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Tirar de mochila

A finales de los años ochenta, Televisión Española me ofreció la posibilidad de participar en el rodaje de una serie basada en la novela de Camilo José Cela Del Miño al Bidasoa. Mi personaje, Monsieur Dupont, recorría esta zona vendiendo molinillos de papel y en la ruta coincidía con un escritor, sosia de Cela, interpretado por mi amigo Nicolás Dueñas, para juntos descubrir toda la cornisa cantábrica. Durante el rodaje coincidimos con el autor en Hondarribia y la verdad es que yo me quedé perplejo al ver su coche, a su choferesa y aquella otra a la que llamaba «secretaria» y que no era ni más ni menos que Marina Castaño.

No lo debí hacer mal, porque al poco de terminar ese rodaje un productor, Manolo Serrano, me propuso embarcarme en una nueva aventura que iba a consistir en recorrer todas las comunidades de España, mostrando más al paisanaje que al país. Teníamos que hacerlo así porque los medios técnicos con los que íbamos a contar eran escasos y con una sola cámara de vídeo grabar a una persona, bien caminando en solitario, bien hablando con algún vecino, siempre quedaría mucho mejor que intentar descubrir el fondo de los horizontes que íbamos a visitar. A pesar de todo el resultado final acabó siendo muy satisfactorio.

Teníamos que hacerlo todo y yo, recordando el título de un viejo libro mío sobre Aragón, me robé el título y el Aragón en la mochila pasó a ser Un país en la mochila. Decidimos poner país en lugar de España, porque utilizar el término España era complicado ideológicamente en aquel momento. Por mochila, durante los primeros días, utilicé una que un ayudante de producción acababa de traer de Bolivia; era de una magnífica piel trabajada con enorme cuidado. El día que se perdió —¡cómo lo sentí!—, tuvimos que comprar una marroquina y todos los días, a la hora de dormir, la sacaba al aire porque su olor me resultaba insoportable.

—Mañana compramos otra —decía Manolo.

Pero ese «mañana» nunca llegaba.

La verdad es que nadie tenía en aquella casa una idea muy cierta sobre el programa, pero al final, tras largas deliberaciones, decidimos presentar una visión de la España interior, incluidas las islas, y dentro de ella las zonas menos conocidas.

—¿Por dónde empezaremos? —preguntó alguien.

—Por el Maestrazgo turolense —indiqué.

Parecía lógico empezar por Aragón. Al fin y al cabo era mi casa y se suponía que allí me conocerían mejor y nos darían más facilidades.

El Maestrazgo es un territorio agreste que siempre fue cobijo de salteadores, o de maquis en la posguerra civil española. Los pueblos son pequeños y de una estructura medieval bellísima, como le pasa a Cantavieja o a la Iglesuela; en esa zona el hábitat típico es y era la masía, ya que las distancias entre unos y otros lugares eran —son todavía hoy— enormes y las familias vivían en esas masías, en ellas trabajaban y en ellas morían.

Contaba un masovero que de niño y de camino a la escuela oyó tocar a muerto en la localidad de Tronchón mientras escuchaba la conversación entre dos mujeres. Una vecina le preguntó a otra:

—¿Quién ha muerto?

—Nadie —respondió la otra—. Un masovero.

Los inviernos son crudos y lo mejor de ellos es el jamón serrano. Su propia cocina es fuerte y dura; en la Iglesuela le dije a la dueña de un hostal que me hablase de un plato que le gustase.

—Los garbanzos con ajoaceite o mayonesa.

—Son para combatir el frío, ¿no? —le dije.

—Pues no, es una comida típica para los segadores en pleno mes de agosto.

A veces en los pueblos de esta comarca, los sábados por la tarde se oían voces fuertes e incongruentes: eran los jugadores de la morra, una especie de juego de chinos, pero sólo con los dedos de una mano. Gritan: ¡uno!, ¡tres!, ¡cinco! Lo hacen a una velocidad endiablada y un paisano, que hace de juez, vigila la partida y presenta a los ganadores. Buen trago de vino y una buena tajada de bacalao. Cuanta más sal, más vino y más voz fuerte mucho mejor.

Cada pueblo es de una gran personalidad, y de Mirambel ya dijo Baroja que era como un animal muerto dentro de su concha. Porque la concha es de una belleza extraordinaria. Como son bellezas detenidas en el tiempo los municipios de Mosqueruela o Puertomingalvo. Dos localidades amuralladas a escasos kilómetros del Mediterráneo.

Tras acabar el programa dedicado al Maestrazgo, y aprovechando la cercanía del mar, viajamos a Mallorca y recorrimos la Tramontana, acompañados siempre de la voz inconfundible del gran escritor Graves, enterrado en el hermoso pueblo de Deià:

Verde-olivo, azul-celeste, marrón, grava.

Con un suelo de algarrobos desplomados

y a lo largo de la vereda campestre

Isabelita baila vestida de rojo;

erguida, pensando en voz alta,

enmarcada contra la nube repentina

y su promesa audaz de una lluvia que urge.

Aprovechando que estábamos en las islas nos acercamos a Menorca para San Juan y me quedé asombrado con las bahías de Maó y de Ciutadella. Uno no debe irse de esta isla sin probar el queso y comerse una buena langosta. Para degustarla me dijeron que en ningún lugar como en la bahía de Fornells.

A llegar a Fornells, me acerqué hasta uno de los pescadores que estaba por allí

—¿Langosta? —pregunté.

—Ha venido a buen sitio —me dijo.

Luego añadió:

—Yo sé quién es usted. Mi mujer y yo pedimos el día de nuestra boda que nos cantasen una canción suya: el Canto a la libertad. Así que esta noche usted viene a mi casa, come tanta langosta como quiera y nos canta el canto.

—Hecho —dije.

Fue inolvidable y sigue en mi memoria toda esa isla y sus gentes y, sobre todo, el día de San Juan, con sus caballos negros saltando sobre sus patas traseras en mitad de un remolino de gentes. Era la cultura mediterránea dando brincos por encima de las cabezas de los bien pensantes; era todo un canto a la vida y uno, que llegaba desde una tierra dura y áspera, sentía verdadera emoción y envidia de toda esa fiesta.

Regresamos a Mallorca porque quería escuchar a dos plantadoras de arroz cantar los cantes con los que ritualizaban aquella labor. Resultaron estremecedoras y cuando terminaron una sensación de desahogo nos creció en el cuerpo, mientras veíamos cómo una central eléctrica se desbordaba para acabar con el parque y unas búfalas se comían las cañas del enorme cañaveral crecido allí.

Otro de los programas lo dedicamos a las islas Canarias. Empezamos por la Gomera, donde escuché por primera vez el silbo gomero, mientras el gran parque de Laurisilva me estrujaba las sienes y los Roques te crecían por todo el paisaje; ya que como afirman allí:

—Para ser agricultor, lo primero escalador.

Eso se dice debido a los grandes desniveles existentes en esta isla, que hacen que se invente el silbo y que se recoja la miel de las palmeras, como si los agricultores fuesen acróbatas circenses.

En el Hierro conocimos a Tadeo, que inventó la forma de utilizar el agua que se escurre de la niebla de los alisios, y que queda enganchada en la copa de los altos árboles y que él lleva hasta sus tierras de secano; se hizo un especialista de tal altura que los israelíes lo invitaban todos los años a los congresos de apicultura. Es una isla que en su vieja o joven piel —depende de la tierra del volcán— está encerrada todo lo que las islas Canarias te pueden ofrecer.