los cartuchos que podían haber incluido sus nombres están vacíos. Aunque casi todo el mundo está de acuerdo en que uno de ellos es Ajenatón, el otro ha sido identificado como Semenejkara, Nefertiti o Amenhotep III. Sea cual sea su relación, Semenejkara estaba asociado estrechamente con Ajenatón como corregente suyo. Como Ajenatón, gobernó y murió en Amarna, y aunque se le menciona ocasionalmente fuera de aquella ciudad, casi con toda seguridad fue enterrado en la tumba real de Amarna. Por tanto, es altamente improbable que su tumba se descubriera en Tebas.

En 1917, el reverendo James Baikie, autor de muchos libros populares sobre Egipto y Oriente Próximo, escribiendo para lectores no especializados, contaba todo lo que se sabía de Semenejkara y Tutankamón:

[Ajenatón]… Aunque tuvo seis hijas, no tenía ningún hijo que le sucediera. En realidad había casado a algunas de sus hijas con nobles poderosos, y hacia el final de su reinado se asoció en el trono con el marido de Mery-atón, su hija mayor, un noble llamado Semenjara [sic]…

Su sucesor, Semenjara, disfrutó del poder sólo durante un breve tiempo, y prácticamente no se sabe nada de su reinado. A su vez le sucedió Tutankamón, que se había casado con la tercera hija de Ajenatón, Anj-s-en-pa-atón…

Parece que Tutankamón hizo algún intento de recuperar la antigua influencia en Siria, pero no se conoce ningún detalle de los esfuerzos que difícilmente podían tener éxito. La gran dinastía decimoctava llegó lamentablemente a su fin en la persona del Divino Padre Ay…[21]

Cinco años después, E. Wallis Budge, conservador de Egiptología del British Museum, fue capaz de resumir la vida y reinado de Tutankamón en sólo seis frases:

Nuestro conocimiento de la vida y tiempos de este rey es escaso. Su reinado no pudo durar más de seis años, pero es extremadamente importante ya que muestra que durante su reinado, la famosa herejía de los adoradores del disco llegó a su fin. Se casó con una hija de Amenhotep IV, ahora más conocido quizá como Ajenatón… Tutankamón accedió al trono de Egipto a través de su matrimonio con la hija de Amenhotep IV, pero muy pronto, después de empezar a reinar, vio que el culto de Atón estaba condenado y enseguida eliminó el nombre de Atón de su propio nombre y del de su mujer, y trasladó su capital de Tall-al-Amarnah de vuelta a Tebas. Allí de inmediato procedió a deshacer el mal que su suegro había perpetrado en la ciudad. En poco tiempo, la ciudad de Ajuenaten (Tall-al-Amarnah) quedó desierta de sus habitantes y en ruinas, y Tutankamón estableció en Egipto el viejo culto de Amón con una base mucho más firme que antes, si cabe.[22]

Se creía que Tutankamón era el yerno de Ajenatón. Sin embargo, aunque vivía en Amarna, muchos de sus monumentos y textos se descubrieron en Tebas. Hubo un puñado de hallazgos en Menfis, Abidos y Gurob, y su nombre incluso se mencionó fuera de Egipto, en Nubia y Palestina. Tutankamón, a diferencia de Semenejkara, no era un rey puro de Amarna. La «Estela de la Restauración» (una losa de piedra grande tallada, erigida originalmente para que se irguiera ante el tercer Pylon o puerta exterior del templo de Karnak) confirmaba este hecho. Sus treinta líneas de texto contaban que Tutankamón trabajó para devolver Egipto a sus dioses tradicionales, después de las tribulaciones del período de Amarna:

El buen gobernante, que hace cosas beneficiosas para su Padre y para todos los dioses, hizo que lo que estaba en ruinas floreciese como monumento a la edad eterna; suprimió los errores en las Dos Tierras; se estableció la verdad, [él hizo] que la falsedad sea la abominación de la tierra… Ahora, cuando Su Majestad se alzó como rey, los templos de los dioses y diosas, empezando desde la Elefantina hasta las marismas del Delta, cayeron en el abandono, sus santuarios cayeron en la desolación y se convirtieron en ruinas cubiertas de hierbas, sus santuarios parecía que no hubiesen existido nunca, sus salas no eran más que un camino hollado. La tierra estaba confusa, los dioses abandonaron esta tierra. Si se enviaba un [¿ejército?] a Djahy para ampliar las fronteras de Egipto, éste no encontraba éxito alguno, si alguien rezaba a un dios para pedirle cosas, [en modo alguno] las obtenía. Si uno hacía súplicas a una diosa igualmente, en modo alguno las obtenía. Sus corazones eran débiles (por la ira); destruyeron lo que se había hecho.

Después de algunos días de que hubiese pasado esto, [Su Majestad apareció] en el trono de su padre, gobernó los países de Horus, la Tierra Negra y la Tierra Roja estaban bajo su dominio, y toda la tierra obedecía a su voluntad. He aquí que Su Majestad estaba en su palacio… Luego Su Majestad pidió el consejo de su corazón, buscando todas las ocasiones excelentes, buscando lo que era beneficioso para su padre Amón… Y Su Majestad hizo monumentos para los dioses, [moldeó] sus estatuas con oro fino, el mejor de las tierras extranjeras, construyó de nuevo sus santuarios como monumentos a la edad eterna, fueron dotados con propiedades para siempre, estableció para ellos dones divinos como duradero sacrificio diario, y les proporcionó ofrendas de comida sobre la tierra. Él añadió más a lo que ya estaba en los tiempos antiguos, [sobrepasó] lo hecho desde el tiempo de los antepasados, invistió a sacerdotes y profetas, hijos de los nobles de sus ciudades, cada uno de ellos hijo de un hombre notable, y cuyo nombre es conocido; él multiplicó su [¿riqueza?] con oro, plata, bronce y cobre, sin límite de [¿cosas?], él llenó sus almacenes con esclavos, hombres y mujeres, fruto del saqueo de Su Majestad. Todas las [¿posesiones?] de los templos se redoblaron, triplicaron y cuadruplicaron con plata, oro, lapislázuli, turquesa, todo tipo de gemas raras y costosas, tejidos reales, ropa blanca, lino fino, aceite de oliva…[23]

Era muy improbable que este autoproclamado tradicionalista hubiese sido enterrado en algún otro lugar que no fuese el Valle de los Reyes o en el Valle Occidental. La conclusión lógica era que Tutankamón de alguna manera había eludido la extracción por parte de los renovadores de la necrópolis, y todavía descansaba en su tumba tebana. Pero ¿dónde se encontraba su tumba?

Había multitud de egiptólogos ansiosos de buscar al rey perdido, pero las normas del Servicio de Antigüedades, destinadas a proteger la herencia de Egipto del saqueo puro y duro, estipulaban que sólo a uno se le permitiría trabajar en el Valle cada vez. Theodore Monroe Davis, un abogado norteamericano retirado y extremadamente rico, espoleado por la ardiente obsesión por encontrar una tumba real intacta, fue el elegido. Había conseguido la concesión del codiciado Valle en 1902, y la retendría durante doce años. Esa elección bastante curiosa de excavador cuadra perfectamente cuando se considera lo práctico del acuerdo. Davis, que no tenía ni la habilidad ni la inclinación para excavar solo, pagó las excavaciones del Servicio de Antigüedades dirigidas por tres inspectores sucesivos, altamente competentes: primero Carter, luego James Quibell y finalmente Arthur Weigall.

