En el colegio la Salle

España necesitaba excusas y nosotros también, así que las buscábamos. Zaragoza cumplía 2.000 años desde su fundación y un grupo de ciudadanos —políticos, arquitectos, escritores, teatreros y gente diversa— decidimos conmemorar el aniversario con un gran recital que se iba a realizar en el polideportivo del Colegio Mayor La Salle, en aquellos momentos unido a la convergencia de la libertad.

Las dificultades parecían de risa: al Colegio de Arquitectos, que lo patrocinaba, se le pedía un certificado asegurando que el suelo del polideportivo, es decir la cancha, soportaría el peso de la gente que entrase al acto. En la cancha se jugaban diariamente partidos de fútbol sala o baloncesto, pero el problema era comprometer a la Junta directiva, presidida por el gran pintor informalista Santiago Lagunas, para que se volviera atrás. Cosa que no hizo.

Y llegó el día y se llenó el local con más de mil personas, con dibujos alegóricos a la ciudad que nacía, crecía y se iba haciendo mayor, hasta romper las cadenas y abrir la puerta de la libertad. Mientras cantaba voces anónimas anunciaban que en la calle había follón porque mucha gente no había podido entrar y andaban enfrentándose a los antidisturbios. Cuando estaba a punto de cantar la última canción, subió desesperada al tablado una de las organizadoras y, gritando desgarradamente, dijo:

—¡Han disparado con fuego real y hay muchos heridos!

Se acabó todo y al salir a la calle vimos que la violencia lo envolvía todo. Algunos volvimos a entrar y los hermanos de La Salle nos fueron sacando por puertas distintas. Sobre las doce de la noche abandonamos el colegio y un policía de la social nos pidió la documentación a Santiago Lagunas, a Emilio Lacambra y a mí. Nos miró y comentó:

—Vaya follón para nada que han montado.

—En lo del follón, como siempre, ustedes nos han ganado.

Aquella noche se había dado otro paso importante hacia la libertad, a costa de muchas bofetadas, moratones y varios amigos que estaban detenidos en los calabozos de la policía. Los fuimos a ver al día siguiente y el comisario, cansado de tanta canción y gritos, los mandó a la calle delante de nosotros.

—Yo hasta he conseguido dormir —bromeó un aparejador.

—Vosotros, como estáis siempre por las escaleras, en cuanto encontráis un llano, a dormir.

—Y qué otra cosa puedes hacer en un calabozo.

—Pedir agua cada hora para soliviantar al número de turno.

—Eso pasa en los calabozos importantes como el de la Puerta del Sol o el de la Layetana. Aquí no tienen ni agua para ellos.

Y dirigiéndoseme a mí, me dijo:

—¿Nos invitas a un chocolate con churros?

Es lo menos que podía hacer.