Toda la costa del Mediterráneo es un ejemplo de lo que puede llegar a hacer el destrozo urbanístico. Santa Pola no era ajena a ese desastre y había algunas zonas de «urbanismo» moderno que me producían unas enormes ganas de llorar; menos mal que el centro de la ciudad, lo que llaman la parte vieja, guardaba una sensación de lugar tranquilo y acogedor. Desde allí salían, sobre las cuatro de la mañana, los pescadores para llegar al muelle, subir a su barco y salir al mar a pescar. Santa Pola tenía y tiene una de las más importantes lonjas de la costa y los barcos, a toda prisa, llegaban a puerto antes de las siete y descargaban sus cajas, que habían ido preparando durante la vuelta.
La subasta se hacía de forma muy rápida y era casi imposible seguirla. En carretones el comprador se llevaba su producto y, poco a poco, el bullicio inicial daba paso a un silencio sólo roto por las olas del mar golpeando los cascos de los barcos amarrados fuertemente en sus muelles.
El patrón de una de esas embarcaciones me invitó a salir con ellos a pescar al día siguiente —«Si hace bueno», me aclaró—. Y como un peón de brega aparecí en el muelle a las cuatro y media de la madrugada. Era de noche. Los motores de todos los barcos sonaban fuertes y al patrón me invitó a subir. Íbamos saliendo del puerto —unos barcos detrás de otros— y de golpe el zarandeo se acrecentó porque, como me explicó el patrón, ya habíamos entrado en mar abierta. Monótonamente navegamos hasta que el sol se posicionó más allá de la isla de Tabarca, mientras el cocinero preparaba unos huevos revueltos para cada miembro de la tripulación. Recuerdo el movimiento; allí nadie paraba ni un instante: removían redes, preparaban aparejos, machacaban hielo, apilaban las cajas de madera y señalaban al fondo unos delfines saltando. De golpe el sol lo inundó todo.
—Dentro de poco nos acercaremos al banco que nos han localizado y esperemos que hoy tengamos un buen día.
Los motores iban poco a poco bajando de potencia y sobre las doce el cocinero nos ofreció un arroz a banda exquisito que media hora después, cuando el barco se detuvo tras haber echado las redes y el vaivén se acrecentó, iría por la borda para alimento de peces.
—Esto es lo peor —me confirmó el patrón—. Ahora debería usted bajarse a la zona donde están los petates e intentar dormir un rato.
Metido en un petate escuchaba cómo el mar golpeaba brusco el casco del buque, y con el temor de morir ahogado me quedé dormido hasta que el patrón, a gritos, me despertó y me anunció que subiera para ver cómo habían salido las redes de cargadas.
Cientos de peces se revolvían como locos antes de morir y los pescadores, con enorme agilidad y destreza, los iban cogiendo, separando y metiéndolos ya en distintos cajones, que inundaban de hielo.
Los bichos pequeños o aquellos que difícilmente iban a entrar en la subasta de la lonja, o pasaban al mar de nuevo o algunos de los marineros, cocinero incluido, los recogían en sus cestillos de mimbre para hacerse unos buenos caldos a la marinera.
Ya habíamos dejado a la derecha Tabarca, la isla con su drama histórico, y de golpe nos vimos rodeados por todos los otros barcos que apurando la velocidad esperaban llegar a puerto antes de las siete y ser los primeros en bajar su pesca por el suelo de la lonja.
El capitán me invitó a sentarme en la proa con él —«esto lo hace ya el barco solo»— y con la brisa fuerte en el rostro y la visión de Santa Pola al fondo me quedé casi como anestesiado. Hoy me siento feliz recordando aquella sensación de libertad, a pesar del enorme mareo y de haberme metido, tan inconscientemente entre pecho y espalda, un exquisito plato de arroz a banda.