Quibell estaba financiado por Davis cuando, el 5 de febrero de 1905, descubrió la tumba más intacta del Valle hasta la fecha. La KV 46 albergaba el doble enterramiento de Yuya y Tuya, suegros de Amenhotep III. Su tumba se había tallado en la rama sudoriental del valle principal. Un agujero del tamaño de un hombre en la puerta bloqueada indicaba que el enterramiento había sido forzado en la Antigüedad, pero Yuya y Tuya todavía yacían en su tumba sin decorar, rodeados por una cantidad considerable de artículos funerarios. Davis apenas pudo contener su emoción al entrar en la cámara funeraria con el anciano Gaston Maspero, director general del Servicio de Antigüedades Egipcio, y con Weigall, sucesor de Quibell como inspector:

Aunque no teníamos otra cosa que nuestras manos desnudas, conseguimos quitar las capas superiores de piedras, y luego el señor Maspero y yo metimos la cabeza y unas velas en la cámara, cosa que nos permitió echar un vistazo al oro brillante que cubría algunos de los muebles, aunque no pudimos identificarlos. Eso nos estimuló a realizar la entrada sin abrir más la abertura. Yo conseguí atravesar la pared y me encontré dentro de la cámara sepulcral. Con considerables dificultades ayudé al señor Maspero a pasar a salvo por la obstrucción, y luego hizo su entrada el señor Weigall. La cámara estaba tan oscura como se pueda imaginar, y hacía un enorme calor… Levantamos las velas, pero daban muy poca luz, de modo que deslumbraron nuestros ojos y apenas pudimos ver nada más que el brillo del oro.

Cuando Davis se inclinó hacia delante para leer el nombre del ocupante de la tumba, «Iouiya» (o Yuya), el triunfo casi se convirtió en desastre:

El señor Maspero gritó: «¡Tenga cuidado!», y me apartó las manos. Al momento nos dimos cuenta de que si mi vela hubiese tocado el bitumen, cosa que estuvo peligrosamente a punto de pasar, el ataúd habría ardido en llamas. Como todo el contenido de la tumba era inflamable, y justo enfrente del ataúd se encontraba un corredor que llevaba al aire libre y se producía una corriente de aire, sin duda habríamos perdido la vida, ya que la única vía de escape era por el corredor, y habríamos tenido que trepar por encima del muro de piedra que tapiaba la puerta. Eso habría retardado nuestra salida al menos diez minutos.[24]

Weigall, que era un comentarista mucho más fluido, se quedó igualmente aterrado por la enormidad de la situación:

Imagínese que entra en una casa cerrada para el verano: imagínese la habitación sofocante, el aspecto rígido y silencioso de los muebles, la sensación de que algunos ocupantes fantasmales de las sillas vacantes acaban de ser molestados, el deseo de abrir las ventanas para dejar que la vida entre en la habitación una vez más. Ésa fue quizá la primera sensación que tuvimos, y nos quedamos realmente anonadados, y miramos a nuestro alrededor las reliquias de una vida que había ocurrido hacía más de tres mil años, todo lo cual era tan nuevo casi como cuando adornaban el palacio del príncipe Yuya. Tres butacas fueron quizá los primeros objetos que llamaron nuestra atención: hermosas sillas de madera tallada, decoradas con oro. A una de ellas pertenecía una almohada hecha de plumón y cubierta de lino. Estaba tan perfectamente conservada que uno podía haberse sentado sobre ella o ponerla en una silla u otra sin que hubiese sufrido daño. Había jarrones de alabastro fino, y en uno de ellos nos sorprendió mucho encontrar un líquido como miel o jarabe, todavía no solidificado por el tiempo. En diversas partes de la habitación se encontraban algunas cajas de exquisita factura, descansando sobre delicadas patas labradas. Entonces el ojo se dirigió a un baúl de mimbre con sus bandejas y particiones, y con pequeñas aperturas de ventilación, ya que sus aromas sin duda serían fuertes. Se veían dos lechos muy cómodos, equipados con jergones de cuerdas mullidas y decorados con encantadores diseños dorados. En la esquina más alejada, colocado encima de un cierto número de jarras blancas, se encontraba el carro ligero que Yuya poseyó en vida. En todos lados se veían objetos brillantes de oro sin empañar por una sola mota de polvo, y uno miraba de un objeto a otro con la sensación de que la concepción humana del tiempo estaba equivocada. Ésas eran cosas de ayer, de hace un año más o menos…[25]

La noticia del espectacular descubrimiento se hizo pública, y como un anticipo de lo que ocurriría más tarde, el trabajo de Weigall (el registro oficial de los contenidos de la tumba) se vio interrumpido aquella tarde por un montón de visitantes titulados que incluían al duque de Connaught, el duque de Devonshire y el príncipe heredero de Noruega. Al día siguiente, la emperatriz Eugenia, viuda de Napoleón III, llegó a hacer una visita privada. A pesar de esas interrupciones, la tumba se vació en sólo diez días. Aunque Maspero ofreció a Davis una parte de los objetos, Davis no hizo reclamación alguna prefiriendo mantener el conjunto intacto. Hoy en día, Yuya y Tuya y sus objetos funerarios se exhiben en el Museo de El Cairo. Durante los tumultos que acabaron con el régimen de Mubarak, a principios de 2011, resultaron dañados algunos objetos de su ajuar funerario, y otros se dice que fueron robados. Mientras escribo, las autoridades del Museo están recuperando poco a poco todos los objetos.

Yuya y Tuya venían de la ciudad de Ajmim, en el Egipto Medio. Aunque no eran de sangre real, tenían lazos muy íntimos con la familia real. Entre su retahíla de impresionantes títulos, Yuya era «Padre de Dios», un título traducido a menudo como «suegro del rey».[26] Que en realidad era padre de Tiya, consorte de Amenhotep III, lo confirma el escarabeo ceremonial, publicado durante el año de reinado 1 o 2:

Amenhotep, gobernador de Tebas, que se le dé vida, y la principal esposa del rey, Tiya, que viva. El nombre de su padre es Yuya, y el nombre de su madre Tuya; ella es la esposa de un rey poderoso…

Resulta interesante que, mientras Tuya repetidamente usa el título de «Madre real de la principal esposa del rey» en su ajuar funerario, Yuya no hace absolutamente ninguna referencia a su hija. Si no fuera por el escarabeo ceremonial podríamos pensar, erróneamente, que Tiya era hija de un primer marido de Tuya (que no existió). El hecho de que el hermano de Tiya, Anen, tampoco mencione el hecho, nada trivial, de que su hermana es reina de Egipto, sugiere que los hombres no consideraban adecuado alardear de las relaciones de los miembros femeninos de su familia con el rey. Esto tiene implicaciones de largo alcance para comprender a la familia de Tutankamón. Nunca podemos suponer que, porque un individuo no reivindique una relación con el rey, no exista tal relación.

Mientras trabajaba en íntima asociación con los inspectores del Servicio de Antigüedades, el trabajo de campo de Davis, aunque horriblemente apresurado según los estándares modernos, fue aceptable. Pero a finales de 1905 el desbordado Weigall decidió dejar de excavar para Davis, y le animó a contratar al egiptólogo Edward Ayrton, que iba por libre, para que excavara en su lugar. Weigall seguiría inspeccionando el trabajo de Davis y se haría cargo de cualquier hallazgo importante, pero mientras tanto, como no estaría en las excavaciones cada día, se vería libre para atender sus otros muchos deberes.

