Nunca fui un cantautor profesional. Era más bien un cantante de fin de semana, porque durante la semana seguía dando clases en el instituto en Zaragoza. Así que las tardes, metido en un local del barrio de Torrero, ensayaba con el grupo hasta caernos de culo, porque ninguno de «aquel selecto elenco» era profesional y repetíamos y repetíamos hasta que tras varias fatigosas horas nos sabíamos los temas que al día siguiente ya habíamos olvidado.
El más experto era Luis Fatás, un personaje increíble lleno de habilidades musicales de todo tipo, pero amigo del dolce far niente. Jamás estudiaba más allá de lo que necesitaba para salir del lío. Era un tipo con una gran inteligencia y lo mismo se enganchaba en Alemania con el alemán que tomaba un ordenador y levantaba a Thelonious Monk por las tierras riojanas en el nombre de su hijo.
Uno de los guitarristas era Paco Medina, un tipo curioso que igual se hacía testigo de Jehová que vegetariano, que se dedicaba a perseguir muchachas en los entreactos de los recitales. Era un buen guitarra y sobre todo era un tipo excepcional que imprimía al grupo un carácter propio. Lo mismo inventaba cosas para luchar contra el frío de la furgoneta que con unos botijos sudorosos, aplicados a las pequeñas ventanas de su casa, luchaba contra el terrible calor del desierto monegrino que cae en Zaragoza a pleno sol.
Javier Inglés —un viejo cantautor anarquista— se apuntó a técnico de sonido, y hasta que heredó ese puesto Francisco Aguarod, Javier fue un combatiente de medios mediocres que él ponía a nuestra disposición como podía. Siempre fue nuestro técnico y soportó tormentas en el Maestrazgo, sudores en el Mediterráneo, fríos imparables en el Pirineo y carajillos heroicos, a todas las horas, mientras los «artistas» hacíamos lo que podíamos con toda aquella barahúnda de gentes que esperaban que la libertad fuese definitiva.
Juan, Juanito para los colegas, fue el conductor de la furgoneta. Mientras actuábamos, él repiqueteaba por cualquier lado el ritmo de lo que cantábamos; un día le dije:
—¿Juanito, por qué no te vienes de batería?
Y se apuntó. Primero con una pandereta, un cencerrillo y unas maracas, hasta que adquirimos una batería, barata, que él hizo sonar.
—Joder —me decía— corres tanto que me atosigo marcando los tiempos. Tranquilízate.
Al grupo se añadió, sin ningún cariño por la música que hacíamos, Ignacio. Un excelente guitarra que sobre todo lo que le gustaba era interpretar a los Beatles. Lo hacía como poca gente, pero con nosotros se aburría haciendo acordes vulgares y discutiendo con Luis y con Javier. Con Paco se llevaban tan mal que ni discutían. Y así fuimos dando vueltas por España, por sus islas, por Europa —sobre todo Alemania y los emigrantes—, hasta que un día, cansados, decidimos cortar la coleta del saxo, de la guitarra, del sonido y de la batería. Luego llegó la aventura del PSA (Partido Socialista de Aragón), que fundé junto a Emilio Gastón y con el que conseguimos tener un escaño en el Congreso de los Diputados.
Ahora pienso y me doy cuenta que de una forma extraña y circular las siglas, PSA, han estado vinculadas a mi vida. Entonces con el Partido Socialista de Aragón fui feliz; ahora con este PSA me siento agotado y confuso.