Epílogo

Andaba el mes de julio de 2009 en plena canícula, mientras yo me embarcaba en la escritura de una pequeña novelita sobre un asesinato que tuvo lugar en los años cuarenta en el Casco Viejo de la ciudad de Zaragoza. Fue entonces cuando Ediciones B me recordó mi compromiso de escribir un nuevo texto para ellos.

En ese momento no pensaba en lo duro que me iba a resultar la escritura de estas páginas contando mi vida civil y mis dolores prostáticos. Ha resultado un trabajo muy duro, ya que los meses de noviembre y diciembre los pasé más en el hospital que en casa. Sin embargo, la constancia de mi hija Ángela —por eso llamo a esta novela memorias compartidas— me ha ayudado a bucear en el mar de los recuerdos y de los sentimientos, de los que generalmente no me gusta hablar. Aquí lo hago y a pesar de la enfermedad y de un accidente casero, tras la última salida del Hospital Miguel Servet y que me tiene recluido desde el mes de noviembre, he conseguido entregar esta novela en fecha, cosa que en algún momento no creí posible. Mi hija Paula, junto a Fede, se ha encargado de hacer llegar a la editorial más de ochenta fotografías para ilustrar el libro, y mi otra hija, Ana, que reside en Madrid, ha hecho una lectura crítica, alejada de sentimentalismos y de días aciagos de duro trabajo. Pero sobre todo tengo que darle las gracias a mi mujer, Juana, por estar a mi lado todo este tiempo.

A lo largo de los años he contado mi vida desde distintos puntos de vista. Lo hice como cantautor, como político y ahora lo hago como un ciudadano que ha visto y vivido su vida desde distintas perspectivas. Ni buenas ni malas. Sólo diferentes.

Al final, querido lector, tienes en tus manos la verdadera historia de un ciudadano embestido por la vida y por la hospitalidad de un hospital. Nada más, ni nada menos.[9]