Cuando desembarcamos en Teruel —porque lo nuestro fue un verdadero desembarco— la ciudad vivía gloriosos días en recuerdo del padre Polanco, obispo asesinado en la huida del frente, el sitio del seminario y la batalla última. Allí todo era más o menos muy parecido al resto de España: las bibliotecas cargadas de mamotretos enormes que nadie se dispondría a leer; el «bichero» con más polvo que nunca; el salón de actos convertido en capilla para los días festivos y en la sala de profesores un sillón destinado al señor canónigo que nunca podía ser ocupado. Su ilustrísima aparecía cuando le venía bien, liaba un cigarro y abriendo el Ya explicaba a sus «feligreses» interinos cómo iba el mundo y sonreía al vernos a nosotros, almas pecadoras, aguantando a los alumnos, que para nosotros empezaban a ser compañeros.
—Les estáis dando demasiada familiaridad y cualquier día, como ellos van a la suya, eso os lo aseguro yo, tendréis un follón. Sobre todo tú —se dirigía a mí—, que eres el jefe de estudios y permites que se pierda el tiempo con teatros, cines, revistas y coros.
Y era verdad: todo aquello lo habíamos puesto en marcha entre unos cuantos locos, y mientras los estudios del bachillerato eran un auténtico muermo en el resto del país, en Teruel lo pasábamos de miedo; sobre todo a partir del día que se puso en marcha el Colegio Menor San Pablo, que era un internado del que yo también era jefe de estudios y Eloy Fernández Clemente, jefe de orientadores.
Junto a José Sanchis y los alumnos y alumnas del Ibáñez pusimos en pie todos los grandes entremeses clásicos y los fines de semana íbamos por todos los pueblos de la redolada a representar a Cervantes y compañía. Esos días de fiesta terminaban con un recital de canciones a cargo de Carbonell, Cesáreo Hernández y servidor. Y así, sin darnos cuenta, fuimos poniendo las raíces de la futura nueva canción «baturra».
En el destartalado salón de actos del sindicato vertical fundamos un cine estudio al que llamamos Luis Buñuel y en el que sólo podíamos pasar películas toleradas para menores de catorce años. Sin embargo, y a pesar de haber obedecido todas las órdenes, a la vuelta de unas vacaciones de verano el gobierno clausuró el cine por el nombre del «patrocinador»: don Luis Buñuel.
—Nos han dicho desde Madrid que podía tratarse de una célula comunista.
—¿Y si le cambiamos el nombre? —pregunté.
—Entonces no habrá problemas.
—Le llamaremos Cine Estudio Padre Polanco, ¿le parece?
—Perfecto.
Nunca lo inauguramos como tal, pero sí utilizamos el pequeño escenario para poner en pie obras como En alta mar, del polaco Slawomir Mrozek, donde se habla de cómo tres náufragos juegan a la democracia en una balsa perdida, demostrando quién es el más fuerte porque al más débil se lo acaban comiendo. Se zampan al pequeño, al más pobre, que en esa ocasión lo interpretaba Jiménez Losantos con una inocencia que todavía hoy me conmueve. Yo hacía de mayordomo y desde muy lejos venía nadando para traerle unas exquisiteces al señor conde que, naturalmente, ganaría las elecciones.
Allí fundamos el grupo Balumba, con el que interpretamos La zapatera prodigiosa de Lorca, ganamos la regional y nos llevaron al nacional en Orense. Aquél fue un viaje épico en un viejo autobús por las infernales carreteras de España; quedamos los segundos, pero Federico no hacía más que decir que había habido tongo y que el grupo de Sevilla, dirigido por un tal Alfonso Guerra, jugaba con ventaja. No le hicimos mucho caso, aunque con el paso de los años siempre me ha quedado la duda y la verdad es que, a pesar de coincidir con Guerra en más de una ocasión, jamás le he preguntado sobre aquel nacional de Orense.
Con la segunda plaza regresamos a Teruel, conocedores de que empezaba nuestro último invierno en aquella ciudad que siempre ha sido para mí una contradicción. Quiero a Teruel, porque allí nació una de mis hijas y viví años de gran felicidad. La quiero, pero no la entiendo, porque es difícil comprender y aceptar la mediocridad como principio y fin.
—¿Te has comprado nicho a perpetuidad?
Ésa era una de las preguntas que más veces me hicieron durante mi estancia en Teruel, ya que la gente se pensaba que vivir allí era casi como estar en la gloria. Nunca tuve nicho a perpetuidad y en cuanto pude nos volvimos a Zaragoza. Teruel pasaba al lugar de los recuerdos, al igual que todos esos alumnos y alumnas a los que enseñamos y de los que tanto aprendimos.