Probablemente Ayrton fuese un arqueólogo competente: había estudiado con el reconocido experto en trabajos de campo Flinders Petrie y, por tanto, debería haber sabido cómo llevar a cabo correctamente una excavación. Pero como sólo tenía veintidós años y carecía de autoridad real, encontró imposible resistirse a la exigencia de su millonario patrón de obtener rápidos resultados a expensas de la precisión, la conservación y el registro científicos. Por tanto resultó muy desafortunado que, el 6 de enero de 1907, el nuevo equipo de Davis tropezara con un depósito excepcionalmente complejo de la 18.a dinastía en la tumba KV 55.[27] Hoy en día se cree que la KV 55 podría haber proporcionado la clave para desentrañar las complejidades de la familia real de Amarna. Para Davis, sin embargo, era otra tumba decepcionante que había que despejar como parte de su búsqueda incesante de un enterramiento real intacto.

Nadie pudo hacer nada para evitar que Davis desmantelase y en esencia destruyese aquel enterramiento. Hacia el 28 de enero la KV 55 fue identificada erróneamente como tumba de la reina Tiya, madre de Ajenatón. Fue fotografiada (hasta un punto muy limitado) y vaciada sin seguir plan alguno; la ecléctica mezcla de artículos funerarios fue empaquetada en cajas («todo lo que hay que trasladar está fuera de la tumba»), y enviado en un vapor al Museo de El Cairo. No todos los objetos de aquella tumba acabaron en El Cairo, sin embargo. La KV 55 sufrió un robo inmediatamente después de su descubrimiento, y los comerciantes de Luxor pronto hicieron un rápido negocio con pequeñas antigüedades que llevaban el nombre de Ajenatón. Howard Carter pudo ayudar a Davis a seguir la pista y recuperar algunas de las piezas, pero como su procedencia ya estaba en entredicho, se excluyeron del «catálogo oficial de objetos descubiertos» recopilados por Georges Daressy. Esas piezas viajaron a Estados Unidos como parte de la colección privada de Davis; al final se vendió todo en subasta y se dispersó.[28] Los objetos que conservó Davis, o que se le entregaron como regalo, también quedaron excluidos del catálogo oficial, así como algunos objetos que simplemente fueron observados por los presentes en la apertura de la tumba, pero que no se han vuelto a ver desde entonces; es muy posible que también fuesen robados y no se recuperaron nunca.

Ayrton se ahogó en un accidente de caza en Ceilán en 1914, y por tanto no pudo contribuir al debate que se llevó a cabo sobre su hallazgo más importante. Nunca publicó un informe arqueológico completo, y ahora se ha perdido. Se cree que el informe que publicó Davis en 1910 es deplorablemente inexacto. Como explicó Weigall, con un comprensible deje de amargura:

Mi Davis pagó por la publicación del volumen anual, y todos nosotros nos unimos para concederle el honor y la gloria de los descubrimientos, porque el trabajo merecía obtener todos los aplausos, a pesar del hecho de que su promotor fuese un aficionado, y que hubiese que tener el mayor de los tactos para imponer una adecuada supervisión a su trabajo y contener sus interferencias entusiastas, pero bastante inexpertas, en lo que él naturalmente contemplaba como un asunto de su propiedad.[29]

El filólogo sir Alan Gardiner hizo unas críticas más directas:

La historia de la excavación en Egipto presenta, junto a muchos trabajos espléndidos, una serie de desastres casi continuos. El mayor desastre de todos es cuando los resultados han quedado sin publicar. Pero es también un desastre cuando la publicación es incompleta o errónea. Esto fue, desgraciadamente, lo que ocurrió con el volumen de Theodore M. Davis titulado La Tumba de la reina Tiya, Londres, 1910. Los egiptólogos deben tanto al extraordinariamente amable y generoso mecenas a quien corresponde el mencionado volumen que estaría injustificado y sería muy desagradecido juzgarlo con una censura excesiva. ¿Quién sabe qué dificultades u obstáculos pudieron impedir a E. Ayrton, muerto demasiado prematuramente, y a su patrón producir un informe más satisfactorio? Pero sigue siendo cierto que el libro, aunque contiene un catálogo de los objetos encontrados, elaborado por G. Daressy, no sigue plan alguno, y da unas explicaciones totalmente inadecuadas, y que el relato que ofrece por parte de los diferentes implicados muestra ambigüedades y discrepancias que no podemos sino deplorar.[30]

Esta desafortunada historia hace imposible recopilar un inventario completo de los contenidos de la tumba, o reconstruir un plano de la tumba preciso y completo. Por tanto, resulta afortunado que el artista y escritor de viajes Walter Tyndale estuviese presente y viese todos los hechos a medida que se iban desarrollando. Su descripción de la cara de Ayrton el día del descubrimiento, que «tenía la expresión de un pescador amable que, habiendo sacado a la orilla un pez enorme, se une a sus compañeros que no han hecho otra cosa que perder cebos», es muy inspirada. En cuanto a los lugareños:

Por mucha tranquilidad que impusiera a su trabajo, Ayrton no podía evitar que mil lenguas nativas se pusieran en movimiento, y se agitaron de verdad una buena mañana. El mismo aire parecía cargado de noticias. La noticia de que Ayrton estaba metido hasta las rodillas en oro y piedras preciosas y que llenaba febrilmente latas de petróleo, botes de conservas y latas de Chicago con el botín, era lo mínimo que cualquier imaginación podía conjurar… Ni que decir tiene que el valor arqueológico de los hallazgos no les interesaba lo más mínimo. Que todo el mundo relacionado con esas excavaciones lo está haciendo simplemente por el botín es algo tan enraizado en la mente nativa que no puede alterarlo ninguna prueba o discusión. Que la parte del saqueo que se lleven «misterrrr Davis» o «misterrr Eirton» les permitirá retirarse a tomar café y jugar al backgammon durante el resto de sus vidas, era lo que alteraba sus mentes, y aquella posibilidad creaba muchos resentimientos secretos…[31]

La KV 55 era una tumba incompleta con un pasadizo y una sola cámara tallada en el suelo del valle principal. Las breves menciones en el informe de Ayrton de que iba excavando a través de «gravilla que en su parte más profunda estaba cimentada por la acción del agua», sugiere que la KV 55 estaba protegida por la misma capa de desechos de la inundación de finales de la 18.a dinastía que cubrió la tumba de Tutankamón.[32] Un basto tramo de escaleras llevaba hacia abajo a una puerta bloqueada, que Davis se olvidó de fotografiar antes de desmantelar; Weigall nos cuenta que los restos de un muro original de bloques de caliza enyesada yacía debajo de un segundo muro, construido de una manera mucho más suelta.[33] Los sellos encontrados en la tumba sugieren que había sido sellada inicialmente durante el reinado de Tutankamón: la capa de residuos de la inundación indicaba que la nueva entrada y el nuevo sellado ocurrieron no más tarde de la primera parte del reinado de Horemheb.

La entrada se abría a un pasaje que iba descendiendo, lleno de piedras parcialmente y bloqueado por un panel grande de madera, uno de los cuatro lados de una capilla funeraria dorada con accesorios de bronce. El panel estaba en muy mal estado y no se podía trasladar sin recibir tratamiento: en lugar de esperar, los ansiosos excavadores construyeron un puente de tablas que permitiera cruzar hasta la cámara funeraria que había detrás. Ésta resultó ser una habitación inacabada y no decorada donde una colección de objetos funerarios al parecer aleatorios (restos de la capilla, una caja de cosméticos, jarras de alabastro, ladrillos de barro, un paño mortuorio podrido, objetos y cuentas de cerámica vidriada que en tiempos habían estado ensartados formando joyas) estaban, de acuerdo con Weigall, «bastante desordenados». Un ataúd con la tapa desplazada se encontraba tirado en el suelo, mientras que en un nicho de la pared sur (probablemente una cámara inacabada) se hallaba un conjunto de vasos canópicos con cabeza humana (jarros destinados a conservar las entrañas de los difuntos). Estaba claro que aquél no era un enterramiento principal, en absoluto. Era secundario, o un reenterramiento, que incorporaba objetos preparados para diversas personas regias de Amarna, algunos de los cuales se habían adaptado para que los usara alguien distinto de su propietario original.

