El día a día

Los días se van haciendo cada vez más insoportablemente monótonos y desde hace unas semanas voy descubriendo con desespero que la vejez poco a poco se va apoderando de todo mi cuerpo. Lucho.

Cada día lucho más contra esta indecente forma de hacerme viejo, casi anciano, y uno de mis deberes cotidianos es recorrer el pasillo de mi casa —lo recorro veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde— e imagino que las paredes son los árboles de Villanúa y el techo, ese cielo que en los atardeceres me acompañaba en Altafulla.

Cuando uno no tiene más que su casa como recorrido y vida, hace de ésta un lugar tan hermoso como el más hermoso. A los paseos se suma un ejercicio que también realizo todos los días para intentar fortalecer mis piernas: tras la caída quedaron medio muertas. Mi casa, como digo, es mi refugio y también mi condena y todos los días, tras finalizar mi paseo de veinte pasillos, acepto que este paseo ficticio es mi vida y quiero hacerlo todos los días y me doy cuenta de que cada vez necesito menos cosas para ser feliz. Yo, que para vivir necesitaba hacer tanto y tanto, estar con tanta y tanta gente, descubro ahora que la monotonía en la que se ha convertido mi vida ya no me resulta insoportable, sino extrañamente agradable.

La lectura es otra de mis constantes, así como el tiempo de los informativos.

Hace unos días emitieron un reportaje sobre los carnavales de Venecia y de repente sentí como una gran tristeza me embargaba.

—Juana —le dije a mi mujer—, yo ya no iré a Venecia.

—Igual cuando te recuperes —contestó ella.

No dije nada; para qué. Yo sé que mi vida es esta casa y este pasillo y me conformo con poder realizar mis veinte pasillos vespertinos y también los del atardecer.