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José Ramón Germá y la amistad

Todo lo que rodea al cáncer no es malo. No al menos en exceso. Esto del cáncer ha acercado hasta mi vida a personas que de otra forma jamás hubiera conocido: Verónica Calderero, mi oncóloga, y José Ramón Germá. A José Ramón lo conocería a principios de 2009, ya que tras mis dos ingresos en el Servet, Ricard Molins, un buen amigo, se empeñó en que por qué no iba a Barcelona para que me visitara un amigo suyo, que era jefe de Oncología Médica del Instituto Catalán de Oncología, me aclaró, y sabía muchísimo. Le dije que sí, que primero se lo preguntaría a Verónica. A Juana y a mí nos pareció una buena idea porque realmente las sesiones de quimio estaban dando muy malos resultados y en mi familia todos pensábamos que si se trataba de solucionar el problema con sesiones de quimioterapia yo iba a durar muy poquito.

Hablé con Verónica un martes, le comenté lo de Germá y ella me dijo que le parecía perfecto que hubiera otra opinión.

—Cuatro ojos siempre ven más que dos; además, es amigo. Mándale recuerdos de mi parte.

A los dos días Juana y yo cogimos un AVE con dirección Barcelona y debido a una inmensa nevada llegamos con más de dos horas de retraso. Germá me recibió en el Oncológico donde él estaba en aquel momento y lo primero que me dijo es que dejara la quimio, que me estaba triturando.

—Como entenderás, lo último que queremos es acabar contigo. Ahora de momento deja la quimio y olvídate del PSA. Vamos a modificar un poco el tratamiento; ya iremos viendo los resultados.

Juana y yo salimos muy contentos. Era como si de repente el cáncer no tuviera tanta importancia, como si simplemente fuera un compañero molesto, pero no mortal. Ese día, curiosamente, Ricard tenía de invitada a Maruja Torres, recién premiada del Planeta, que nos obsequió con una sobremesa memorable.

José Ramón, que era fan de Maruja, se apuntó a la comida. Recuerdo cómo me impresionó la visión que esta mujer tiene del mundo en el que nos encontramos, es bestial. Vive en el Líbano, puro Mediterráneo; nos contó que los judíos que ahora están colonizando la franja de Israel, en su mayoría, son gentes llegadas de las duras tierras de Rusia y aledaños y no creen en la vida. Sólo piensan, lo dijo con absoluta rudeza, en acabar con el enemigo. Recuerdo aquella comida, las conversaciones, las risas. Era pura vida y eso era algo de lo que yo en esos momentos andaba muy necesitado.

El día terminó, pero mi relación con Germá se prolongaría en el tiempo a través de los correos electrónicos, en los que nos hemos ido contando nuestros progresos (él está escribiendo un libro; a mí me inquieta la medicina; él me cuenta sus viajes y sus congresos; yo le hablo de la soledad de la enfermedad, de los días en casa; de la espera que desespera).

En el verano de 2009, José Ramón, su mujer, Ricard y la suya vinieron a Altafulla, en donde yo estaba pasando las vacaciones y recuperándome del maldito invierno. Vino, dijo, para verme, para saber cuál era mi estado. Le debió parecer bueno, ya que nos fuimos a comer y a lo largo de la misma no hacía más que repetir:

—Menudo cambio, José Antonio; menudo cambio.

Germá es un hombre jovial, que vive y siente la medicina como una forma de vida, como un pensamiento e incluso como una ideología. Sabe que puede salvar vidas, pero también sabe que las que no consigue salvar son siempre las que más pesan. En alguna ocasión me ha mandado alguna de sus conferencias, siempre radicales y llenas de sentido del humor, en las que se muestra como el médico que es: él no entiende la medicina de una forma convencional, sino que es crítico y piensa que en el hombre hay muchos yos que la medicina ignora.