La compañera de Davis, la señora Emma B. Andrews, entró en la cámara cuando habían despejado el pasaje, y le sorprendió la enorme cantidad de oro que se exhibía:

19 de enero de 1907. He bajado a la cámara mortuoria y su acceso ahora es casi fácil. He visto a la pobre reina yaciendo un poco fuera de su magnífico ataúd, con la corona de buitre en la cabeza. Toda la talla de madera del sarcófago, puertas, etc., está pesadamente recubierta por pan de oro y me pareció estar andando entre oro, e incluso al árabe que trabajaba dentro se le había pegado un poco en su pelo lanudo.[34]

3. Tumba KV 55: una tumba privada usada como cámara de almacenamiento, que albergaba un enterramiento secundario de Amarna.

La «corona de buitre» de la señora Andrews estaba algo coja y, como otros muchos objetos de la tumba, tenía una historia confusa. Había empezado su vida como pectoral de oro o collar destinado a descansar en el pecho de la momia; no queda claro si sencillamente se había desplazado, quizá cuando el ataúd cayó al suelo, o bien si se había reutilizado deliberadamente como tocado. Los ladrillos funerarios (ladrillos mágicos destinados a asegurar el renacimiento de los difuntos) ostentaban los títulos de Ajenatón con su cartucho borrado, y casi con toda seguridad procedían de su tumba en Amarna. El sarcófago funerario, sin embargo, había sido encargado por Ajenatón como parte del ajuar funerario de su madre. Posteriormente se borró la imagen de Ajenatón, aunque Tiya seguía adorando bajo los rayos de Atón. Unos jarrones que llevaban inscrito el nombre de Amenhotep III, marido de Tiya, pudieron formar parte también del ajuar funerario de la reina.

Los cuatro vasos canópicos de alabastro originalmente tenían grabado el nombre de su propietario, pero aquella inscripción había sido limada, dejando intactos los cartuchos de Atón y Ajenatón. A continuación se habían vuelto a cincelar los cartuchos, dejando los jarrones anónimos dispuestos para que los utilizase de nuevo un hombre o una mujer. Los egiptólogos están bastante seguros de que esos vasos se hicieron originalmente para la segunda reina favorita de Ajenatón, Kiya.[35] Las tapas de los vasos casi idénticas llevan hermosas cabezas de mujer talladas, tocadas con las pelucas peinadas a lo paje, al estilo nubio, que llevaban las mujeres reales de Amarna. Los agujeros en la frente indicaban dónde debían estar los ureos (cobras protectoras que se llevaban en la frente). Parece que se añadieron con posterioridad a las tapas. Las delicadas tapas no casan demasiado bien con sus pesadas bases, y eso sugiere que quizá no fueran las tapas originales.[36] Teniendo en cuenta las pelucas y los rasgos faciales, que se han comparado con imágenes encontradas en Amarna, parece probable que sean mujeres y que representen a Kiya o a la princesa de mayor edad de Amarna, Meritatón. Otros sugieren que quizá fuesen de Tutankamón o de Tiya (Daressy) o de Ajenatón (Maspero y Weigall). Tres de esos vasos fueron sometidos a análisis químico. Dos contenían «una masa dura, compacta, negra como la pez, rodeando una zona bien definida y situada centralmente de un material distinto, que era de color marrón y que se desmenuzaba con facilidad». Ese material marrón que se desmenuzaba estaba formado casi con toda certeza por los restos de la víscera. El tercer vaso contenía la misma masa compacta negra, pero la víscera se extrajo poco tiempo después de su descubrimiento.[37]

El rishi intrincadamente tallado o ataúd antropomorfo con plumas (el ataúd de este tipo más temprano encontrado en el Valle) yacía en el suelo con la tapa desplazada y la momia parcialmente revelada. Las cinco franjas de jeroglíficos que decoraban el ataúd exterior y las doce líneas de texto en el extremo de los pies mostraban obvias señales de mutilación, y el cartucho que habría dado nombre al propietario del ataúd estaba vacío. El rostro del ataúd estaba arrancado, y además se habían producido daños accidentales por una piedra que había caído del techo, rajando la tapa del ataúd. Davis supuso que el ataúd originalmente descansaba en un lecho con patas de león, y que éste se había podrido y desplomado al entrar agua en la tumba, haciendo que cayese el ataúd. Existen pruebas suficientes que sugieren que la inundación se filtró por el techo y fue goteando en el interior de la tumba, dañando gran parte de lo que había debajo. Pero no sobrevive ningún fragmento diagnóstico del «lecho»; por tanto, podría ser que el ataúd, que siempre estuvo colocado en el suelo, sencillamente acabase desplazado por el intruso (un ladrón o un funcionario de la necrópolis) que le arrancó el rostro de oro y que quizá robó la máscara de oro de la momia que se encontraba bajo la tapa del ataúd.

El frágil ataúd se desintegró cuando lo sacaron de la tumba, dejando a los excavadores una colección de incrustaciones de cristal, piedras semipreciosas y oro. En 1915, los conservadores del Museo de El Cairo restauraron la tapa del ataúd, pero la base siguió siendo una colección de fragmentos almacenados en dos cajas. Hacia 1931, estas cajas desaparecieron, y se cree que se perdieron o fueron robadas.[38] Al final acabaron, pasando por Suiza, en la colección del Museo Estatal de Arte Egipcio en Múnich, donde se restauró la parte inferior del ataúd y se montó sobre una carcasa de plexiglás. La base del ataúd, junto con algo de pan de oro procedente del interior y exterior del ataúd, se devolvió al Museo de El Cairo en enero de 2002.

Ayrton nos cuenta que la momia que había dentro del ataúd estaba «envuelta en placas de oro flexible», y Davis dice que «estaba cubierta de placas de oro puro, llamadas láminas de oro, pero tan gruesas que, al cogerlas en las manos, permanecían rectas, sin curvarse».[39] Parece probable que esas grandes y planas hojas de oro formasen parte del forro del ataúd, más que de una cobertura separada para la momia, y el hecho de que Daressy las excluyese de su catálogo indica que también las contemplaba como parte integral del ataúd. Esas láminas de oro hoy en día están en el Museo de El Cairo; tienen inscripciones, pero, como se han doblado y arrugado repetidamente, resulta casi imposible leerlas. Seis láminas de oro más, que al parecer se habían desprendido de la parte inferior de la tapa (cinco piezas) y del exterior de la base (una pieza decorada), se las entregó Maspero a Davis; hoy en día están en las colecciones del Metropolitan Museum de Nueva York.

