Situada esta comarca al sur de la sierra de Gredos, recibe jubilosa las aguas que vienen desde sus cumbres. Cuando yo estuve era curioso comprobar cómo mientras descendías en altura hasta las orillas del río Tiétar iban transformándose las producciones agrícolas: desde el Pinar, pasando por el olivar, se llegaba a la orilla de la huerta donde se recogía el pimiento, para producir el magnífico pimentón verato; a su lado el tabaco guardado en los típicos secaderos de las hojas, y a las orillas del Tiétar crecían grandes extensiones con la producción del espárrago y de su industria embotadora.
Los pueblos, en esa zona, se apiñaban cerca del río o al lado de la carretera general, aunque algunos se levantaban sobre las lomas y presentaban siempre unas características muy diferentes: Villanueva y Valverde se cobijaban con enormes y hermosos caseríos y en este último se producía para la Semana Santa el espectáculo de los Empalados, que en la noche fría con la luz de unos candiles y el tintán de los hierros que colgaban de los brazos del Empalado, producían una sensación de recogimiento.
En algunos lugares, como en Guijo de Santa Bárbara, la gloria del pueblo era la de ser paisanos del famoso guerrillero lusitano Viriato, y cuando ponías en duda tan alta alcurnia, las gentes te invitaban a escuchar la historia que repetía el abuelo Felipe:
—Estudió para alférez de Infantería en Toledo y cuando las guerras contra Roma, como se conocía tan bien el terreno, los trajo a mal traer.
»Como en este país nos gusta más el dinero que el honor, Roma compró a su lugarteniente y una noche, mientras Viriato dormía, le cortó la cabeza, la metió en una bolsa y la mandó a los jefes romanos.
Esa tarde habíamos bebido mucho caldo de pitarra y nuestra alegría era rebosante cuando Felipe terminó la historia y el padre Timón —un cura revolucionario— la confirmó; levanté un vaso al aire y brindé por Guijo, por sus gentes y por el paisano Viriato.
Quien acabó enseñándome esta comarca fue el padre Timón, un cura casi ciego que había levantado en muchas ocasiones a los temporeros contra los patronos.
—Era una vergüenza. Cuando llegaba marzo obligaban a toda una familia a bajar a trabajar y vivir en las zonas de cultivo. Los niños no iban a la escuela y en toda la enorme extensión de tierra no les dejaban ni sembrar una lechuga. Yo lo denuncié un día que vino Fraga y de castigo me enviaron a un colegio de las afueras de Madrid. Volví.
Cuando nos despedimos, le dije:
—Señor cristiano, que hace misa y ha sufrido persecución de la Justicia, gracias por todo y un abrazo de larga y eterna amistad.
Me gustaría volver a esta tierra que se ha quedado grabada en mi memoria de una forma permanente.