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La última cena

Las ciudades de provincias no dan mucho de sí y por esa razón hay que aprovechar cualquier evento para unirte a los que, de una u otra forma, son tus amigos. A eso es a lo que nos dedicamos los unos y los otros cuando la depresión urbana de esta ciudad raquítica nos aprisiona del todo y lo único que nos queda es el paseo matinal, el vermú de los domingos al mediodía y sobre todo las cenas, literarias o no, en el restaurante Casa Emilio.

Casa Emilio es una vieja casa de comidas que emergió gracias a que frente por frente de su puerta había una gran explanada en la que los camiones que venían de Madrid dirección Barcelona, o viceversa, paraban allí y comían el menú típico de buena cuchara y huevos o cordero. El que persistiera también se debe a que estaba cerca de la estación del tren, lo que permitía que hasta allí llegaran ferroviarios de mono azul a recuperar las fuerzas. La casa ocupa varios pisos de un enorme caserón situado cerca de la plaza de toros, un barrio popular que se conoce como el Portillo porque por allí, a través de un agujero abierto en la muralla, los franceses intentaron entrar en la ciudad. Sin conseguirlo.

Los portilleros tenían su carácter y Casa Emilio nos servía, ya cuando estudiantes, para comer algo y esperar a que los dos policías, que siempre cenaban allí, se despidiesen. Una vez que se cerraba la puerta de la calle, nos dedicábamos a escuchar los últimos partes de Radio París, que la tenían perfectamente conectada.

La charla posterior era lo mejor: tres comunistas, dos trotskistas, un sociata y varios de esos que íbamos de independientes sin entender muy bien cuál era nuestro sitio en aquellas tertulias. Pero asistíamos y discutíamos. Al fin y al cabo era uno de los pocos lugares en los que cabía la libertad de opinión, aunque en alguna ocasión el más radical de todos se cabrease, tirara los vasos «a tomar por el culo» y días después regresase, porque nada era peor que la soledad en aquella Zaragoza de la mitad de los cincuenta.

En plena democracia Casa Emilio siguió siendo el cobijo ideológico de la izquierda desestructurada y divertida, que aprovechaba la insensatez del jefe para organizar cenas que se ofrecían a escritores noveles y a otros ya consagrados. Emilio, el heredero, sigue siendo militante del PCE a pesar de toda la mala fama que este partido va recogiendo en sus luchas políticas cotidianas. Pero curiosamente a este hombre lo respetamos todos los que vamos a estas últimas cenas, porque sabemos que sobre todo es un ciudadano libre, abierto a todas las voces, amigo de las aventuras culturales y soñador utópico de poemas, de pinturas, de bocetos y de puestas en escena. Todo está en esta casa que se mantiene de pie frente a los intereses de otros dueños, a los que les gustaría verla en el suelo. Nosotros la apoyamos porque es como un símbolo de resistencia contra toda la especulación y una galería abierta al buen humor, a la risa, a la sorna y a la retranca baturra que va desde Javier Tomeo hasta Julio José Ordovás, pasando por las curias de los prebostes y las visiones de los humildes. Encerrados en el reservado escueto, iniciamos las cenas con gritos y alegorías a los que van a ser homenajeados por sus nuevos libros. Se cena a lo grande con vinos borrascosos, fritadas incalculables, revueltos de huevo con bacalao, alcachofitas jóvenes y unas madejas bien refritas con ajos; de segundo, si aún queda gana, un buen ternasco asado al horno con sus patatas panadera. De postre: melocotones de Calanda con vino.

De final una gran bandeja repleta de licores. En ese momento ya estamos todos dispuestos a oír cantar a Luis Alegre su «bien pagá», que la canta como nadie en el mundo, mientras la «saga y fuga» de los Castro se reúnen para explicarnos, en estas nocherniegas nocheras, el mundo que nos vive y en el que vivimos desde ángulos totalmente distintos: desde la sabiduría paterna, pasando por la ironía del hijo hasta llegar a la asombrada mirada de la niña.

Todo va bien mientras Javier Aguirre, un habitante del barrio de Sanjosé, ahora transmutado a Donostia —San Sebastián para los analfabetos—, nos recita en euskera todos los versos de las tragedias griegas como el que no quiere la cosa, mientras su chica, Mar, rememora los tiempos que anduvo de concejala en el ayuntamiento zaragozano.