La descripción que hace Weigall de la momia añade más complejidad todavía a una situación ya confusa:

… cuando quitamos la tapa del ataúd encontramos una tira o cinta de oro fino que evidentemente pasaba en torno al cuerpo. Cuando hubimos recogido los huesos y fragmentos y el polvo, encontramos otra tira similar que evidentemente pasaba por la espalda de la momia. Estas tiras, tal y como las recuerdo, eran de unas dos pulgadas de ancho, y tenían muchas inscripciones con los títulos de Ajenatón, pero el cartucho se había cortado en todos los casos, de modo que quedaba sencillamente un agujero ovalado en la tira, en cada caso.[40]

Esas cintas de oro con inscripciones obviamente eran de un aspecto muy distinto a las láminas planas de oro, y sin embargo Weigall parece que es el único testigo que las vio. Nos dice que se enviaron a El Cairo, donde las vio de nuevo en el taller del Museo. Sin embargo, se omitieron en el catálogo de Daressy, y Weigall concluye, con tristeza: «no estoy seguro de si están todavía en el Museo de El Cairo o si han desaparecido». Grafton Elliot Smith posteriormente mencionó esas cintas en su informe sobre los restos humanos de la KV 55, pero no existe indicación alguna de que realmente las viera con sus propios ojos:

Por las circunstancias bajo las cuales se encontraron el ataúd y los restos humanos, en asociación con muchos objetos con inscripciones que ostentaban en el nombre de Jouniatonou [Ajenatón], que también aparecía no sólo en el ataúd mismo, sino en la cinta de oro que rodeaba a la momia, no puede haber duda alguna de que el cuerpo encontrado en esa tumba era el del rey hereje, o sus embalsamadores creyeron que se trataba de su cadáver.[41]

Es probable que el oro que Weigall vio en El Cairo de hecho no fuesen los restos de una especie de bandas como cintas que rodeasen la momia (inexistentes) sino los restos de seis brazaletes de lámina de oro que, según afirma todo el mundo, se encontraron adheridos a los esqueléticos brazos de la momia. Esos brazaletes se enviaron al Museo en una caja con huesos, y fueron robados del escritorio de Smith el día en que los desempaquetó. Las «cintas» de oro que vio Weigall en la tumba probablemente formaban parte del ataúd.

La calidad del ataúd confirma que se hizo para un propietario de la élite, casi con toda seguridad real. Algunos expertos han afirmado, basándose en motivos estilísticos, que fue realizado para Ajenatón (aunque no necesariamente usado por él) hacia el principio de su reinado, cuando todavía era Amenhotep IV. Otros, estudiando tanto el estilo del ataúd como las inscripciones que han sobrevivido, han sido capaces de identificar dos estadios de manufactura distintos. El ataúd, según ellos, fue construido originalmente para una mujer que se podía describir como «la amada de Waenra [Ajenatón]», y luego modificado, con alteración de los textos y adición de una falsa barba y un ureo, para el uso de un hombre de la realeza. Esa sugerencia la apoyan los mutilados jeroglíficos, que James Allen ha reconstruido para que se puedan leer:

[Esposa y muy amada por] el rey del Alto y Bajo Egipto, viviendo en orden, Señor de las Dos Tierras [Neferjeperura Waenra: Ajenatón], el perfecto pequeño del disco viviente, que vivirá continuamente para siempre, [Kiya].[42]

El texto del extremo de los pies exterior está más intacto, pero también muestra pruebas de alteración:

Respiraré el suave aliento que procede de tu boca, y contemplaré tu belleza diariamente. [Mi] plegaria es que pueda oír tu dulce voz del viento norte, que [mi] carne crezca joven y llena de vida por tu amor, que tú me otorgues tus manos sosteniendo tu espíritu y yo lo reciba y viva por él, y que tú puedas mencionar mi nombre eternamente, y que no caiga de tu boca…[43]

Finalmente (y casi con toda certeza mientras se usaba), el ataúd fue saqueado, se le arrancó el rostro y el ureo y se borraron sus cartuchos.

Ominosamente, la momia estaba húmeda:

Al final sacamos la momia del ataúd y vimos que era una persona muy menuda, con una cabeza y unas manos delicadas. La boca estaba abierta en parte, mostrando unos dientes superiores e inferiores perfectos. El cuerpo estaba envuelto en un sudario de fina textura, pero todas las vendas que cubrían el cuerpo eran de un color muy oscuro. Naturalmente, antes debían de ser de un color mucho más vivo. Sospechando que había daños procedentes de la evidente humedad, toqué suavemente uno de los dientes delanteros (de 3.000 años de edad) y ¡ay!, éste cayó entre el polvo, mostrando así que la momia no se podía conservar. Entonces sacamos la momia entera…[44]

No se tomó foto alguna al desenvolverla, de modo que una vez más debemos fiarnos solamente de los relatos de testigos oculares. Unos relatos que varían espectacularmente. Davis, por ejemplo, nos dice que llevaba las manos juntas, mientras que Ayrton informa de que el brazo izquierdo estaba doblado y con la mano descansando sobre el pecho, mientras que el derecho estaba totalmente extendido hasta el muslo. Tyndale, a quien le dijeron que la momia era de mujer, recordaba:

Su rostro reseco, las mejillas hundidas, y los labios delgados y correosos, dejando ver unos pocos dientes, contrastaban de una manera horrenda con la diadema de oro que le rodeaba la cabeza, y el collar de oro que escondía en parte su hundida garganta. Su cuerpo estaba envuelto en finas placas de oro, pero éstas se hallaban rotas y desgarradas, y resultaba más horrible aún mirarlo. Una sensación incómoda, la de que era poco caballeroso estar mirando a aquella pobre criatura con un aspecto tan alejado de su mejor momento, me devolvió a su efigie en el ataúd, con una disculpa mental: que lamentaba haberla sorprendido así, y en el futuro sólo pensaría en ella como aparecía en toda su gloria.[45]

Esta descripción tan sugerente puede que deba algo a la imaginación artística de Tyndale: otros nos dicen que la cabeza expuesta no tenía carne alguna, y que el rostro estaba aplastado por una piedra caída. Si Tyndale tiene razón, su relato sugiere que en realidad la momia tenía más carne de la que Davis nos había hecho creer. Sin embargo, el hecho de que Davis no pudiera determinar de inmediato el género de la momia sugiere que al menos algunas partes se habían podrido.

El sarcófago dorado había formado parte del ajuar funerario de Tiya sin ambigüedad alguna, y los vasos canópicos obviamente eran femeninos. La postura de los brazos de la momia, según Ayrton, sugería también un enterramiento femenino. Por tanto, no resulta demasiado sorprendente que Davis inmediatamente supusiera que había descubierto a la reina Tiya. Habría sido un gran hallazgo para él. En los tiempos anteriores al descubrimiento y la exhibición pública del busto de Nefertiti en Berlín, Tiya era la más intrigante, seductora e importante de las reinas de la 18.a dinastía. Davis quiso probar su propia identificación contratando los servicios de un médico local, el doctor Pollock, y de un obstetra norteamericano que pasaba el invierno en Luxor. Nos cuenta que ambos certificaron que los restos eran femeninos en base a la anchura de la pelvis. La precisión del informe de Davis, sin embargo, ofrece algunas dudas, ya que Weigall (que no creía que el cuerpo fuese femenino) confirma: «Vi al doctor Pollock en Luxor el otro día, y niega que pensara nunca que fuese una mujer, y dice que ni él ni el otro médico estaban seguros».[46] Davis nunca flaqueó en su convicción de que había descubierto a Tiya, e hizo pública la tumba como La tumba de la reina Tiyi.

Davis no creía que los huesos tuvieran nada más que ofrecer, y Weigall tuvo que proseguir con el asunto. Varios meses después de desenvolver la momia, había empapado los huesos con cera de parafina para endurecerlos, y los envió al Museo de El Cairo para que los examinara Smith. Smith esperaba los huesos de una mujer anciana. Al abrir la caja, por el contrario, encontró los huesos de un hombre de unos veinticinco años.

Aunque tenía una larga serie de espectaculares descubrimientos a su nombre, Davis se empezaba a desilusionar ante su incapacidad de encontrar una tumba real intacta. Aunque no se dio cuenta, su equipo en realidad había descubierto tres pistas cruciales que conducían al paradero de Tutankamón:

Pista 1: Durante su temporada de excavaciones de 1905-1906, Ayrton encontró una copa sencilla de cerámica vidriada «debajo de una roca». La copa llevaba el nombre de Tutankamón y quizá fuese parte del botín que dejaron caer los ladrones que saquearon su tumba poco después del funeral.

