Parece mentira que un río, el Deva, corte la tierra como si fuese mantequilla y abra un enorme desfiladero, conocido como la Hermida, y que une Potes-Cantabria con Panes-Asturias, y que en tan poca distancia haya diferencias a veces abismales, incluso en el juego de los bolos.
Potes tiene un aire de ciudad señorial con memoria de momentos históricos importantes; no en balde, y a pocos kilómetros, se levanta la joya del monasterio de Santo Toribio, cuya máxima obra fue el maravilloso libro del Beato de la Liébana, cuyo original se encuentra en Gerona. ¡Tócate la tripa, cantábrica!
El monasterio se encuentra rodeado de altas cumbres, que aún le dan más sentido de cobijo y de retiro.
En el valle hay un grito que se repite todas las semanas: «¡Los lunes a la feria de Potes!».
Lo primero que me explicaron es que ese grito ya no tenía la importancia que tuvo y que se había quedado un poco en una poderosa chamarilería, donde puedes comprar de todo: desde unas abarcas —aquí son de madera— hasta una sartén, una camiseta o unos pantalones para subir a la montaña.
Acabé entrando en ese devaneo de chalaneo y para reposar un poco me detuve en un lugar insólito: la Casa de los Camachos, una extraordinaria tasca-restaurante donde son capaces de venderte todo lo que tus ojos ven en las estanterías: un rabel, una flauta de pastor, un violín primitivo y toda una serie de zalamerías y exquisiteces, como eran los buenos quesos de cabrales, a los que había que acompañar con el buen orujo que los hermanos Camacho preparaban cada añada para amigos y clientes. Los había de varios tipos, aunque yo me quedé con el natural, sin sofisticaciones de miel y de esos otros mejunjes, ricos pero trapicheaos.
—¿Hace un chupito? —me preguntó con determinada coña el Camacho que estaba detrás del mostrador.
—Bueno. —Lo tomé y no sé los grados que podía tener, pero la humedad que durante la mañana se me había metido en el cuerpo, desapareció—. ¿Lo hacen ustedes? —le pregunté.
—Sí señor, pero pagando aduanas.
Supuse que se refería a los impuestos de Hacienda.
—¿Y clandestino, tienen? —le pregunté.
—No, señor, ahora ya no se hace. En tiempos se llevaba el alambique en carros, de pueblo en pueblo, se tomaba el bullo y se hacía el orujo; pero la Guardia Civil lo ha prohibido y lo persigue en serio.
Para acabar la mañana entré en el comedor y pedí un cocido de la Liébana. Luego casi no me podía levantar y para bajar el alcohol y el cocido tomé la carretera de Panes por el estrecho de la Hermida y, paso a paso, avancé hasta que un coche se paró a mi lado:
—¿Adónde va?
—A Panes.
—Pues yo también, así que si quiere se sube y lo llevo.
Me subí. Me contó que era el dueño del Hotel Covadonga, donde uno pensaba buscar cobijo. Y como era buen charrador me fue explicando lo que veíamos a izquierda y derecha:
—Ese pueblo es Lebeña y la ermita es mozárabe. ¿Quiere verla?
Entramos y la santera nos explicó el interior, pero sobre todo el exterior, donde se levantaba un olivo cristiano y un tejo celta. Los ponían en el camino para que los caballos enemigos comiesen sus hojas y con el agua reventaran. También nos enseñó el altar, que era una estela funeraria celta.
Por todas partes había secretos o ruinas. En mitad de la Hermida se aguantaba, como podía, un viejo y aristocrático balneario. Al llegar a Panes, me enfrenté a la estructura de una casona señorial, ahora mantenida por los aparceros que trabajan la tierra y el ganado.
—¿Son de aquí? —pregunté.
—No, somos cántabros, del valle del Pas. Aquí estamos de medieros, sin contrato ni nada. Todo esto es de una señora viuda que vive en San Sebastián.
Cuando llegué al hotel me invitaron a ver una partida de bolos satures que ya me dijeron que eran distintos a los cántabros. Los que jugaban eran chavales jóvenes y los mayores, entre partida y partida, nos tomábamos un culín de sidra. Al cabo de varias a mí me daba vueltas todo. Entonces pensé que si al día siguiente seguía «vivo» me bajaría hacia el mar, pasando por Colombres, para visitar el espectacular museo de la emigración.
Seguí vivo y en Colombres me quedé impresionado por el espectáculo. Fue entonces cuando se me acercó un paisano:
—¿Gustole?
—Mucho.
—Pues no le haga caso. La mayoría o no volvieron o volvieron más pobres que las ratas. Ya me ve, veinte años en México y ahora apenas si tengo para llegar a muerto. Y tuve suerte, ¿sabe? Yo volví. Otros no. Por eso lo mejor es no creerse que todos fueron Noriegas.
Sobre el mediodía me detuve frente al mar Cantábrico y contemplé a los pescadores que regresaban huyendo de la mala mar que se estaba poniendo. Un horizonte casi infinito resumía el final de esta hermosa tierra.
Tranquilo y con humor me pasé nueve años por las carreteras, ríos, lagos, islas y montañas de esta España tan maltratada en los últimos tiempos por duras especulaciones del suelo. Fueron nueve años de topar con paisanos y paisanas que luego se hicieron amigos: los Camacho de Potes me siguen enviando, para Navidad, unas botellas de orujo —con aduanas—. Siempre que bebo un chupito me viene a la memoria todo el sabor de la Liébana.
En las Rías Baixas, en Goian, Cuqui Piñeiro me sigue mandando catálogos de sus esculturas fundidas —su padre fue un gran escultor— y con cada una de sus tarjetas me llega el sabor de la lamprea subiendo dramáticamente por el río Miño y bajando, luego de desovar, para atravesar los pescos donde las pescan. Y así sin más me viene a la memoria la iglesia de Tui o el paisaje enternecedor de Valença do Miño.
Todo queda en la memoria, mientras en las imágenes te vas viendo cada día más viejo, con las canas cubriéndote desoladoramente los años que te van cayendo, mientras los amigos te envían cartas desde el Rosal para recordarte sus vinos, o desde A Guarda para que envidies el sabor del marisco subastado en el puerto.
Allí me senté un día, con una cajita de esas exquisiteces y con todo el sabor del mar en el rostro; recuerdo esa ración de percebes y pienso que en ese instante fui inmensamente feliz.