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De la clandestinidad al desasosiego

Éste ha sido el itinerario de la mayoría de las gentes que anduvimos por este país desde mediados de los años treinta hasta mediados de 2010. Nacimos bajo la desastrosa situación de un grito a lo genovés y seguimos en esa misma situación setenta años después, creyendo que todo iba a ir a mejor y sin darnos cuenta de que la clandestinidad fue nuestro estado natural.

Nos ganaron la guerra y sobrevivimos a duras penas, gracias sobre todo a la inconsciencia de la infancia, durante la cual levantar el brazo para cantar el Cara al sol nos parecía una situación normal, nada conflictiva, aunque nuestros padres se escondiesen en los lavabos de los cines justo en el momento en que Franco salía en la pantalla para saludarnos a todos, a los españoles y al patio de butacas.

Rezar los rosarios públicos en procesiones a las que nos llevaban casi adormilados, debido a su horario excesivamente matinal, también nos resultaba normal, y si algún colega murmuraba algo contra aquellos gestos de devoción mariana, le hacíamos callar porque entendíamos perfectamente el miedo. Empezamos muy pronto a saber que no había que decir la verdad y que las noticias que se escuchaban en las radios clandestinas eran muy peligrosas y había que olvidarse de ellas lo antes posible.

Lo he dicho y lo repito: la clandestinidad era el estado natural de todos nosotros. Leíamos libros prohibidos que estaban escondidos en las viejas estanterías de la biblioteca de mi padre; hablábamos de temas contrarios a la ortodoxia del Régimen en pequeños círculos, casi como afrenta hacia nuestra propia persona.

La infancia nos fue dando el paso a la pubertad, durante la cual aprendimos a entender lo que se hablaba en casa y también el sentido que tenía la llegada silenciosa de parientes que venían, decían, del maquis o de la cárcel de mujeres, que estaba a dos manzanas de mi casa.

Todo empezaba a aclararse. Comenzabas a entender mejor los miedos paternos y cuando salíamos a la calle siempre íbamos con un gesto a la defensiva.

En la clase de literatura, tuvimos suerte, leíamos poemas de Alberti, clandestinos; de Lorca, clandestinos; de Vallejo, más clandestinos, y alguna vez, sin mucha experiencia, nos topamos por primera vez con los censores y los sociales, que te hacían desarrollar miradas huidizas, cada vez que uno de ellos te preguntaba por el primo recién venido del maquis o acerca de tu tía, vieja anarquista, presa en la cárcel de mujeres desde el día final de la guerra y que había sido denunciada por su propio marido, compañero de militancia y gran traidor, que lo hizo para salir libre y sobrevivir así durante los duros años de la posguerra.

Huíamos de la realidad metiéndonos en cines de programa doble, donde el bueno siempre ganaba al malo, que llegaba desde Rusia para colocar a los americanos contra las cuerdas; también estaba el general Custer matando indios sin parar. Siempre eran los buenos los yanquis y tú para poder viajar a Europa te apuntabas o a una peregrinación a Lourdes o a Roma o te ibas a París —en viaje colectivo y con comisario político— a ver la final de Francia contra España.

Si había que rezar, rezabas; si había que comulgar, comulgabas, y en París no podías hablar bien de ese país donde la gente, así lo explicaba el comisario, se aburre y no sabe qué hacer.

—¿Podemos ir al cine?

—Aquí, en París, todo pornografía.

Como solución te quedaba pasear a la orilla del Sena, no mirar las librerías de los bouquinistes y hablar mal, continuamente, de Francia y su degeneración sexual porque las parejas —¡¡¡qué vergüenza!!!— se besaban en los bancos de los parques para gran envidia de los hispanos, llenos de vieja lujuria.

Pero había que callar y sólo con los buenos colegas comentabas la libertad que aquello significaba frente a las mantillas de las procesiones y las virginidades a ultranza de hombres y mujeres.