Pista 2: El 21 de diciembre de 1907, el equipo descubrió un pozo forrado de piedra (KV 54) que albergaba una colección de grandes vasijas de almacenamiento de piedra. Se abrieron las vasijas y luego se olvidaron enseguida. Herbert Winlock, del Metropolitan Museum of Art, de Nueva York, estaba presente y consigna la lamentable historia:

En algún momento a principios de enero de 1908 pasé dos o tres días con Edward Ayrton, para ver sus trabajos para el señor Davis en el Valle de los Reyes. Cuando llegué a la casa, en el «jardín» delantero se encontraban una docena de vasijas gigantescas blancas echadas en él, donde las habían colocado los hombres después de llevarlas desde el yacimiento. En aquel momento Ayrton había acabado de excavar en el Valle de los Reyes justo al este de la tumba de Ramsés XI [KV 18: ahora se cree que es la tumba de Ramsés X]. Tenía mucho trabajo entre manos para encontrar algo que divirtiese a sir Eldon Gorst, el agente diplomático británico que iba a ser pronto invitado del señor Davis, solicitado por él mismo. Sir Eldon había escrito una nota muy extraña, que yo vi, diciéndole al señor Davis que había oído decir que sus hombres habían encontrado una tumba real cada invierno y pidiendo que, ya que se proponía acudir al Valle de los Reyes al cabo de unos pocos días, se pospusieran los descubrimientos hasta su llegada… Davis había encontrado las joyas [sic] de la reina Tawosret en otra tumba, pero aquello no era lo suficientemente espectacular, e hizo que abrieran una de las grandes vasijas y encontró una pequeña y encantadora máscara amarilla en ella, y todo el mundo pensó que iban a encontrar muchos más objetos en las otras vasijas… Aquella noche volví andando por las colinas hasta casa de Davis, en el valle, y todavía tengo la imagen en mi cabeza del aspecto que tenían allí las cosas. Lo que por la mañana eran unas hileras de vasijas muy bien ordenadas, ahora estaban caídas en todas las direcciones, con pequeños paquetes de natrón y cerámica rota por todo el suelo. La pequeña máscara se había tomado como un augurio de que vendrían cosas mejores pero todo había quedado en nada, y el pobre Ayrton era una persona destrozada y exhausta después de la inmerecida reprimenda que se había llevado aquella tarde.[47]

Entre el material descubierto en las vasijas estaban impresiones de sellos que llevaban el nombre de Tutankamón, paquetes de lino con sal de natrón, collares funerarios con flores (que Davis destrozó para demostrar lo fuertes que eran) y la máscara mortuoria de oro en miniatura mencionada por Winlock. El Servicio de Antigüedades no se interesó por aquel montón de trastos inútiles, y mientras la máscara de oro fue enviada al Museo de El Cairo, los otros hallazgos fueron a parar al Metropolitan Museum con una máscara pequeña distinta (probablemente de la KV 51); una sustitución bienintencionada, pero mal etiquetada, que causó gran confusión en futuras generaciones de estudiosos.[48]

Muchos años después, Winlock identificó el contenido de las vasijas como los restos de los materiales de embalsamamiento y el festín funerario de Tutankamón. Creía que esos objetos, que tenían significado ritual y por tanto no podían ser arrojados a un lado sin más, habían sido enterrados en una tumba inacabada junto a la principal. Esa idea posteriormente se precisó más todavía, en el sentido de que en el depósito se echó el material despejado del pasadizo de la tumba de Tutankamón después del primer robo, inmediatamente antes de que se llenara el pasadizo con esquirlas de piedra. De modo que incluía unos artículos que se habían dejado deliberadamente en el pasadizo de la tumba de Tutankamón más, quizá, algún objeto suelto que dejaron caer los ladrones. Finalmente, tras el descubrimiento en 2004 de la KV 63, un nuevo escondite en una tumba del Reino Nuevo que contenía materiales de embalsamamiento, cerámica rota y collares florales, se sugirió que el pozo quizá formase una parte original e intacta del ajuar funerario de Tutankamón.[49]

Pista 3: En 1909, el equipo descubrió la «Tumba del Carro»: una cámara pequeña y sin decoración (KV 58) que contenía una figurilla de alabastro sin inscripción alguna y las láminas de oro de un arnés de carro que llevaba inscritos los nombres de Tutankamón y su sucesor Ay, un nombre que puede ser de plebeyo y de rey.

Convenciéndose a sí mismo de que «el valle de las tumbas está agotado», Davis publicó la Tumba del Carro como si fuera la tumba perdida y bastante decepcionante de Tutankamón.[50] Su libro traiciona una doble personalidad. Su título (The Tombs of Harmhabi and Touatânkhamanouk) no deja espacio alguno para la duda sobre la naturaleza del hallazgo. Sin embargo, el capítulo que describe los objetos se titula, con más cautela, «Catálogo de los objetos encontrados en una tumba desconocida, supuestamente la de Touatânkhamanou». Contribuyendo a la publicación de Davis, sir Gaston Maspero sugirió que la Tumba del Carro no era la tumba original de Tutankamón, sino un reenterramiento:

Son pocos los hechos que conocemos de la vida y reinado de Touatânkhamanou. Si tuvo hijos con su reina Ankhounamanou o con otra mujer, no han dejado huella alguna de su existencia en los monumentos; cuando murió, Aiya lo reemplazó en el trono y lo enterró. Supongo que su tumba estaba en el Valle Occidental, en algún lugar junto a Amenothes III [Amenhotep III] y Aiya [Ay]. Cuando la reacción contra Atonou [Atón] y sus seguidores se completó, su momia y sus objetos fueron llevados a un lugar oculto… y ahí Davis encontró lo que quedaba de ella después de tantos traslados y saqueos. Pero esto no es más que una hipótesis, la verdad de la cual no tengo modo de probar o refutar por el momento.[51]

Pocos quedaron convencidos del argumento de Davis. Howard Carter, antiguo socio de Davis en la excavación, se dio cuenta de que la «Tumba del Carro» no era tal tumba, ni real ni de ningún otro tipo, sino una cámara de almacenamiento. Creía que Tutankamón todavía yacía en el Valle, esperando a que lo encontraran. Pero mientras Davis todavía ostentase la única concesión para excavar, no podía hacer otra cosa que permanecer a un lado y observar.

4. Fragmento de lámina de metal del arnés de un carro, recuperado de la KV 58. Tutankamón aparece golpeando a un enemigo estereotipado, mientras su consorte Anjesenamón permanece tras él y su sucesor, Ay, se encuentra ante él.

La carrera de Carter había experimentado un ascenso meteórico y una súbita y catastrófica caída. En 1891, con sólo diecisiete años y sin educación formal, viajó desde Norfolk, Inglaterra, para trabajar como dibujante con Percy Newberry. Aprendió su oficio registrando los muros decorados de las tumbas talladas en la roca del Reino Medio, que se deterioraban rápidamente, en Beni Hasan y el-Bersha. Una valiosa adscripción de cinco meses con Flinders Petrie en Amarna le había permitido aprender el arte de la excavación científica de su maestro. Petrie, al que se llegaría a conocer como «el padre de la arqueología egipcia», fue uno de los primeros en comprender que los objetos no se podían coger codiciosamente de las excavaciones sin más, y sus métodos tuvieron un profundo efecto en las propias prácticas de trabajo de Carter. Carter completó su aprendizaje trabajando como dibujante para Édouard Naville en el templo conmemorativo de Hatsepsut en Deir el-Bahri. Allí adoptó la responsabilidad plena de copiar las escenas de los muros de los templos, y la magnífica publicación de los templos incluye obras tanto de Howard Carter como de su hermano mayor Vernet, que pasó una temporada trabajando en Deir el-Bahri.