En medio de la algarabía un insensato Gastón se pone a recitar el poema emocionante de la muerte de Fernando Villalón, y las dos Evas dejan sus lágrimas perderse contra la emoción, mientras Pepito el de Antígona, con su andaluza, nos descubre libros y razones para sentir. El grito estremecedor de Félix Romeo nos devuelve a la vida cotidiana y Maite, la mujer de nuestro médico de Cámara, don Ángel Artal, se agrieta con La Magallonera, una jota para privilegiados de emoción y de voz.

Fernández Clemente, el inventor de Aragón, jura y perjura que el vio en la tele lo del 23-F y Miguel Mena, uno de los mejores, tiernos, humorísticos y radicales escritores de la bancada morena, se enfada con él, mientras Ismael Grasa, que estuvo en China aunque parezca mentira, nos sugiere a todos que escuchemos en su voz vibratoria uno de esos magníficos cuplés de la España franquista, o de un poco antes, según Emilio.

Se aplaude por arriba y por abajo, por delante y por detrás y Antonio Pérez Lasheras nos abocina a todos con los textos de esta tierra, que desde siempre ha tenido sus buenos y dignos escritores, abandonados sólo por la dejadez de los jefes. Cristina Grande, parapente, aparece y trae de la mano a Yolanda, a Mari Burges y a Marina, que cantan con el mismo desgarro que las sisters de Brooklyn en una noche de verano.

Mariano Gistaín descoloca diez huevos duros sobre un plato de ensaladilla rusa y con disimulo altera el desorden de tal manera que ya nadie sabe quién es quién en estas noches nocherniegas en las que el señor Rodolfo Notivoli, ácrata en el subterfugio de los incandescentes militantes de la CNT, describe las últimas leyendas de su barrio de Montemolín, con una nostalgia digna de los viejos hermanos de La Salle.

Pepe Melero avisa de los nuevos libros que según noticias están a punto de aparecer, mientras Martínez de Pisón remueve Barcelona y sin quererlo se nos convierte en el autor más cotizado, mientras sigue deslumbrándonos a todos con su humor y su ternura.

Ángela Labordeta ofrece bombones de licor al tozolonero de Usón, mientras los señores de Conget, llegados desde Sevilla, se saturan de bocadillos de longaniza de Binéfar, al tiempo que él nos habla de sus años de alumno jesuítico con una retranca digna del mejor Buñuel, don Luis.

Pepe Cerdá nos desdibuja a todos con la quietud magnífica de esas madrugadas enloquecidas, en las que los rostros le caben a este genio que vive en el barrio o pueblo conocido como Villamayor, en el que, como un viejo astronauta, guarda los secretos en su cueva mágica, mientras Ana Bendicho se deja escapar con la nostalgia de aquellos días de gloria estudiantil, en los que tuvo un profesor que cantaba coplas desentrañadas de nuestra tierra.

Poco a poco los efluvios van cumpliendo su papel y es la hora de los recitados vallejianos, de los cantos del Cucurrucucú Paloma y de la creación de la total fraternidad. En la calle, todos a una, saludamos la nueva amanecida y despotricamos contra las nuevas autoridades municipales, que se olvidan de que esta ciudad debería estar en el mapa de España. Este poblachón monegrino, lleno de visiones futuribles, tiene siempre la mala pata de caer en manos de jefes inconcretos que no saben para qué utilizar el otoño lánguido, el verano agrietante y los inviernos salpicados de sequías congeladoras y de nieblas iluminadas.

No te aman, Zaragoza, no te aman, y los que te aman, los locos que te aman, están locos y huyen de tu entorno por las orillas de Juslibol,[8] subidos al caballo de Alfonso el Batallador.

Los supervivientes de esas últimas cenas acabamos en una churrería del barrio de San Pablo, de esas en las que sacan las grandes roscas y las acompañan con un chocolate ácido y gruñón. Al final, y ya de regreso a casa, alguno se queda solo, mirándose frente a un escaparate de venta de muebles usados. Puedo ser yo uno de ellos, yo que no quiero volver al hospital y que prefiero detenerme en este instante. Y allí, de pie frente a mi imagen envejecida, pienso que loados sean los días en que los jóvenes corríamos por las desgastadas orillas del Pirineo a la búsqueda de las flores de nieve. Huyeron para siempre y sólo las últimas cenas de Casa Emilio me liberan de la tristeza del tiempo que arruina.