La clandestinidad siguió hasta bien entrada la muerte del dictador, porque en los años setenta ver cómo se fusilaba a cinco ciudadanos te obligaba, según el teniente de la Comandancia de Sabiñánigo, a no hacer esa tarde ni el más mínimo comentario sobre los fusilamientos, ni sobre las canciones.

La clandestinidad comenzaba a mezclarse con el desasosiego, sobre todo cuando el teniente te pedía tu DNI y te anunciaba que te lo devolvería al final de la actuación si cumplías con lo pactado.

Y nos lo devolvía porque cumplíamos. Ninguno podíamos enfrentarnos radicalmente a todo aquello que te producía la clandestinidad, porque a veces, cumplidos los compromisos de las letras censuradas, un inspector te podía denunciar al asegurar que habías cantado canciones prohibidas y aunque tú nunca lo hicieras, porque la clandestinidad te había enseñado a guardar la ropa antes de nadar; en Madrid uno de ellos se empeñó en mi mala fe, y aunque el dictador había muerto hacía un año y me habían devuelto el pasaporte tras diez años y por fin iba a poder viajar a Italia para participar en una gira en homenaje a Víctor Jara, me denunció y, o pagaba quince mil pesetas de multa, corría el año 1976, o pasaba quince días en la cárcel de Torrero.

Pagué. Llevaba muchos años sin ver Europa y era una buena ocasión, aunque el PCE, todavía clandestino, me pidió que no pagase y me pasase los días en Torrero, aunque perdiese la gira. Hubo fuertes discusiones, fuertes presiones, hasta que finalmente una tarde salí hacia Italia en un avión de Iberia, cuyo comandante era de la Puebla de Alfindén, pueblo vecino de Zaragoza. Al aterrizar en Milán respiré hondo y al bajar la escalerilla el comandante se acercó hasta donde me encontraba y me dio un abrazo. Habíamos estado, desde siempre, en la misma trinchera.

Cantamos con Silvio Rodríguez, con Pablo Milanés, con cantantes italianos. Hubo algo que me llamó la atención poderosamente: los carabinieri estaban allí para cuidar el orden, no para prohibir, y uno, de golpe, se sentía contento con esa Italia que nos abría la puerta a todos los forasteros, que llegamos allí para recordar la memoria de aquel cantautor asesinado por los esbirros de Pinochet.

El sábado de Gloria regresábamos a España. En el aeropuerto de Milán saludé a Víctor Manuel, que venía a seguir la ronda.

—Han legalizado al PCE —me dijo.

El viaje por la autopista desde el aeropuerto del Prat a Zaragoza fue de una tristeza increíble. El país, mi país, andaba más depresivo que nunca y en la gasolinera el empleado ni saludó. Llenó el depósito y con una mirada triste me devolvió las pesetas que sobraban.

—Buen viaje.

—Muchas gracias. Espero que lleguemos a Zaragoza sin problemas.

—Esperemos. —Y sin decir más se metió en el garito. Durante un buen rato el viaje se hizo en solitario. Como si España fuera un desierto.

La clandestinidad iba a ser ahora más radical que nunca, porque íbamos a sacar a la luz todo aquello que durante años habíamos guardado en el fondo de las entretelas de los viejos abrigos. Ahora nos quedábamos desnudos ante los policías de la social y durante un buen montón de años la situación de los ciudadanos que teníamos cierto compromiso con las libertades iba a ser dura. El Bunker, la vieja guardia del franquismo, iba a arremeter contra todo aquello que oliese a libertad. Para acabar de echarnos una mano, ETA salió a la calle con todo su material explosivo y más de una vez llegamos a pensar que allí había una interconexión entre la ultraderecha y las gentes de Gora Euskadi askatuta.

Sin darnos cuenta comenzamos a abandonar la clandestinidad y aunque en el fondo guardábamos resquicios de tantos años mintiendo, acobardados, negando la realidad, de golpe nos sentimos hombres libres y fuimos a la calle con el descaro que nunca tuvimos. Militamos en partidos legalizados y cantamos La Internacional con el mayor ímpetu posible. Era la hora de ser ciudadanos, y desde la canción, desde la escritura, desde la política nos creímos todos los cuentos que nos iban contando.