En 1899, Carter fue nombrado inspector general de Antigüedades para el sur de Egipto (Alto Egipto). Con base en Luxor, asumió la responsabilidad de la franja de yacimientos del sur, de 800 kilómetros, incluyendo los monumentos tebanos y el Valle de los Reyes. Durante su ocupación del cargo, Carter procuró unas puertas de hierro para proteger las tumbas más importantes del Valle, e instaló iluminación eléctrica en seis de ellas. También construyó un enorme aparcamiento de burros para acomodar a los turistas que, cada vez en mayor número, visitaban el Valle. Entonces, tras cinco años de mucho éxito, Carter cambió su cargo con el inspector del norte, Quibell, y se trasladó a El Cairo. Al principio las cosas fueron bien. Luego, la tarde del 8 de enero de 1905, llegó el «Asunto Saqqara»: un grupo de franceses borrachos forzaron la entrada del Serapeum de Saqqara (lugar de enterramiento de los toros divinos de Apis), tras maltratar a los inspectores nativos y a los guardias. Carter, convocado al tener noticia del altercado, dio permiso a sus hombres para que se defendieran de los franceses. Weigall, que estaba tomando el té con Carter aquella tarde, explica los acontecimientos en una carta a su mujer, Hortense:

Quince turistas franceses habían intentado entrar en una de las tumbas con sólo 11 entradas, y finalmente pegaron a los guardias y abrieron la puerta a la fuerza… Carter llegó al lugar y, después de unas palabras, ordenó a los guardias (ya con refuerzos) que los expulsaran. Resultado: una auténtica pelea en la cual se usaron como armas palos y sillas, y dos guardias y dos turistas quedaron inconscientes. Cuando vi el lugar después había un charco de sangre.[52]

Que un inglés de principios del siglo XX animase a los «nativos» a atacar a los franceses era, por decirlo de la manera más suave, políticamente ingenuo. A medida que la disputa iba en aumento y se convertía en una plena batalla diplomática, el cónsul general británico, lord Cromer, pidió a Carter que se disculpara con el cónsul francés. Carter se negó, una negativa que muchos encontraron difícil de comprender, ya que la disculpa se consideraba una cosa sin importancia (nadie esperaba que fuera sincera) y su negativa a doblegarse, infantil y poco útil. Maspero, que era francés, se puso furioso al ver que su empleado era incapaz de transigir. Al final pudo resolver el asunto sin la disculpa, pero se desquitó restringiendo la autoridad de Carter, y transfiriéndole al aburrido páramo del Delta, en Tanta. Dolido y enfurecido por lo que veía como una falta de apoyo oficial, Carter dimitió del Servicio de Antigüedades el 21 de octubre de 1905.

Carter pasó unos cuantos meses viviendo en El Cairo, y luego volvió a Luxor y estuvo tres años ganándose la vida precariamente como artista, trabajando para misiones arqueológicas que, en ausencia de fotografías en color, necesitaban un buen registro en acuarela de sus hallazgos. Lo más memorable es que pintó algunos de los contenidos de la tumba de Yuya y Tuya para Davis, y le pagaron 15 libras por cada una de las catorce láminas que se incluían en la publicación. Al mismo tiempo actuaba también como guía turístico de categoría, y vendía pinturas y antigüedades a los visitantes ricos que deseaban un recuerdo único de sus vacaciones en Egipto.

En 1909, Maspero presentó a Carter a George Herbert, quinto conde de Carnarvon, con la sugerencia de que quizá pudiesen trabajar provechosamente juntos. Carnarvon, como Davis, era un aficionado rico con una gran pasión por la egiptología. Él también quería hacer algún descubrimiento espectacular, y también necesitaba un colega profesional que le permitiera superar el estatus de aficionado que hacía que las autoridades, encarnadas en la persona de Weigall, le negaran el permiso para excavar los lugares más importantes de Tebas. Weigall, que se había visto obligado a trabajar junto al chapucero Davis, creía firmemente que los aficionados ricos como Carnarvon (o Davis, o Robert Mond, un aficionado también acaudalado que había trabajado con Weigall en la necrópolis tebana) no debían comprar su acceso a las excavaciones arqueológicas, donde podían producir unos daños irreparables.

Carter se convirtió en empleado de Carnarvon, y la relación entre ellos fue de mutua conveniencia y un objetivo común. Los relatos de la época y su propia correspondencia muestran que esa relación formal de trabajo pronto se convirtió en una firme amistad. Carter, que normalmente era introvertido, se llevaba extraordinariamente bien con su nuevo patrón, y en realidad con toda la familia Herbert, y se convirtió en visitante frecuente de Highclere, la propiedad de la familia Carnarvon en Berkshire. Con Carter y Carnarvon trabajando en equipo, Weigall pudo localizar yacimientos más prometedores. Se vieron recompensados por una serie continua de resultados poco espectaculares, pero arqueológicamente satisfactorios, que permitieron a Carter mejorar sus habilidades como excavador. En 1912, el equipo se trasladó al norte de Egipto, y a los lugares del Delta que de entrada resultaban menos apetecibles. Hubo una breve excavación en el yacimiento de Saja (antigua Xois), infestada de serpientes, seguida por una larga estancia en el montículo de la ciudad de Tell el-Balamun (antigua Pa-iu-en-Amón) donde Carter descubrió algunas joyas grecorromanas de plata escondidas en una vasija. Después de esa pequeña emoción volvieron a las comodidades más familiares y el clima más soleado de Tebas.

En 1914, Davis abandonó la concesión para excavar en el Valle de los Reyes y Carnarvon aprovechó la oportunidad. Muchas personas pensaron que estaba perdiendo el tiempo.

Sir Gaston Maspero, director del Departamento de Antigüedades, que firmó nuestra concesión, estaba de acuerdo con el señor Davis en que aquel lugar estaba agotado, y nos dijo con toda franqueza que no pensaba que valiera la pena investigar más. Nosotros recordamos, sin embargo, que cien años antes Belzoni había hecho una afirmación similar, y no nos dejamos convencer. Nosotros habíamos realizado una investigación exhaustiva del yacimiento, y estábamos seguros de que había zonas, cubiertas por los residuos de anteriores excavadores, que todavía no habían sido examinadas con atención.[53]

Un acuerdo temporal con Carter para que realizase algunos trabajos en febrero de 1915 fue reemplazado por un permiso oficial firmado el 18 de abril de 1915, que confirmaba que «la obra de excavación se llevará a cabo a las expensas, riesgo y peligro del conde de Carnarvon y el señor Howard Carter; este último deberá estar presente continuamente durante la excavación».[54] Los días en que un excavador podía esperar recibir la mitad de los objetos encontrados, sin embargo, habían pasado hacía mucho, y el artículo 8 establecía que las «momias de reyes, princesas y sumos sacerdotes, junto con sus ataúdes y sarcófagos, deben quedar como propiedad del Servicio de Antigüedades». Y peor aún, los artículos 9 y 10 estipulaban:

9: Las tumbas que se hayan encontrado intactas, junto con todos los objetos que contengan, deben ser entregadas al Museo completas y sin división.

10: En el caso de las tumbas que ya hayan sido saqueadas, el Servicio de Antigüedades, aparte de las momias y sarcófagos nombrados en el artículo 8, se reservará para sí todos los objetos de importancia capital desde el punto de vista de la historia y la arqueología, y compartirá el resto con el Concesionario.

Este enfoque nuevo (un enfoque que no parece excesivamente duro hoy en día) creó un inmenso resentimiento entre los excavadores occidentales, la mayoría de los cuales dependían de fondos de museos, instituciones e individuos particulares que esperaban ser recompensados por su generosidad con una parte de los hallazgos. Se tenía la fuerte sensación de que, sin aquella recompensa, no habría contribución financiera. Sería el final de las excavaciones en Egipto, y quizá de la egiptología como tal. Mientras tanto, la Primera Guerra Mundial evitó que se realizasen excavaciones intensivas. Carter pasó los años de la guerra haciendo un trabajo de inteligencia no especificado en El Cairo, y sus permisos llevando a cabo trabajos útiles, pero a pequeña escala sobre todo, en Luxor. Hasta el 1 de diciembre de 1917 no pudo empezar a excavar finalmente en el Valle de los Reyes.

Carter y Carnarvon estaban decididos a encontrar la tumba de Tutankamón, que, por motivos arqueológicos e históricos perfectamente razonados, creían que estaba situada en el Valle. Pero el Valle era un laberinto mal documentado; no había registro oficial alguno de quién había excavado ya en cada sitio, y los enormes montones de desechos dejados por anteriores excavadores hacían difícil reconstruir la historia de sus excavaciones. La única forma de estar seguro de que no quedaban tumbas perdidas era limpiar el lecho del Valle hasta su capa de roca. Carter se dio cuenta de que aquélla era «una empresa desesperada», pero sintió que no había otra opción.[55] Resultó ser un trabajo lento y aburrido: no sólo tenían que sacar los escombros del Valle, sino que tenían que inspeccionarlos y luego deshacerse de ellos de una manera responsable. Y, por supuesto, había que quitar, inspeccionar y arrojar también los montones de desechos más antiguos. En el artículo escrito para The Times el 11 de diciembre de 1922, Carnarvon estimó que habían sacado aproximadamente de 150.000 a 200.000 toneladas de desechos, concentrados en un triángulo entre las tumbas de Ramsés II, Merenptá y Ramsés VI.

Los resultados fueron tan escasos que Carnarvon empezó a tener serias dudas sobre lo acertado de consumir tiempo, energía y dinero en una misión potencialmente infructuosa. Quizá deberían abandonar el Valle y buscar un lugar más fértil… Según los cánones de la mayoría de la gente, Carnarvon era un hombre extremadamente rico. Además de la fortuna que había heredado y sus propiedades, su matrimonio con Almina Wombwell, hija natural del extraordinariamente acaudalado Alfred de Rothschild, le había aportado una dote de 500.000 libras más, y unos ingresos anuales de 12.000 libras, así como el pago de sus grandes deudas de juego y personales.[56] Efectivamente, fue el dinero de los Rothschild el que financió la aventura egipcia, y continuaría financiándola, a través de Almina, después de su muerte. Sin embargo, él no era un hombre de recursos infinitos y tampoco estaba entregado a la egiptología. Disfrutaba de una amplia gama de intereses caros, entre los que se incluían la fotografía, las carreras de caballos, los yates y los modernos automóviles, y es posible que, sencillamente, se estuviese aburriendo un poco de aquella nueva afición que avanzaba tan despacio. Como jugador, comprendía la importancia de no meter dinero en un pozo sin fondo.

Carter, que no era un hombre rico ni mucho menos, no estuvo de acuerdo. Tenía la sensación de que debían continuar hasta haber inspeccionado todo el Valle. Incluso se rumoreaba, aunque él no hizo mención alguna a ello en su publicación, que se ofreció a pagar los costes de una última temporada él mismo. ¿Habría sido una oferta auténtica… podría haberse permitido realmente pagar una corta temporada? Quizá. Aunque se estimaba que la aventura egipcia de Carnarvon le había costado ya una cantidad que rondaba las 35.000 libras,[57] la mano de obra local era barata, y unas cuantas semanas más de trabajo probablemente no habrían costado más de unos pocos cientos de libras. Weigall nos da una idea de los costes relevantes cuando nos cuenta que en 1905, «el coste total para el señor Davis de la temporada de trabajo que produjo uno de los mayores hallazgos hechos jamás en Egipto [la tumba de Yuya y Tuya] fue de unas 80 libras».[58] Las actividades sociales asociadas de Carnarvon (transporte, hoteles, ropa, comidas y entretenimientos) le habrían costado mucho más que el trabajo en sí.

Carnarvon accedió a hacer una última apuesta. Se le daría tiempo a Carter para despejar una parte del Valle, un montón de desechos y antiguas chozas de los trabajadores más allá de la entrada de la tumba de Ramsés VI (KV 9), que hasta el momento no se había tocado porque las excavaciones en aquella zona habrían interrumpido el flujo de turistas decididos a visitar la tumba que estaba encima. De hecho, Carter había empezado ya a eliminar aquellas chozas en 1917, y como Davis, había estado muy cerca de descubrir a Tutankamón, deteniéndose sólo a un metro más o menos de la tumba perdida. Para causar el mínimo de molestias y permitir a Carter eliminar el camino, si era necesario, la temporada de 1922-1923 empezaría inusualmente temprano. Carter llegó a Luxor el 28 de octubre, lleno de decisión:

Era nuestra temporada final en el Valle. Llevábamos seis temporadas excavando allí, y una tras otra habían resultado inútiles; habíamos trabajado durante meses en un lugar sin encontrar nada, y sólo un excavador sabe lo desesperadamente deprimente que puede ser eso; casi habíamos decidido ya que estábamos derrotados, y nos preparábamos para dejar el Valle y probar suerte en algún otro lugar, y entonces, cuando apenas habíamos clavado la azada en el suelo de nuestro último y desesperado esfuerzo, hicimos un descubrimiento que sobrepasaba con mucho nuestros sueños más desbocados. Desde luego, nunca antes en la historia de las excavaciones se ha comprimido tanto una temporada entera de trabajos en el espacio de cinco días.[59]

El 1 de noviembre de 1922 los hombres de Carter, dirigidos por el experto capataz Reis Ahmed Gerigar, despejaron los cascotes que se encontraban debajo de la tumba de Ramsés. Habían traspasado ya una capa de un metro de lo que Carter describía como «suelo» o, en su diario, «residuos pesados».[60] Tres días más tarde (Carter se encontraba temporalmente ausente del yacimiento) descubrieron el primer escalón de un tramo de dieciséis escalones de piedra. Éstos conducían hacia abajo, a una pequeña puerta bloqueada y enyesada que llevaba una serie de sellos ovalados, incluyendo el sello distintivo de la necrópolis: un chacal agachado sobre nueve cautivos atados. Ninguna de las impresiones del sello llevaba nombre.

Una pequeña cantidad de yeso había caído de la parte superior de la puerta, revelando un pesado dintel de madera. Ese punto de debilidad permitió a Carter hacer un pequeño agujero. Introduciendo una linterna eléctrica, vio un pasadizo lleno de piedras y de desechos. Estaba claro que había hecho un descubrimiento significativo, aunque si era una tumba o sólo un depósito, si estaba intacto o había sido saqueado y vuelto a sellar, todavía no estaba claro; «cualquier cosa, literalmente cualquier cosa podía haber al final de aquel pasadizo, y necesité todo mi autocontrol para no romper la puerta e investigarlo en aquel preciso momento».[61] El 6 de noviembre, Carter cruzó el río hacia la oficina de telégrafos de Luxor, donde compuso un mensaje codificado (aquí descodificado) para su patrón:

AL FINAL HEMOS HECHO MARAVILLOSO DESCUBRIMIENTO EN EL VALLE STOP UNA MAGNÍFICA TUMBA CON LOS SELLOS INTACTOS STOP RECUPERARÉ ALGO PARA SU LLEGADA STOP FELICIDADES FIN