El día que en Cataluña legalizaron al PSUC salimos todos a la gran autopista, con banderas rojas y tricolores, a celebrarlo, imitando la imagen de aquellas nostálgicas películas del neorrealismo italiano. A muchos se nos escaparon las lágrimas por el recuerdo de todos aquellos que nunca iban a ver esto, si bien muchos seguían reservándose la clandestinidad en la vieja mochila, porque nadie pensaba que el río que se abría en aquellos días iba a tener cauce largo. Habían sido demasiados años de miedo, de terror y de represión, para que de golpe todo aquello se olvidase y se abriesen las puertas.

Naturalmente quedaron fuerzas que apostaron por la vuelta al silencio y el 23 de febrero del año 1981 la clandestinidad regresó a los ojos de muchos de nosotros. Seguían con el poder y no pensaban perderlo. Iba a costar muchos años todavía. A día de hoy recuerdo ese momento y aún siento desasosiego: eran las ocho de la tarde cuando salí del instituto y un alumno me dijo que ETA acababa de entrar en el Congreso.

—¿Qué dices? —le dije.

—Eso me han dicho.

Nos metimos en el coche y enseguida comprendimos que no era ETA quien había entrado, sino los militares golpistas que una vez más querían arruinar España. La confusión se apoderó de mí y tras acudir a la cita que tenía con algunos amigos para la constitución del periódico El Día, constitución que no pudo llevarse a cabo porque el notario, el más sensato de todos, no apareció, regresé a casa. Juana estaba asustada, nerviosa y yo no sabía qué hacer. Enseguida sonó el teléfono; eran unos buenos amigos, Ángel y Nacha, que me dijeron que me fuera a su casa a pasar la noche. Así lo hice y mi cuerpo tembló cuando unos días después se conocieron las listas de las personas que los golpistas consideraban enemigos. Mi nombre era uno de ellos.

Llegó el PSOE, se inventó la Unión Europea y poco a poco fuimos pasando a situaciones de normalidad. La clandestinidad se quedaba en el recuerdo y tras la caída de Felipe González y la llegada de Aznar, los resabios dictatoriales crujieron por entre los ciudadanos y tuvimos que volver a la calle para defender el río y sobre todo para negar la participación en la guerra de Irak. Todavía esa guerra está en la vida cotidiana de todos nosotros y lo que fue un despropósito se ha convertido en una culpa de la que Blair y Bush se han arrepentido públicamente, pero nuestro expresidente Aznar todavía no ha dicho esta boca es mía. Duró poco la normalidad y pronto el desasosiego se fue haciendo cada vez mayor: Oriente Próximo, Irak, Rusia, Afganistán, Al Qaeda y la sangre de nuevo en la Europa Central.

Una gran crisis económica, producto de una mala gestión bancaria, a la que todos nos sumamos convencidos de que íbamos camino de los mejores tiempos de la historia de la humanidad, nos dejó con la cara paralizada. Y así seguimos sin entender nada de nada y viendo que los grandes magnates del «rollo» tampoco lo entienden. Caminamos por encima de cuatro millones de parados. El desasosiego tiene números, personas, desastres, huidas y familias destrozadas. El desasosiego es como un gran túnel en el que entras sin saber muy bien por qué y no sabes hacia qué lado está la salida.

Dicen que un día volverán los otoños a ser otoños y los agrestes políticos de la necesidad de mando regresarán con todo su ímpetu y nosotros lo único que podemos pedir es que cuando lleguen su resoplido no se nos lleve, ni nos tire al suelo como si fuera el bufido de un toro bravo. No estamos ya ni para torear ni para recibir embates taurinos. Estamos para aguantar suavemente lo que nos vaya cayendo. Nada más.

El resto es literatura de ficción.